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sábado, 26 de julio de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (3) "¡Que se vea movimiento!"

Cada vez que se aprobaba democráticamente una decisión familiar para iniciar un proyecto, un paseo, un trasteo, hasta el movimiento de un catre, nuestro padre, el gran jefe, decretaba con carácter de inmaculado cumplimiento, la siguiente resolución:

Que se vea movimiento!" 

Y, al punto, todos nosotros, puestos de pie, conveníamos, firmes como militares. Nuestro vocero, el catire, el hermano de piel blanca, en medio del resto de nosotros más bien tiznados, exclamaba, dirigiéndose hacia nuestro padre, con su nativo fervor: "¡Ecolecuá!", que quiere decir: "¡Así es!", "Amén". Mucho que ver con la expresión italiana: eccoli qua. Este catire se llamaba Jesús, de inmortal recordación. Nuestro representante, muy famoso porque era apegado al papá como lo fue el apóstol Juan con respecto a su Maestro.

Y, a continuación, todos le poníamos el hombro a la empresa, empezando efectivamente las acciones individuales, las cuales, sumadas, darían el deseado fruto final. Si la cuestión era, por ejemplo, de hambre, es decir, de planes para llenar la mesa de manjares en un día especial, entonces mi hermano Mario y yo íbamos a la finca de don Martiniano por las hojas de plátano para envolver los tamales, mientras otros se quedaban en casa moliendo el maíz pilado para que las mujeres primeramente prepararan la masa, unas; y, las otras, los empacaran luego con el mejor embutido adentro. 
Otros se apersonaban de ir por leña al monte, para avivar los fogones y acomodar las ollas. Previamente unos habían ido por el maíz a la plaza, otros a la pesa a comprar la carne y el adobo, a proveerse de chocolate, de leche, de queso, de arroz para el masato. Nuestra madre obviamente estaba al frente del ministerio y coordinaba los movimientos. Nadie se quedaba ocioso. Hasta la tía cumplía el papel de fiscal, detallando, como cámara de seguridad, los detalles de la operación, detectando inclusive quiénes trataban de quedarse cortos y perezosos en sus tareas aguardando no más la hora de sentarse a la mesa. 

Era la forma práctica de acoger la mentalidad del famoso autor: "Quien quiere el fin, quiere los medios", a quien los antiguos, se le sumaban, mostrándose como personas de armas tomar, que cuestionaban ese otro refrán, según el cual, del dicho al hecho, hay mucho trecho; optando más bien por el punto seguido, más que por el punto aparte, sin solución de continuidad. Sin duda, eran épocas clásicas cuando decir era casi lo mismo que hacer. Cuando las palabras cristianas o no valían tanto como un juramento y remplazaban un garabato en un documento, hoy día en notaría: "Le doy mi palabra", aseguraba un prometiente. Y el otro respiraba feliz, con fe total en la promesa.

 Aprendimos entonces que las obras son las que deben hablar en vez de las palabras, que lo práctico ha de probar la teoría; que el mundo se transforma y cambia más con el movimiento que con la pasividad,  con las obras, mejor que con la simple teoría. Permanecer sentados en torno a una mesa, o reunidos solamente hablando, así sea sobre temas sagrados de salvar el mundo, de redimir pobres y consolar a los tristes, detrás de un escritorio, o meditabundos en la cama, haciendo pereza con las almohadas, era sencillamente perder el tiempo, o malgastar la vida: Era como cometer prácticamente pecados de omisión. Entendería yo muchos años adelante por qué, a nivel de ciudadanos aptos para votar, el ocupar dos o tres horas escuchando discursos populistas de políticos ociosos, de verborrea inútil, es una verdadera desgracia para el espíritu y de maldición para la vida, no sólo personal, sino también para la democracia vital de una nación entera.

Al lado de eso, también aprendimos que se puede espolear la actividad de los remisos pulsando con cierta picardía las cuerdas de su orgullo. Nuestro padre lo hacía. Así como era capaz, con esos dedos robustos de manos incansables, de sacar acordes gratos y refinados a su tiple, se acercaba a quien  padecía la tentación de la flojera, y lo tocaba psicológicamente, diciéndole en tono sutilmente desafiante: 

"Si no le da pereza, vaya a la tienda a comprar pan". 

En seguida, a uno se le encendía en el cerebro un testigo de indignación, mientras murmuraba incómodo:  "Está insinuando que soy perezoso? ¡Claro que iré a la tienda!" Entonces él se carcajeaba recordándonos el cuento del muchachito corto y perezoso que quería, -como a muchos chicos les sucede hoy día-, enriquecerse rápido y sin trabajar un comino, es decir, nada. (https://interlebprensa.blogspot.com/2015/10/humorismo-inolvidable-el-diablo-y-el.html

También nos serviría esta política existencial de "que se vea movimiento", para diagnosticar al instante que los proyectos o las promesas, sin acciones inmediatas, así se pregonen en con bombos y platillos, son cadáveres con anticipación. Nomás el hecho de asomarnos al escenario donde debería haber movimiento, y no detectar a los actores en acción, sólo meros personajes ornamentales, concluíamos que, sobre las tablas, no había indicios de productividad, nada por aquí, nada por allá, nada interesante o realista. 

De hecho, si alguien nos solicitaba informes o pedía un reporte de resultados de determinado evento, o referencias positivas de algún personaje, no nos extendíamos en informes inoficiosos, describiendo detalles. Solamente declarábamos: "No se ve o no se le ve movimiento". Eso era suficiente. 


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