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viernes, 24 de noviembre de 2023

MEMORIAS DE UN DOCENTE QUE SE VA

 Este profesor había esperado con ansia el momento emotivo de hacer un discurso de jubilación, frente a sus compañeros, cuando ya se le acercaba la aplicación de su eutanasia laboral por parte del Ministerio de Educación. Fue entonces cuando, antes de iniciar el discurso protocolario, comenzaron, en modo interrupción, a  resucitar fogosos sus recuerdos...


Se acordó, por ejemplo, de aquellos minutos previos a la foto histórica del 98, de la primera promoción de los bachilleres del colegio, cuando decidían el lugar más ameno para la misma, con el fondo ideal, con el espacio indicado. Él, nuestro docente en retiro, todavía muy joven y bien acicalado,  había llegado precisamente a mediados de ese año a encargarse de las clases de inglés de todos los cursos; y, por supuesto, estaba invitado a salir en la foto con el resto de la plana mayor de los docentes. El sitio elegido fue un bonito quiosco de una finca, justo al frente de la casona. A su diestra, —comenzando por ese lado  los profesores Josué, Alfonso y Manuel respectivamente, que se entendían muy bien. Luego, las profesoras Gilma, Cecilia Salas, (QEPD), —de inmortal recuerdo—; y, Oris, que también se llevaban muy bien. Y por último, en el extremo izquierdo, el rector de entonces, músico y compositor del himno escolar, don Heliodoro, —don Helio, con confianza—, el cual lo había recibido con franca alegría y lo había hecho sentir como en su casa. El docente lo recordaría por el hecho de que había sido el único administrativo que, en ceremonia especial, le había otorgado un diploma de reconocimiento por su labor. Después lo iría a aplaudir riendo, cuando entonara con su guitarra "tengo un carrito que se llama Pichirilo".

Luego, lo asaltó otro gran recuerdo, construido más adelante, cuando ya don Helio había pasado a la gloria... a la gloria del retiro irrevocable. Y fue en una de las sedes próximas a la Institución. Allí un fotógrafo curioso tomó la instantánea incluyendo otros docentes de la época, de caro recuerdo para el docente de nuestra historia. A su derecha, quedó Héctor, un profesor escritor muy aferrado al reglamento, ya, por supuesto, en el gremio de los pensionados. Y desde su izquierda, otros grandes amigos profesores, como Mariano, —todavía activo—, Rubén, ya del todo en su casa, después de trabajar muchos  años con los chicos más tiernos de la sede Chocoíta. 

En seguida, el profesor de gafas, Carlos, de mucha energía, hoy ya en la eternidad, patrocinador de los sueños publicitarios del docente de esta historia. Debajo suyo, el profesor Francisco, Pacho, de grato recuerdo. Y encima, el profe José, también gran amigo y animador de los buenos proyectos, en especial, del periódico El Observador, antes llamado el Informativo. Rematan la fila, los profesores Tobías, Euriel —de espíritu travieso–– y, finalmente, Elber. Debajo de Pacho, no podía faltar uno de los profesores más titulados y de grandes talentos, que pasó por la institución, el profesor Edgar Dorado. Guardándole la espalda al profesor Elber, está nadie menos que la rectora Ligia, quien relevó a don Heliodoro en la dirección del colegio. Retomó con mucha dedicación y esmero las riendas de la Institución que había impulsado y mejorado el inolvidable autor del "¡A la lid, estudiantes, marchemos!" e intérprete feliz del "Pichirilo que se enoja y no camina".

Archivo. Antigua sede de Primaria al lado de la nueva construcción del colegio. 

 Ya estaba entonces en su sana concentración para iniciar el discurso, cuando se le vino a la mente una escena de celebración en la otrora sala de informática de la casona, donde funcionaba la sección de secundaria. Sus protagonistas también habían sido muy significativos en sus mejores años. Y el recuerdo no vino solo, vino con la imagen de ahí abajo:


El motivo fue algún cumpleaños y allí se encontraban, —de izquierda a derecha—, una bella auxiliar de la secretaría del colegio, Sandra; luego, la profesora Jazmín, el profesor Edgar, la profe de Biología de entonces, de nombre Eva, la profesora Cecilia Reyes, la cual, tristemente, nos dejaría del todo en el 2021. Luego, bien joven y consagrado, no sólo a la comida sino al trabajo también, el profesor charaleño Misael Araque.

Y, cuando ya creyó encontrarse listo para discursear, cobro importancia una memoria pilar en su vida de trabajo docente, la creación de una publicación impresa hacia septiembre del 2003, bautizada en sus pañales con el nombre de INFORMATIVO, la cual comenzó a aparecer con artículos, chistes, crucigramas y cuentos, entre otras cosas. Después de años cambió el nombre a Interleb prensa, y, a renglón seguido, Nuevo Colegial. Al poco tiempo, recibió el auto bautismo definitivo con el alias de El  Observador, del cual ya se cuentan 44 ediciones.


Todo un historial de grandes satisfacciones o decepciones, saboreó en el recuerdo el docente, antes de poder pronunciar su discurso. Vio la cara de alegría y entusiasmo de miles de jovencitos que adquirían la publicación, que la leían y la disfrutaban. Pero también lo atribulaba el convencimiento de que no había sido profeta en su tierra, de que había arado en el desierto o intentado "atrapar vientos", porque su institución y sus compañeros —salvo buenas excepciones— no le habían dado la importancia merecida, ni habían considerado y apoyado su valor educativo y cultural.  Pero terminó consolado y sonriente, pensando que, si bien no le llovieron alabanzas ni reconocimiento por su creación y difusión, de todos modos ahí estaba la obra realizada y esparcida en la historia del colegio, no como un virus, sino como fecunda semilla. Pero, ahora que tendría mejor y más tiempo, volvería sobre ese asunto y que tendría tiempo para meditar sobre la publicación, la cual, en vez de morir con su labor docente, debería resurgir con nuevo espíritu y semblante.

