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viernes, 19 de junio de 2015

TESTIMONIOS CONTAGIOSOS DEL PASADO

La teoría puede satisfacer la mente y con ella podemos hasta ganarnos el sueldo; sin embargo, el "encarnar" la teoría y actuar en consecuencia seguirán siendo dinámicas eficaces que provocan mejores resultados en cualquier campo de la actividad humana

Por Lebb
Aquella calurosa noche un reconocido declamador ––de aquellos cuyo oficio lo toman muy a pecho–– nos hizo  experimentar a quienes estábamos en el auditorio una de las emociones más escalofriantes de nuestras vidas.

Estaba recitándonos precisamente el Nocturno de Asunción Silva y cuando llegó a la parte de "¡Sentí frío!", se puso a tiritar de verdad, sus manos se contagiaron de artritis imaginaria y su voz se estremeció terminalmente como si de verdad se estuviera congelando. De resultas, nos transmitió a todos los concurrentes el mismo mal: Nuestra piel se brotó como si fuera de gallina friolenta y lo peor es que sentimos infinitas ganas de llorar solidariamente con el poeta viudo, por su amada "ausente, ausente por siempre jamás".

Pero un rato después, como poseído por el espíritu de ultratumba del mismo Adolfo Becquer, recitó algunas de sus más lindas rimas; y fue entonces cuando nuestro corazón, ya sin el "frío del sepulcro" se nos puso fogozo, coquetón y blando cual melcocha recién hecha.

Pero no nos derretimos por suerte, después de esa hipnósis, más bien grabamos nítidamente en las neuronas la firme moraleja de que a las actuaciones de la vida, sean sencillas o complejas, hay que sazonarlas con muchas ganas y mucha pasión para que cobren mejor sentido y obviamente más gusto.

Algún tiempo después, cuando mi espíritu juvenil se enfrascaba en experimentos vocacionales, me correspondió una mañana en la capilla compartir frente al Sagrario la oración de las Laudes y el Oficio de Lectura con un sacerdote joven y entusiasta. Llegado el momento particular de las plegarias personales, mi fervoroso correligionario, se puso de pie de un salto y  rogó suplicante:

"¡Dános, Señor, FUEEERZA para luchar!"
(Cuando llegó a la palabra "fuerza", le aplicó realmente muchísima fuerza pulmonar). Naturalmente  a mí también se me pegaron sus ganas impetuosas de rezar con energía. Entonces para no ser menos y quedarme atrás inhalé todo el aire del recinto y de un brinco también me  puse de pie, contestando con voz candente: "¡Te ROOOGAMOS, Señor!"

Hasta ahí llegó lo piadoso y celestial, porque, después de mi briosa respuesta nos acometió una tentación imparable de risa tan intensa como irreverente que nos obligó a los dos –por lógico respeto– a abandonar el oratorio. Sin embargo, de aquella valiosa escena me quedó la idea obstinada de que uno debería dejarse guiar por la convicción y los inspirados impulsos internos, en todos los actos de su vida, claro está que sin caer en la tentación de convertir las responsabilidades en pura broma.

Tiempo después llegaría al pueblo un personaje de edad, de persuasivo discurso, de origen supuestamente japonés, quien dijo llamarse Takashi Takamura y ser experto en  el fascinante arte de la magia oriental. Y de ahí al acto no hubo trecho. Orquestó con el beneplácito de las autoridades del lugar, vistosas y convincentes sesiones de ilusionismo, a las cuales todo el pueblo asistía incluso con más espíritu que a las prédicas de la Misa. Por supuesto, yo era su secretario y muchos de mis amigos estaban aplaudiendo en primera fila.

Por breve tiempo compartió con nosotros su palabra ágil y amena, su simpatía descomplicada, el supuesto don de descubrir cartas de naipes pensadas por el público, el trueque de pañuelos por palomas, el trámite veloz de sus manos capaces de permutar el vacío triste de una alcancía por el rico tintineo de monedas saltonas en su interior.

Este singular artista distaba mucho de ser predicador profesional o maestro de carrera. Sin embargo, con sus sencillas actuaciones, impregnadas de vivo esmero y entusiasmo, desempeñaba perfecto el papel del salesiano definido con ejemplo y autoridad por el célebre Juan Bosco.

Este educador italiano, en sus fecundos años de actividad con jóvenes, lideró una pedagogía abierta a lo positivo, a la acción más que a la teoría, a la prevención más que al castigo. Contagió de su espíritu a sus seguidores quienes ni cortos ni perezosos personificaron las virtudes de una metodología vivencial capaz de suscitar sentimientos nobles en la intimidad de las personas.

