El patrimonio oral de mi padre lo considero un elemento valioso del depósito cultural de la generación de su tiempo. Por lo mismo y tanto, estimo necesario perpetuarlo y compartirlo
Por LebbTal como decíamos ayer ––recomenzaba la historia nuestro padre–– un joven alentado y buen mozo, pero lamentablemente sin la alegría de trabajar y ser útil, resolvió una noche fatal invocar al diablo para que lo hiciera fácilmente rico...
Y nos quedábamos como estatuas oyentes, "impávidos", (como él mismo calificaba a los paisanos que ni rajan ni prestan el hacha, o sea los que oyen y no hacen nada): "Aquella noche misteriosa como jamás la hubo ni la habrá, allá en un monte cercano, bajo la frialdad de una luna a medias, un adefesio de hombre huesudo y rojo, se le apareció en medio de una estruendosa llamarada al joven perezoso, ––malo para el estudio, pesado para los deberes––, y le preguntó con voz potente y cavernosa:
"¿Qué quieres hacer con tu vida?"
Y éste respondió que no quería hacer nada, sino pasarla sabroso ––pedía poco–nada más sino volverse rico a las carreras, como los "narcos", pero sin afanes ni persecuciones...
"Fue entonces –siguió nuestro padre la leyenda– cuando el Diablo le pidió, tras la solemne promesa de la donación de su alma a cambio del favor, que cerrara los ojos y no los abriera hasta cuando él se lo ordenara. De no ser así, quedaría peor que la curiosa mujer de Lot después de darse la vuelta y mirar la destrucción de Sodoma, quedaría frito y, lo peor de todo, sin plata.
Habían transcurrido unos segundos largos, cuando oyó la orden del Patas de abrir los ojos y de observar el paisaje. Para su decepción se halló frente una montaña descomunal hecha de solos carbones diabólicamente negros como jamás él se los había imaginado en ninguna parte de la tierra. Pero se abstuvo de reclamarle o de mostrarle su desilusión, porque bien sabía que estaba tratando con un ser mentiroso por excelencia y engañador de siete suelas. Optó entonces por bajar la vista resignado, hacia los carbones cercanos a sus pies aguardando la explicación del diablo o su siguiente jugada.
Pero el diablo nunca explica nada. Menos en esa ocasión. Simplemente le exigió que se agachara y recogiera todos los carbones que bien quisiera y se los metiera en el bolsillo del pantalón. Con la pereza a cuestas, con el asco que le daba ensuciarse las manos, con la ira que le rasuraba las entrañas y murmurando para sus adentros, recogió poco menos de tres carbones y volviéndose al demonio le dijo con desencanto que definitivamente no había nacido para ser carbonero. Aquél sonrió burlonamente y como saboreando una victoria anticipada, le pidió que nuevamente cerrara los ojos y no los fuera a abrir por ningún motivo antes de que se lo ordenara, a menos que quisiera convertirse en chicharrón africano.
La moraleja del cuento, cada vez que nuestro padre lo repitiera, la retomaría nuestra madre ––seguidora asidua de todos estos relatos–– para inculcarnos la lección de sacarle el máximo provecho a las oportunidades vinieran de donde vinieran, porque precisamente la vida nos las sirve en bandeja muchas veces como en promociones irrepetibles, "las pintan calvas", dicen por ahí refiriéndose a las oportunidades.
Y ese fue precisamente el error garrafal del jovencito del cuento: dejar pasar la oportunidad de hacerse millonario a partir de recoger pobres carbones tirados en el piso.
Pero antes de redondear la historia, antes de hacer el comentario final, no faltaba hermano alguno que desviara la atención de nuestro cuentero, haciendo alguna pregunta o referencia a otro relato. En esta ocasión fue uno de nuestros hermanos, con alma de poeta también, quien le rogó acabar de definir la suerte de aquellos forasteros buscadores del poeta Julio Flórez. Aquellos turistas habían pagado un costoso expreso a Chiquinquirá con el solo propósito de conocerlo personalmente. Sus amigos, muy interesados en que el poeta le diera una excelente impresión a esa especie de delegación internacional, corrieron a buscarlo para ponerlo al tanto de la visita. Desafortunadamente lo hallaron como era su costumbre borracho y tirado en un andén. Sin embargo, ni cortos ni perezosos, lo ayudaron a levantarse con esfuerzo y buenos consejos, para que fuera a ponerse decente. Para contrariedad de todos, el poeta se dejó caer de espaldas contra la pared mientras les farfullaba malhumorado: "¡Díganles a esos extranjeros que aquí en Colombia la poesía se halla tirada por las calles!"
No deseando que esa gente refinada lo viera en esa facha trataron de disuadir a los visitantes de su intento de conocerlo, alegando que el poeta no estaba en buenas condiciones de salud o algo así. Pero aquéllos, sin aceptar negativas de ninguna clase, se atrevieron a ir hasta el sitio donde se había quedado Julio Flórez desplomado contra la pared. Fue entonces, cuando uno de ellos le pidió ––como para ponerlo a prueba (quizá el que menos creía en el talento del poeta)–– que les compusiera unos versos con las palabras más prosaicas del momento:
"Queremos ––le dijeron–– que nos improvise versos que rimen con las palabras 'estrellas y calabaza'". Cuentan que el poeta se quedó meditabundo unos instantes y luego, con voz buena y sana, recitó magistralmente:
"Caminaba un peregrino
en una noche serena.
Llevaba una calabaza llena
de un exquisito vino.
La sed le salió al camino
y a apagarla se dio traza:
Alzando la calabaza,
al cielo hizo puntería;
y al mismo tiempo veía:
estrellas y calabaza".
Seguramente con esos versos de inicio, Julio Florez les ofreció más fragmentos líricos de su autoría a los asistentes a tan inusual y breve recital. Ellos aplaudieron al excepcional bohemio y luego se volvieron a su tierra como los reyes magos a contar que habían visto y oído poesía colombiana tan buena y abundante que hasta se encontraba tirada por las calles.
"En cuanto al muchacho aquel, que pretendió hacer pacto con el diablo, ––concluía Marbolleán, como firmaba sus escritos nuestro padre–– cuentan que tuvo 'mal fin', por la sola y sencilla razón de que no echó suficientes carbones al bolsillo. Una vez que volvió a la realidad, a su mundo, y metió sus manos al bolsillo para revisar los sucios carbones notó sorprendido y muy rabioso consigo mismo que se habían convertido en oro puro".
Fue entonces cuando pegó el más cruel, dolorido, feroz y grosero grito de remordimiento que ser humano haya proferido alguna vez:
"¡Malhaya, ––su aullido llegó hasta el cielo–– malhaya, no haber echado más carbones al bolsillo!".
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