EL OBSERVADOR ha llegado a miles de jóvenes, que lo han disfrutado durante muchos años de su existencia, no sólo en el colegio donde ejerció su editor, sino también en muchos otros.

El Observador marcó un estilo y una sana costumbre. Fue una institución dentro de la Institución.

Y ahora sí se creyó preparado para hacer el discurso. Pensó que debía agradecer a su colegio, a su rector, a sus compañeros. Pensó que pesaban más las bendiciones recibidas por cada uno de ellos que las posibles indiferencias o faltas de aprecio o respeto. Quiso un abrazo espiritual para cada uno de ellos. Se sintió muy feliz por quedar libre de las ataduras de los horarios, de las notas, de las clases. Pero triste por no volver a tener tan cerca a tantos jóvenes inteligentes y llenos de entusiasmo. Por no formar parte del elenco docente, por ausentarse de la compañía de tantos amigos con los cuales su tiempo tenía tanto significado y entusiasmo. Esa amalgama de sentimientos encontrados lo paralizó de momento. Pero, en seguida, se reconfortó con el pensamiento de que la vida, considerada como un río, debía seguir su curso. 

Fue entonces cuando, deseando con fervor felicidad y éxitos a quienes debían continuar en la cruzada educativa por el bien y la formación de los jóvenes, con la frente en alto y seguro, sonrió para sus adentros. La decisión estaba tomada, se dijo a sí mismo: 

"¡Bienvenido, mi nuevo, grato y feliz Destino del ocio y la libertad!"

 


miércoles, 22 de noviembre de 2023

Mi personaje inolvidable (2)

 La maestra, pensando dejar en la lona a su alumno más casposo, le lanzó un "gancho de derecha": “¿Sabes, Juanito –le preguntó–, qué  es pignórolo?” Él "esquivando el golpe",  respondió de una: ”¡Profe, ignórolo!” 


Indudablemente, –por ser legítimo heredero de la vena humorística de nuestro padre–, a mi hermano risueño le gustaba intervenir durante nuestras charlas familiares, con su  ya conocido y aplaudido repertorio.

En esta ocasión, nos trasladó al aula de clase de nuestra época, mientras la férula reposaba intimidante sobre el escritorio de la profesora dictadora. No tanto porque fuera déspota o nada democrática, sino porque en su habitual metodología nos dictaba los conceptos y el conocimiento de los libros, aunque a veces, podíamos verla y sentirla como la monarca detentando ella sola los tres poderes del estado. Tal vez no nos volvimos eruditos, es decir, sabelotodos; pero sí memorizamos asuntos académicos importantes y de bastante uso en la vida cotidiana. Y también se nos quedó impregnada en las fibras el imperativo de la disciplina so pena de sufrir las consecuencias en las manos o en la piel; en las notas y en las nalgas porque nuestros papás secundaban a los maestros cuando de sus bocas brotaban descontentos y ayes por nuestros alocadas conductas en las aulas o fuera de ella.

También era frecuente que el profesor se tomara muy en serio al alborotador incorregible, buscando la forma de meterlo en cintura, con cualquier medio a su alcance, como en esta oportunidad referida en broma por mi hermano, cuando la maestra, inspirada por cierto diablito interior, quería hacer quedar mal ante la clase a un pequeño revoltoso, de la primera línea: (De hecho, estaba sentado en la primera línea de pupitres). 

“¿Sabes, Juanito, –lo interrogó entonces la maestra, porque ya había explicado en el tablero el acusativo y el dativo–, qué  es ‘pignórolo’? Imaginaba que el chico iba a tomarse un tiempo largo para pensar, mientras sus compañeros sentirían pena por él; así escarmentaría. Pero no fue así. Juanito, que no era ni corto ni perezoso en asunto de disturbios, replicó al instante, para que sus compañeros festejaran: “¡Profe, Ignórolo!”.

La clase sonrió gracias a que la respuesta rimaba con la pregunta; y que, además, aunque parezca mentira, los que se consideran "calmados" se inclinan por acolitar a los alborotadores. 

Este fue uno de los chistes “especiales” tomado del inventario humorístico de mi hermano, que le escuchamos varias veces, pues era muy dado a sacarle chiste a todo, a descubrir el lado jocoso de las situaciones serias, como aquélla que tuvo con nuestro padre a quien estaba visitando y de quien recibió la invitación a festejar el feliz reencuentro con un aguardiente. Sin recordar nuestro padre que había almacenado alcohol medicinal en una botella de una marca conocida, le llenó una copa con su contenido y lo exhortó al brindis: “¡Hasta el fondo!” —Exclamó.

Nos contaría riendo después nuestro hermano esa abrasadora experiencia cuando aquel trago bajó dramáticamente a sus entrañas. Pero luego, para que la función no quedara incompleta, nuestro padre, en seguida, encontró el licor auténtico, colmó una nueva copa con su contenido y se la ofreció. Nunca antes una medicina de esa naturaleza había sido tan efectiva, al bajar por el gaznate de un humano. La reunión terminó entonces feliz y memorable, en un ambiente de ocurrencias y anécdotas, elemento natural donde se movían los dos como peces en el agua. 

De ahí en adelante, cuando una circunstancia suplicaba un brindis, levantaban entonces las copas y, antes de apurar el trago, exclamaban “¡Este sí es del bueno!” Sobrevenían luego las carcajadas antes de continuar hablando.