 Ahora sólo tengo recuerdos del ardoroso declamador y del  joven sacerdote que rezó conmigo en una capilla de una manera vehemente. Y también conservó memoria sonriente del señor Takashi, de quien en su momento artístico fui acólito y seguidor. Y de todos ellos guardo sagradamente testimonios contagiosos de vida práctica convincente que me han motivado tanto. Lo único "malo" de mi experiencia con todos ellos es que no sé como podría yo ahora escribir sobre las teorías de sus vidas.


lunes, 15 de junio de 2015

EL HOMBRE MÁS INTELIGENTE DE LA HISTORIA


Gracias al ejercicio que determina el coeficiente intelectual(CI) de un ser humano, los números arrojan que Stephen Hawking tiene 160 de CI, mientras el mítico Albert Einstein ostentó un 180 de CI. Pero hay mejores...

Edita Lebb

En la actualidad, un matemático australiano, Terence Chi-Shen Tao es el ser más prodigio de la tierra con un contundente 230 de CI.
Sin embargo, hubo un hombre que hizo explotar los números anteriores, como un violento oso pardo en su mano  una fina copa de vidrio:
William James Sidis, de Nueva York, considerado por sus méritos fenomenales como el ser humano más inteligente de la historia.
Ningún congénere suyo en el universo se le asemeja y, aunque no le hizo beneficios célebres a la humanidad, su capacidad cerebral sigue pareciendo casi un fenómeno paranormal. No diferenciaba en calidad su uso por las letras o los números. En todo era excelente en grado extremo.
Tenía 300 de CI, es decir, 120 decibeles más que Einstein (un CI de 110 es considerado alto para una persona normal). Desde bebé fue incentivado por sus padres, inmigrantes rusos, con cubos mágicos del abecedario alrededor de su cuna y con relatos griegos leidos por su madre, antes de dormir.
 Esos estímulos ayudaron a que en menos de dos años el chico pudiera tener conversaciones fluidas con adultos y leyera el New York Times. A los cuatro años ya había leído la Odisea y la Ilíada (empezó a usar la máquina de escribir a los tres. Computador no, porque entonces no había). A los seis hablaba nueve idiomas; alemán, latín, hebreo, ruso, turco, armenio, griego y francés. Creó su propia lengua, pocos meses después, llamada Vendergood, y escribió un libro para especificar los contenidos del dialecto. En aquel momento ya había inventado un algoritmo matemático para saber en qué día había ocurrido  cualquier hecho de la humanidad del cual se tuviera cierta información. Por si el asombro sobre su inteligencia todavía no es tan grande, en ese mismo período terminó su cuarto libro de astronomía y anatomía.
Se recibió de médico a los 16 años, pero hubo otras hazañas previas. James fue aceptado en el Massachussetts Institute of Technology (MIT) a los ocho años (hizo tercer grado en dos días), mientras que tres años después entró en la universidad de Harvard para convertirse en un especialista en matemáticas. También se graduó simultáneamente de abogado, sin cansancio alguno.
 Una de sus anécdotas más increíbles tuvo lugar en una biblioteca, cuando ya era adulto. Inició una mañana con la lectura de algunos libros para aprender portugués. Testigos narraron emocionados que no paró de leer en ningún momento. Cuando sobrevino la noche y ya James tenía los ojos rojos, abandonó los manuales y se fue a casa. A la mañana siguiente rindió un examen y los resultados no desentonaron: la pronunciación así no fuera impecable, él podía hablar el idioma como si lo hubiera estudiado bien durante años. Había entonces aprendido una lengua en un día, cuestión que tomaríamos como exagerada en cualquier película de ciencia ficción. En su juventud participó en movimientos socialistas y marchas para reivindicar los derechos de los trabajadores, hechos por los cuales estuvo algunos meses en la cárcel. Se catalogaba como comunista y ateo. Más adelante tuvo otros inconvenientes políticos cuando desarrolló su propia filosofía libertaria, muy mal vista por esos tiempos. Las paradojas del destino llevaron a que Estados Unidos se convirtiera en una superpotencia económica, en 1950, gracias precisamente a las políticas libertarias que censuraba…
James fue una persona con pocas relaciones sociales por su fama de solitario y retraído. No se sentía cómodo dentro de ningún grupo humano, razón por la cual careció de buenos  amigos. Ni siquiera le interesó conseguir ni mantener mujer. (Es que era muy inteligente. -Es una broma-).
Durante el resto de su vida William Sidis se dedicó más que nada a escribir artículos en periódicos y ensayos, la mayoría sobre temas oscuros o polémicos.
Desafortunadamente, en 1944, a la edad de apenas 46 años, falleció víctima de un derrame  cerebral. Pero antes de eso terminó su séptima carrera universitaria y, de manera ágil, podía comunicarse en 40 idiomas.
Quedaron lamentablemente muchos puntos grises en la existencia de este excepcional personaje: Fue excéntrico, antisocial, incomprendido, no muy amado, de pronto no aportó todas las bondades de su asombrosa riqueza intelectual a la sociedad a la cual perteneció.
La pregunta que surge ahora es ¿hasta dónde y qué debe uno aportar a la sociedad con el normal o disminuido  coeficiente intelectual que le correspondió?
Los comentaristas normales sugieren que realmente nuestra inteligencia debe ponerse al servicio de los demás, para contribuir dentro de lo posible al desarrollo de una vida más feliz y satisfactoria de cuantos nos rodean.
Añaden finalmente que, cuando de coeficiente intelectual se trata, bien vale también la pauta de los consejeros sexuales, quienes afirman con aire solemne que: "Realmente el tamaño NO importa, depende de cómo lo manejes."
(...El coeficiente intelectual, por supuesto, malpensados).

