Por Lebb
El histórico relojero, con la maña propia de sus largos años de oficio, destapó el reloj, y tras observar con magia sabia las entrañas del mecanismo, tomó aire y sopló sobre los engranajes exactos...
Recuperó entonces su danzante vida la espiral; el áncora, su vaivén; el espíritu del viejo reloj su ritmo de antaño...revitalizando sus ancestrales rutinas. Mi padre, al contrario de ese mecanismo, se quedó sin cuerda, paralizado, admirado... Por fin pudo, tras segundos largos, quejarse por un cobro algo exagerado para ese tiempo:
"¿Mil pesos nada más por un simple soplo?"
A lo cual, el relojero, con visible desagrado, replicó con la seguridad de un profesional:
"¡No se cobra el simple soplo, (eso lo puede hacer cualquiera); sino el saber soplar donde se tiene que soplar! (Eso lo hacen pocos). Pero para eso hay que tener talento y estudiar."
"Además, -siguió diciendo con aires de predicador- saber soplar es arte divino: Dios sopló en la nariz del hombre y le dio 'aliento de vida' . El Maestro lo hizo sobre sus apóstoles y les trasmitió Espíritu. Y el profeta Ezequiel, en el valle de los huesos secos, rogó a Dios y éstos, tras un ruido, se juntaron formando cuerpos. Pero todavía no andaban como este reloj antes. Fue cuando sopló el espíritu sobre ellos y ellos revivieron. Debería cobrar más por mi 'soplo'".
Entonces mi padre, que era buena "paga", sacó la cartera y le canceló al viejo relojero.
Cuando ya estuvimos solos e íbamos camino a casa se volteó hacia nosotros todavía malhumorado y, apuntándonos con el índice repetidas veces, nos conminó: "!Ustedes también deben estudiar, porque ya se dieron cuenta, lo que hizo y dijo ese tipo. El que sabe se defiende. El que no sabe lo engañan. El que sabe "jode" Y al que no sabe lo "joden" (así lo dijo con esa palabra dura y grosera).
Ya por la noche, llegada la calma de la oscuridad, y con el ánimo en reposo nos aconsejó que no utilizáramos palabras groseras en nuestro hablar, -como él- para referirnos a personas o a las conductas de las mismas, porque eso habla muy mal de nuestra personalidad y, por ende, de nuestras obras.
"Si no lo creen -terminó diciéndonos- escuchen esta anécdota ocurrida en la pequeña iglesia de Puebloviejo, (así se llamaba el pueblo donde estudié la dentistería" (Odontología):
Se arrodilló un feligrés compungido ante el cura a delatar sus pecados. Y en un momento dado, confesó:
"Me acuso, Padre, que digo cada rato la palabra "jediondo" al perro, al gato, a todo el mundo: "jedionda" le digo a mi mujer, jed...
"¡Detente, hijo mío, -le ordenó severamente el confesor, añadiendo de inmediato un piadoso disuasivo de fe:
"¡Hijo mío, cada vez que pronuncias esa horrísona palabra, el Ángel de la Guarda, al instante, se aleja de tu lado siete leguas".
El impresionable penitente abrió desmesuradamente los ojos espantado, sin poder controlar el comentario en voz alta, que sacó de sus meditaciones a los orantes del templo: "¡Ah, Jediondo, de rendirle!"
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