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martes, 11 de febrero de 2025

FIDELIO SE VUELVE MUY VIEJO


Fidelio es un joven genial que marcha un poco perplejo por su mundo.  Y es precisamente a través de sus sueños enrevesados como revela sus inquietudes, sus anhelos, su mezcla, en fin, de sabias chifladuras e intensas pasiones por la vida. He aquí uno de ellos, que lo tuvo precisamente ahora en la celebración de los abuelos... ¡Analízalo!


Por Lebb

Fidelio se halló, de buenas a primeras, al pie de unas extensas colinas, casi desérticas, iluminadas de amarillo por unos rayos de sol poniente medio hundido en espesas nubes grises.

 Empezaba a sorprenderse de la soledad y de los aullidos del viento, cuando percibió a lo lejos unas figuras oscuras y encorvadas subiendo despacio y difícilmente hacia el sol, como trepando hacia su ocaso.  

Nuestro joven experimentó una extraña mezcla de terror y, a la vez, de melancolía. Esas siluetas se le antojaron moribundos que ascendían gimiendo hasta el elevado horizonte a morir dignamente acompañados por el sol.

 Y sí, efectivamente, eran ancianos esas sombras, pero estaban tan faltos de vigor que apenas avanzaban milímetros en su desesperada faena en pos del ocaso teñido de arreboles. Tanto fue el pesar de Fidelio y la fuerza mental en favor de los abuelos heroicos para que alcanzaran el sol, que cayó de rodillas sobre la hierba escasa y amarilla como cediendo a un peso insoportable de años infinitos de miseria y frustraciones.

 Se dio cuenta con horror que había entonces avejentado y que experimentaba en su humanidad los males severos de sus largos años. "Tengo sed", se quejó desesperado buscando en torno suyo, con ojos despavoridos dónde saciarla. 

No todo era tan malo para Fidelio en esta pesadilla, porque, descubrió enseguida, cerca de donde se hallaba postrado, un arroyo que bajaba serenamente desde las montañas. Se arrastró lo más ligero que pudo hasta su orilla y se inclinó entonces sobre el espejo del manantial a matar la sed no sin antes detallar horrorizado las hondas arrugas en su cara y sus manos esqueléticas. Sobrepuesto a la depresión de ver su cuerpo tan achacado sumergió furioso sus labios trémulos en el agua y tomó tanto que secó la fuente.  Luego, oyó en su interior una especie de orden: "¡Levántate y anda!" Obedeció lenta y sufridamente. Cuando ya se había levantado, alzó la vista y ya no detectó figuras oscuras y encorvadas subiendo despacio y difícilmente hacia el sol, como trepando hacia su ocaso.

Habían desaparecido todas esas sombras y él era el único que trepaba hacia el ocaso, a compartir la muerte del sol. Se le cuajaron las últimas lágrimas no más al salir de sus ojos porque andaba inmensamente solo, con apenas alientos de moverse, sin asomos de ilusión que no fuera el morirse desolado y rápido. Le dolieron en los huesos los recuerdos cuando disfrazado de Power Ranger correteaba por la estancia, saltando muros y blandiendo heroicamente su enorme espada de juguete. 

 Ahora, para su desespero, hasta el bastón se le escurría de las manos sudadas. Le crujían en los huesos los recuerdos cuando su padre lo encaramaba en las rodillas a contarle cuentos y a derrocharle caricias a la vista de la hermana mayor y de la madre, que celebraban la escena con chistes y amplias sonrisas.

Lo lastimaron, en fin, las imágenes luminosas de su juventud cuando rodeado de alegres amigos festejaban juntos los cumpleaños, las conquistas, los triunfos de un equipo, la Navidad y el año nuevo, o detallaban las crónicas del barrio, o se sobresaltaban con las noticias locas del mundo. 

No sabía precisamente si era gracia o desgracia haber superado en años a sus amigos ya sepultados. No sabía si había entendido alguna vez el sentido y la gracia de haber pasado por el mundo. Le pareció que había desperdiciado muchas posibilidades de protagonizar eventos importantes en el escenario de su historia.

 Tanto afectaron a nuestro anciano Fidelio, la mezcla de sus demoledores recuerdos y sus remordimientos, y tanta su vana longevidad, que no pudo alcanzar la cima de la montaña,  a compartir el ocaso del sol, que aparatosamente se derrumbó de bruces sobre la hierba. Quiso entonces voltearse hacia el cielo, porque siempre le habla gustado hacerlo, desde chico cuando se bebía los vientos y se calentaba, barriga arriba, contemplando el firmamento, pero, ahora, era incapaz de hacerlo. La corta hierba reseca le chuzaba los ojos, le cepillaba cruelmente las narices y le taponaba macabramente el escaso aire de los pulmones.

Doña Ruperta, la coautora de sus días, para fortuna suya, vino a recogerlo, a levantarlo, porque se había caído de la cama, precisamente de narices, enredado entre sus colchas. Menos mal que era duro de chatas y no más se le sumieron un poco no más.

 -¡Huy! madre, -Exclamó Fidelio, mientras se incorporaba- ¡Es muy duro llegar a viejo! ¡Terrible! ¡Insoportable!

Doña Ruperta se quedó pasmada, sin atinar a explicarse las palabras de su hijo. Sin embargo, se sonrió y lo ayudó a meterse de nuevo bajo las cobijas.

¡Te quiero, mi vieja, y te admiro y te felicito -le dijo exaltado finalmente- y te acompañaré hasta el final, amándote comprensivo hasta mucho más allá de tu ocaso.

 Ella no entendió eso del "ocaso", pero presumió que era una hermosa expresión y se retiró risueña imaginando que su bello y amado Fidelio había nacido para lograr muchas cosas en su vida y quizá también para ser un gran poeta.

 



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