viernes, 5 de junio de 2015

INTERLEBPRENSA: NIÑO DE CINCO AÑOS INVITA A COMER A UN INDIGENTE

INTERLEBPRENSA: NIÑO DE CINCO AÑOS INVITA A COMER A UN INDIGENTE: El menor había preguntado antes a su madre quién era esa persona de tan mala facha. Y ella entonces le explicó que era un “homeless”, o sea ...

NIÑO DE CINCO AÑOS INVITA A COMER A UN INDIGENTE

El menor había preguntado antes a su madre quién era esa persona de tan mala facha. Y ella entonces le explicó que era un “homeless”, o sea una persona pobre y sin hogar. No dudó entonces en pedirle a ella dinero para invitarlo a comer también  como a un amigo de siempre

Editado por Lebb

Josiah Duncan, de cinco años, observó a un indigente que se encontraba de pie, meditabundo, frente al local de comidas rápidas, mirando hacia adentro, donde él, su madre y muchos felices comensales departían en torno a platos provocativos.
Le produjo extrañeza que todos lo ignoraran y que mucho menos alguien, con la cara de hambre que tenía, lo invitara a entrar. Dirigiéndose entonces a su madre, Ava Faulk, mujer también de buen corazón, le preguntó acerca de quién era ese señor, porqué ese aspecto y porqué no se animaba a entrar al restaurante. Ella le contestó, tras una breve pausa, que era muy pobre, que vivía sólo de la caridad,  que era un “homeless”. Y, en seguida le explicó la palabra inglesa: “Homeless es una persona que carece de hogar”.
En ese instante, allá en su mente y dentro de su gran corazón, se gestó una nutritiva idea en favor de aquel extraño. Le rogó entonces a la madre que también le permitiera invitar a ese señor a almorzar. A lo cual la mujer, conmovida, y para no desentonar con la actitud de su hijo, accedió. Levantándose de la mesa,  Josiah fue hasta donde se hallaba el hombre y le extendió la invitación: El inusual convidado se sorprendió con el  gesto del muchacho y muy entusiasmado aceptó la propuesta. Enseguida, entró contento al establecimiento ubicándose en una de las mesas de la entrada.
Sin embargo, tuvo que aguardar ahí un largo rato, pasando saliva el pobre hombre, viendo pasar diligentes a los meseros sin que se detuvieran a prestarle atención. Hasta que el mismo Josiah tuvo que intervenir de nuevo. Se levantó entonces de su puesto y le llevó la carta para que pidiera lo que quisiera y, luego, le llevó al mesero.
Una vez presentes en la mesa la hamburguesa con queso y harto tocino, solicitadas por el maravillado comensal, el jovencito quiso rezar y dar las gracias con él. Los presentes en el restaurante, con dueño y meseros incluidos, detuvieron todos sus movimientos para contemplar la excepcional escena.
Más adelante, la madre del chico declaró enternecida que nunca jamás olvidaría aquel pequeño y gran acontecimiento, a través del cual Josiah exhibió la espontaneidad y la generosidad propias de los niños que nos cuesta mucho imitar a los adultos, pero que seguramente contribuirían en la práctica a lograr una mejor sociedad.

