Versión de Lebb
El principito, muy impresionado por la propuesta y deseoso de cerciorarse, tiró con violencia del hilo y de una vez, en medio de un estrépito de luces y sombras, se halló convertido en un apuesto príncipe, ya volantón, conquistador y hasta con espada de alta gama...
Érase una vez un
principito que no quería estudiar, ni hacer disciplina en clase, ni dejar en
paz a sus compañeros, ni prestarle seriedad a su vida, como muchos de los que
nos acompañan en las escuelas de nuestro país.
Sucedió entonces que ya por la noche, al cabo de
un tenaz día escolar en el cual había incluso firmado proceso disciplinario, (En
esa época ya habían pactos de convivencia), recibió como es de imaginarse una rabiosa
cantaleta por parte de la reina madre y unos correazos por parte del sufrido
rey que se sentía soberanamente avergonzado por haber tenido que ir al colegio precisamente
a firmar El Observador del alumno. (Es que la Ley es para todos y ningún Rey
tiene corona para incumplirla).
Como
resultado de toda esta penitencia, el principito, ya en su habitación, sin
comer ni beber porque lo habían castigado, se sintió solo y triste, con ganas de volarse del castillo como a veces se volaba de las clases, pero
antes de eso, suspiró amargado y exclamó:
¡Ay! ¿Cuándo
seré grande para hacer lo que a mí se me dé la gana?
Y he aquí que,
ya al finalizar para el jovencito una noche de pesar y de pesadillas, sucedió
algo mágico y extraterrestre, como por obra y gracia de las mejores hadas del
mundo que nos dan a veces lecciones importantes de vida, haciéndonos pasar por
terribles experiencias.
Sucedió pues
que a la alborada, el chico rebelde, perezoso para el bien, malo para la
disciplina y bueno para nada, descubrió cerca de sus pies y sobre su cama una bobina de oro de la cual salía una vocecita
dulce y suplicante:
“Trátame con cuidado, principito,
por cuanto este hilo vital representa la solemne sucesión de
tus días. Conforme vayan pasando los días, el hilo lógicamente se irá soltando.
Sin embargo,
te concedo el deseo de echar un vistazo hacia adelante, aunque es peligroso
hacerlo en demasía, porque soy consciente de que aspiras a crecer rápido para
liberarte de tus obligaciones de niño y de tus compromisos de estudiante...
Pues bien, –continuó
la vocecita- te concedo el don fantástico de liberar el hilo a tu antojo, con
la gravísima condición de que todo aquello que vayas desenrollando no podrás volverlo
a ovillar nuevamente, porque como es natural para los mortales los días pasados, como el agua bajo el
puente, jamás retornan.
El principito, muy impresionado por la propuesta y deseoso de cerciorarse,
tiró con violencia del hilo y de una vez, en medio de un estrépito de luces y
sombras se encontró convertido en un apuesto príncipe, ya volantón,
conquistador y hasta con espada de alta gama.
Y, como le
quedaron ganas todavía de saber cómo sería más adelante su persona, desenrolló
un poco más la bobina maravillosa. Fue entonces cuando se vio asimismo rodeado
de vasallos, portando la corona, el cetro y los atuendos de su padre. ¡Ya era rey!
Pero hasta
ahí no llegó la endemoniada curiosidad del principito. Le pegó otra vez un
nuevo tirón al hilo de la bobina al mismo tiempo que le preguntaba:
“Cuéntame, bobina ¿Cómo serán mi esposa y mis hijos?
En el mismo instante, una bellísima joven sonriente, y cuatro niños rubios muy simpáticos
aparecieron a su lado. Pero tampoco
fue suficiente la escena para que el principito desistiera de sus intentos de continuar
desenrollando el dorado carrete de su vida. Su curiosidad irrefrenable se fue
apoderando de su ser y de sus manos y no fue capaz de resistir la tentación de
pegarle más tirones al hilo profético de su vida. Siguió pues soltando más y
más hilo para saber cómo serían sus hijos de mayores, cómo su esposa, si le sería
fiel o si más bien él le pondría cachos reales, cómo sería su reino, etcétera.
Y aquí
comenzó la parte trágica de sus antojos porque, al soltar un poco del tramo
final del hilo dorado, su perfil no lució precisamente como el de un colegial hoy
día en el Facebook. Era más bien la sombría estampa de un anciano decrépito ya en sus agonías,
ya como listo para la foto, según el verso de una canción.
Por supuesto,
su corazón frágil no resistió el impacto de verse así, viejo y acabado; y, al comprobar
que apenas quedaban breves hebras en la bobina maravillosa, se asustó mortalmente,
porque comprendió que apenas quedaban breves hebras de la longitud de su existencia. Fue
entonces cuando desesperadamente, intentó rebobinar en vano el hilo
vital del carrete.
Y, por última
vez, la vocecilla que ya conocía, le habló esta vez como lo hacía la madre, con
furia y cantaleta y todo:
“Has quemado
tontamente las etapas de tu existencia. Y has comprendido tardíamente que los
días no trabajados y los talentos no utilizados en el pasado no pueden jamás aprovecharse
ni el presente, menos en el futuro.
Una versión
de la leyenda asegura que el viejo rey, horrorizado al oír estas palabras, se desplomó
sobre su cama fulminado por un infarto. Otra leyenda asegura que no fue así,
que todo fue una pesadilla como la de Scrooge en el cuento de Navidad de
Dickens y que el principito, una vez despierto y con la lección muy bien
aprendida, se volvió buen estudiante, buen hijo, buen príncipe, que se casó más
adelante con una princesa bellísima y que tuvo cuatro simpáticos chicos rubios…
Yo creo que este fue el verdadero final, por cuanto la Bobina maravillosa no
podía equivocarse al profetizar el historial del muchacho, salvo en la conclusión del relato, porque la segunda leyenda informa que el rey murió de edad, por
razones naturales, tras una larga y decorosa vida de buenas obras.