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martes, 18 de marzo de 2014

SÍNDROME DE LOS VIDRIOS ROTOS


Los observadores  concluyen que si no se arregla a tiempo una ventana destrozada en un edificio sin uso, los vándalos continuarán rompiendo cristales, un día tras otro, hasta alcanzar su ruina total

En 1969, ––según recorte de prensa––la Universidad de Stanford, (USA), el Prof. Phillip Zimbardo puso en marcha un experimento de psicología social: Dejó dos automóviles idénticos, abandonados en la calle. Uno, en el Bronx, por entonces una zona pobre y conflictiva de Nueva York; y el otro en Palo Alto.

Palo Alto, es una zona rica y tranquila de California. Pues bien. Al cabo de cierto tiempo, como lo esperaría seguramente un observador común, el automotor del Bronx comenzó a ser desvalijado rápidamente, como presa atacada por pirañas, hasta quedar reducido a chatarra. El de Palo Alto, por el contrario, se mantuvo firme y elegante.


Para el profesor Phillip y sus asistentes, el hecho era previsible, por cuanto es normal atribuir a la pobreza ––tal vez no a toda pobreza–– las causas de la delincuencia, según los pensamientos más conservadores.

Pero el experimento no terminó ahí, junto a las ruinas del automóvil del Bronx. A la semana, el de Palo Alto que estaba intacto, los investigadores le rompieron adrede uno de los vidrios de las ventanas y,  como si eso hubiera despertado unos monstruos o, mejor, los bajos instintos de los vecinos, se desencadenó un proceso destructor contra el vehículo como el que se había producido en la calle del Bronx: el automóvil acabó pronto en ruina perfecta.

¿Por qué un vidrio roto ––se preguntaron luego los investigadores en sus meditaciones existenciales–– libera el espíritu destructor y delictivo de esta gente aparentemente tan honrada y  pacífica? 
Evidentemente se fueron a hurgar la respuesta en las raíces de la psicología de las personas para las cuales el vidrio roto de un auto abandonado es el pretexto que contagia sus mentes de desprecio agresivo, de "caos naciente", que va destrabando sus automecanismos de control ciudadano y emocional. Y, también va reafirmando la sensación pública anárquica de que aquí no hay leyes ni normas, de que aquí no pasa nada así haga y deshaga, como en la batalla de las almohadas o de la fiesta de la tomatina donde sin castigos o reprimendas los protagonistas esparcen desenfrenadamente montones de fibra o toneladas de esa verdura.

Este experimento más otros posteriores, sirvieron de base a dos investigadores para concebir la "teoría de las ventanas rotas", la misma que desde la mira delicuencial, concluye que el desacato a la ley es mayor en las zonas donde el descuido, el desorden y el maltrato son mayores.

Según esa teoría, ––que ya más bien parece ley–– si un vándalo estalla un vidrio de un edificio más o menos abandonado y no se repone de inmediato ni se le presta atención al inmueble, pronto se infesta el lugar de más ociosos, como moscas atraídas por la miel, y entonces todos los demás cristales sufren la misma tragedia. De ahí también se deduce que si se cometen pequeñas faltas de tránsito en un lugar como estacionar en prohibido, exceder la velocidad, no respetar el semáforo,  sin que las mismas sean detectadas y sancionadas por las autoridades respectivas, se instituye una especie de hábito social consistente en seguir cometiendo impunemente las mismas infracciones y aún peores.

Los estudiantes y yo, por nuestra cuenta, también hicimos a este respecto un análisis modesto en el salón de clase, justo después de volver de vacaciones, con intenciones de probar la existencia no ya de una teoría sino de un verdadero síndrome no de ventanas rotas sino de "peloticas de papel". 

Resulta que arriba del aula dos arañas habían tejido un mar de amplias y magistrales redes entre un aspa del ventilador de techo y la pared, ofreciendo como es de imaginarse un tupido espectáculo de dejadez y abandono, impregnando de lo mismo al salón completo. Se presentó entonces uno de los alumnos de comportamiento superior, de esos que jamás firman Observador, el cual, tras quedarse extasiado mirando el fenómeno, fabricó rápido una bola de papel que, sonriente, la arrojó hacia ese atractivo microcosmos.
El experimento de la telaraña y sus bolitas de papel comprobó una vez más el síndrome de los vidrios rotos, según el cual, un desaseo pequeño atrae más desaseo, un mal pequeño sirve de estímulo para males mayores. Por suerte, existe el "síndrome" inverso.

Al cabo de unos segundos llegó otro chico, también de cinco en conducta, quien, ni corto ni perezoso, volteó la cesta de la basura, extrajo un papel degenerado, hizo la bola, apuntó hacia arriba y le agregó feliz otro asteroide a ese universo de telarañas. Para no alargar la historia, al cabo de muy poco tiempo, ya habían danzando allí enredadas tres docenas de pelotas de papel, más la mía porque yo tampoco resistí la tentación de subir a esa nube mi propia bolita.

Luego, en mi foro interno, aún con las redes atestadas de bolitas y con las dos arañas hambrientas, bien aburridas por cierto, comprendí que de algún modo en la psicología humana las escenas de suciedad y anarquía logran soltar las débiles riendas que gobiernan todo el arsenal destructor y malandrín que seguramente anida en nuestro interior. De ahí que, tal como lo hizo el alcalde de Nueva York en su momento, hay que implantar la teoría contraria: tolerancia cero. Disciplina total. Y creer que si el mal tiene magnetismo bestial, el bien también puede ejercer una atracción de agujero negro.

Decidí entonces despachar a las pacientes tejedoras, eliminar el caos de telarañas y papeles en bola para luego aplicarme como Dios a la organización y al orden  general del aula, a fin de que los estudiantes al otro día palparan con la vista y los otros sentidos la pulcritud del espacio donde supuestamente nos entregamos al amor del conocimiento y de la ciencia ––al menos eso dicen los poetas––, y, en consecuencia, se portaran con altura como ángeles impecables.

Sin embargo, al día siguiente, después de la primera hora, el salón pareció regresar al caos original. De ñapa habían  bolsas vacías de agua y muchas peloticas de papel adornando desafiantes el piso. 

Suponemos, sin desanimarnos ni desesperarnos que es un poco difícil, paciente y largo reversar la enfermedad de los "vidrios rotos" por cuanto venimos desde hace una historia viviendo de placeres y de amores con el síndrome. 
Tengamos fe. Después de todo, este mundo tan bello que reclama nuestra contribución para ser mejor, comenzó precisamente siendo un verdadero Caos. 

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