"ESTAMOS HECHOS DE MORA Y LECHE"

Sobre la necesidad de buscar alegremente respuestas satisfactorias a la pregunta seria: "¿A qué vinimos a este mundo? Y a la otra: "¿De qué estamos hechos?"

Por Lebb

Cuentan unos jocosos santandereanos, miembros prestantes de la generación de mi padre, que una vez en el atrio de una iglesia, durante la Misa mayor, se hallaba un muchacho ofreciendo a grito limpio huevos (supuestamente criollos) y helados de varios sabores (supuestamente dietéticos). El chico era pues un vendedor ambulante diversificado conforme a las directrices económicas hoy día. Y la mañana aquella era calurosa y apta para consumir helados. Y, por si fuera poco era también apropiada para que los potenciales clientes llevaran a casa como trofeo los afortunados huevos campesinos de yema roja.
Alternaba entonces el chico sus ofertas varias, ora anunciando los huevos, ora pregonando las delicias de sus postres de hielo.
Coincidía esta repetida publicidad del joven vendedor en el atrio, con la homilía del sacerdote allá en el púlpito, ocupado también en pregonar, tal como el Maestro prescribía, las maravillas del Reino y su Justicia.
Hubo un instante, cuando el orador sagrado remontó la voz hasta el pináculo del templo causando estampida de palomas, y por encima de las montañas... Bueno, sin exagerar demasiado, alzó la voz lanzándola por encima de las bancas hasta el atrio de la iglesia donde  justamente el chico también ejercía su ministerio lego de vendedor: La voz del padre entonces resonó majestuosa: "!Señor, -interpeló el Ministro al Cielo-, a qué vinimos a este mundo?" Y, desde el bullicio del atrio pareció responder la voz comercial del chico que también llenó el templo:
"¡A comer helados, a comer helados!"
En el acto, los concentrados oyentes hasta ese segundo, esbozaron sonrisas rumorosas como si hubieran oído un buen chiste mundanal y no quisieran incomodar a su Pastor con su regocijo. Él, por su parte, se quedó paciente y callado unos instantes, como en clase un maestro, aguardando que los fieles hicieran disciplina.
Cuando volvieron a la compostura conventual, el predicador no hizo alusión a la interrupción sensual, prefirió más bien tomar aire, alzar los brazos en cruz, clavar sus ojos en los más altos vitrales del ábside, y con frase imponente, cuestionar a los Cielos:
--"¡Señor, de qué estamos hechos?"
La respuesta fue un profundo silencio como marco propicio para que las almas presentes ascendieran a consideraciones etéreas en busca de respuestas terrenales sobre la naturaleza humana. Sin embargo, a la par, aquel jovencito, que lógicamente no seguía el hilo del sermón, también reventó su voz publicitaria, ocupando otra vez todo el aire del espacio sagrado. Y parecía --como saboteo diabluno--, responder por azar la cuestión trascendental:
"¡De mora  y leche, de mora y leche".
Esta vez ya hubo risas fiesteras mayores en el auditorio y enfado visible en el semblante virtuoso del orador que lo impulsó a pronunciar sentencia: "¡Llévense lejos a ese niño de los helados!"
Acolitaron las voces de los circunstantes el veredicto, coreando amotinados que sí sacaran al chico de los huevos, a la fuerza, donde ya no pudiera interrumpir la prédica contestando blasfematoriamente las preguntas cruciales del Ministro.
Y sin dejar ningún trecho al hecho, unos se apuraron espontáneamente a cumplir la orden. Fue ahí cuando el muchacho, que necesitaba el dinero no para "malos vicios" -como argumentaba- sino para ayudar a sus hermanitos y a la mamá que estaban a su cargo, se hizo hacia atrás, horrorizado y lloroso, quejándose amargamente: "¡No por favor, no se metan con mis huevos. Yo mejor me voy solito"
Y, como siempre pasa entre muchos hijos de Adán y Eva, --concluían nuestros narradores ancestrales-- por la tentación original de darle sentido folclórico a la vida, estas preguntas se quedan ahí, hechas, esperando respuestas serias.
No faltan pues quienes creen que hemos venido a este mundo "a comer helados"; y que, en vez de Eternidad, realmente "estamos hechos de mora y leche"