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miércoles, 2 de julio de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (1)


  
Don Marcos en sus años mozos
Nuestro padre, —Don Marcos para los vecinos, o Marbolleán para las letras, así no haya dejado muchas, (Aunque hubiera podido ser autor de libros: el talento respectivo no le era ajeno)—, mientras andaba y desandaba por su "operatoria", iba rotando en su mano y abrillantando una y otra vez la prótesis dental que entregaría al siguiente día. 

("Operatoria", así bautizó su sitio de trabajo donde artesanalmente manufacturaba sus prótesis dentales. Había aprendido el arte de la odontología observando y escuchando a un veterano en la materia, no titulado pero competente en sus labores, al cual le había entregado el préstamo de cien pesos que su mamá, doña Josefa Molina le había concedido, en un generoso gesto maternal deseando que se preparara bien para su porvenir, aprendiendo un arte. Hizo entonces contrato con ese dentista empírico, o tegua, como sin pena, lo describió en aquella ocasión cuando le preguntamos por los principios de su profesión, para que le transmitiera sus habilidades dentales, las cuales, a su vez, él había heredado de otro antecesor suyo, (otro "tegua", seguramente, que compartía sus saberes como una especie de económica tradición comercial. 

Entre otras cosas, de tan buen maestro, nuestro padre aprendió a forjar el oro para hacer puentes o encapsular dientes, para adecuar las bocas de tantos urgidos de sonrisas que mostrar o desesperados por sus muelas desahuciadas: Mentaría muchas veces con gratitud el nombre de ese personaje que lo encauzó por tal arte lucrativo de la dentistería, el tal Bruno Escalante, su maestro no titulado, insistiendo también, con cierto tono triunfal, que había llegado a ser un odontólogo empírico, —moldeado por la práctica y la tradición—, con una numerosa clientela satisfecha con su desempeño y agradecida con sus buenos trabajos. Muchos años después, cuando ya empolvados, colgaban nuestros diplomas de la pared, apuntaría con orgullo que gracias a las muelas había sacado a su numerosa familia adelante. Una hazaña por la cual lo mantendremos, para siempre, en el pedestal de nuestros más caros y gratos recuerdos, reconociendo su ingenio, su esfuerzo y esa admirable capacidad de trabajo que mantuvo más allá de sus 95 años, hasta esa noche, víspera de su muerte, cuando precisamente estuvo rotando entre sus manos y lustrando una de sus últimas prótesis dentales que esperaba entregar el día siguiente. 

Pero ahora, mucho antes de esa fatídica fecha del 2 de julio del 2025, enfundado en su clínica bata blanca, encorbatado, aspirando perezosamente un cigarrillo, va girando en su mano, ahí en su "operatoria", y pulimentando la pieza dental prometida para la mañana siguiente. Iba hasta la ventana a detallar el paso de los vecinos tan apreciados por él, deseando asimismo, al regresar hacia la entrada, la llegada de bocas con plata, necesitadas de su talento. 

Al no ver indicios de clientela, se devolvía a inspeccionar, frente al cancel de la ventana, su trajinada silla giratoria reclinable, ya de cuero arrugado a la cual sobaba afanoso con un trapo. Ojeaba de arriba abajo su espigada máquina de brazo, la máquina fresadora que enloquecía rotativamente los diminutas brocas, en su tarea estresante de batallar contra las caries; luego detallaba atento la mesita donde se perfilaban las dentuzas, los elevadores y otras herramientas de precisión destinadas a cantidad de procedimientos bucales. Detallaba, acto seguido, los trabajos ya terminados, de clientes que dilataban su decisión de estrenarlos por falta de billete.

Los pacientes en potencia, que venían por la calle y se aproximaban hasta la puerta a leer en la placa: Marco Antonio Botello – Dentista, habían sido atraídos por la publicidad de quienes ya habían experimentado las bondades de los trabajos dentales de nuestro padre. Claro que también se presentaban por motivo extremo de dolor de muelas y no tenían opción de elegir entre otros odontólogos ya que, por la época, no abundaban en la población. 

Una vez adentro, los candidatos a clientes, se entretenían analizando con respeto la silla, la fresadora y el intimidante instrumental. Luego se detenían a explorar, a través de los altos vidrios de una vitrina, una exhibición de dientes en tablillas, además de chapas en encías de yeso, como una especie de menú a pedir de boca.

Se desplegaban otros insumos dentales; pero, al final, se sobresaltaban al descubrir encima de la vitrina blanca, al pie de una enorme escultura de un perro acezante, una  calavera fantasmal, bien conservada. Y, en el acto, medio asustados por la evocación del más allá, le pedían explicaciones a nuestro padre, sobre quién había sido el decapitado y por qué conservaba ahí lo que debería mantenerse en un osario cerrado del cementerio. 

Él los calmaba con su charla franca y jocosa aduciendo que la calavera pertenecía a doña Raimunda, la buena madre suya, o sea, nuestra desconocida abuela, de memoria sacra, que lo motivó, de palabra, de obra y sin omisión, a que aprendiera el arte de la odontología, a diferencia de sus hermanos que no estudiaron y sí tuvieron que dedicarse al cuidado dócil de la tierra y, por lo tanto, no pasaron de ser sacrificados peones de la comarca. 

Parece ser que desde ese patrocinio maternal, nuestro padre, abrigó hacia nuestra nona un fuerte afecto de agradecimiento; tanto que, cuando ella murió, deseó tener consigo un recuerdo suyo muy personal, una especie de reliquia o de talismán de buena suerte, para atraer más y mejores clientes. Pero, tuvo que esperar, tras su triste partida, como unos diez años para obtener su venerada calavera. Estuvo pendiente entonces, cuando exhumaron sus restos, para quedarse con esa parte importante de su esqueleto, seguramente sin la aprobación del resto de sus hermanos. 

Nos acostumbramos a ver la calavera en su operatoria y conservamos la idea de que, a su manera excepcional, le estaba brindando a su benefactora una especie de reconocimiento por su apoyo y él mismo parecía sentirse como acompañado, de esa forma tan peculiar por ella. No sabemos con certeza si rezaría por ella, si evocaría su intercesión en las tareas dentales, si sería un rudo recordatorio de que debemos vivir cumpliendo nuestros sueños y tareas, pero sin ignorar el rudo final que nos aguarda.

No fueron pocos los intentos de nuestra madre y de muchos consejeros de la época, por persuadir a nuestro dentista de que depositara ese cráneo en un osario como medida de respeto hacia su benefactora. Siguió, de todos modos, llevando consigo la calavera como un talismán mortuorio, a todos los lugares donde podía montar su consultorio, que no fueron pocos, porque de verdad fue un dentista nómada que, a semejanza de muchos antepasados suyos, trashumaba de un lugar bueno a otro mejor en busca de más ingresos que redundaran en mayores condiciones de vida para los suyos.

Cuando llegó la pesarosa hora de depositar los restos de nuestro padre en la respectiva bóveda, estuvimos de acuerdo en que incluyéramos en el ataúd, para honrar la memoria de la abuela y acolitar la voluntad de su hijo, la bendita calavera. En cierto sentido, fue una solución inteligente de que los huesos de nuestro gran padre y el cráneo de nuestra abuela, continuaran habitando juntos. Hoy día todavía  siguen unidos en el osario de una iglesia, donde, en una atmósfera solemne, reciben la música y las oraciones de las misas, y ascienden los ecos de los tedeums y los responsos, hasta el infinito donde realmente se encuentran , abogando por su eternidad feliz. 

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