Sobre la necesidad de buscar alegremente respuestas satisfactorias a la pregunta seria: "¿A qué vinimos a este mundo? Y a la otra: "¿De qué estamos hechos?"
Por LebbCuentan unos jocosos santandereanos, miembros prestantes de la generación de mi padre, que una vez en el atrio de una iglesia, durante la Misa mayor, se hallaba un muchacho ofreciendo a grito limpio huevos (supuestamente criollos) y helados de varios sabores (supuestamente dietéticos). El chico era pues un vendedor ambulante diversificado conforme a las directrices económicas hoy día. Y la mañana aquella era calurosa y apta para consumir helados. Y, por si fuera poco era también apropiada para que los potenciales clientes llevaran a casa como trofeo los afortunados huevos campesinos de yema roja.
Alternaba entonces el chico sus ofertas varias, ora anunciando los huevos, ora pregonando las delicias de sus postres de hielo.
Coincidía esta repetida publicidad del joven vendedor en el atrio, con la homilía del sacerdote allá en el púlpito, ocupado también en pregonar, tal como el Maestro prescribía, las maravillas del Reino y su Justicia.
Hubo un instante, cuando el orador sagrado remontó la voz hasta el pináculo del templo causando estampida de palomas, y por encima de las montañas... Bueno, sin exagerar demasiado, alzó la voz lanzándola por encima de las bancas hasta el atrio de la iglesia donde justamente el chico también ejercía su ministerio lego de vendedor: La voz del padre entonces resonó majestuosa: "!Señor, -interpeló el Ministro al Cielo-, a qué vinimos a este mundo?" Y, desde el bullicio del atrio pareció responder la voz comercial del chico que también llenó el templo:
"¡A comer helados, a comer helados!"
En el acto, los concentrados oyentes hasta ese segundo, esbozaron sonrisas rumorosas como si hubieran oído un buen chiste mundanal y no quisieran incomodar a su Pastor con su regocijo. Él, por su parte, se quedó paciente y callado unos instantes, como en clase un maestro, aguardando que los fieles hicieran disciplina.
Cuando volvieron a la compostura conventual, el predicador no hizo alusión a la interrupción sensual, prefirió más bien tomar aire, alzar los brazos en cruz, clavar sus ojos en los más altos vitrales del ábside, y con frase imponente, cuestionar a los Cielos:
--"¡Señor, de qué estamos hechos?"
La respuesta fue un profundo silencio como marco propicio para que las almas presentes ascendieran a consideraciones etéreas en busca de respuestas terrenales sobre la naturaleza humana. Sin embargo, a la par, aquel jovencito, que lógicamente no seguía el hilo del sermón, también reventó su voz publicitaria, ocupando otra vez todo el aire del espacio sagrado. Y parecía --como saboteo diabluno--, responder por azar la cuestión trascendental:
"¡De mora y leche, de mora y leche".
Esta vez ya hubo risas fiesteras mayores en el auditorio y enfado visible en el semblante virtuoso del orador que lo impulsó a pronunciar sentencia: "¡Llévense lejos a ese niño de los helados!"
Acolitaron las voces de los circunstantes el veredicto, coreando amotinados que sí sacaran al chico de los huevos, a la fuerza, donde ya no pudiera interrumpir la prédica contestando blasfematoriamente las preguntas cruciales del Ministro.
Y sin dejar ningún trecho al hecho, unos se apuraron espontáneamente a cumplir la orden. Fue ahí cuando el muchacho, que necesitaba el dinero no para "malos vicios" -como argumentaba- sino para ayudar a sus hermanitos y a la mamá que estaban a su cargo, se hizo hacia atrás, horrorizado y lloroso, quejándose amargamente: "¡No por favor, no se metan con mis huevos. Yo mejor me voy solito"
Y, como siempre pasa entre muchos hijos de Adán y Eva, --concluían nuestros narradores ancestrales-- por la tentación original de darle sentido folclórico a la vida, estas preguntas se quedan ahí, hechas, esperando respuestas serias.
No faltan pues quienes creen que hemos venido a este mundo "a comer helados"; y que, en vez de Eternidad, realmente "estamos hechos de mora y leche"
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