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domingo, 9 de agosto de 2015

SOBRE UNA DECRETADA REVOLUCIÓN

Por Lebb

...quedó la incómoda sensación de que estaba decretada una inminente revolución en el colegio de la región, sobre cuyos efectos había temores, desagrados y desacuerdos. 


Una vez se reunieron a conversar un chef, un ganadero y un sabelotodo sobre el tema que estaba de moda en la región, precisamente sobre la inminencia de la instauración de la jornada única en el colegio por inspiración y mandato irrefutable del Ministerio respectivo. El sabelotodo comenzó diciendo que jamás había sabido de una ley aplicable exactamente igual en todos lados, que incluso “han existido leyes objetables –-decía— que  no deberían hacerse efectivas en muchas lugares porque simplemente allí no se cumplen los requisitos para hacerlas efectivas ni se dan las justificaciones que las ameriten”.

El ganadero, pensando seguramente en sus animales (era casado y con muchos hijos, pero él estaba pensando en los de silla y carga), intervino enérgicamente, diciendo: “Siempre ha sido resabio de muchos mandamases aparejar antes de traer las bestias”, refiriéndose con ello a que primero se deben establecer las condiciones previas y los arreglos básicos para que algo suceda o se realice: “El colegio  –puntualizaba—  no ofrece salones cómodos y frescos para que los estudiantes se sientan a gusto  y deseosos de aprender, tampoco tiene otros espacios alternos si se quiere variar la manera de enseñar. Hasta mi ganado tiene espacios para la siesta, para el amor y otros menesteres”.

“Tampoco existe –intervenía el chef— un restaurante competente para velar por tantos comensales. Pero tampoco hay personal suficiente que atienda y controle las mesas, ni tampoco el número completo de profesores bien adiestrados quienes allá en las aulas los hagan, en tantas horas de clase, pacientes, sabios y buenos para la vida”.

“Además de que el establecimiento no está preparado ni el personal tampoco —amplió el Sabelotodo— es aconsejable detenerse a pensar si la medida gubernamental de inflar la jornada realmente es un remedio para la enfermedad del bajo rendimiento académico, o simplemente es una política rentable para el gobierno y algunos otros, que se debe clavar cuanto antes como una estaca en el suelo de Llano Grande. Una pretendida panacea un poco amarga e indigesta para muchos que a la postre podría llegar a ser peor que la enfermedad”.

“¡No lo había podido decir yo mejor! —intervino el finquero— Pero además es preciso preguntarse de manera independiente, no oficialista, con sabiduría práctica, si esa jornada intensa, extendida, adicional, única o como quieran llamarla, contribuye efectivamente a mejores y mayores aprendizajes o, por el contrario, es, además de contraproducente, causa y razón de esfuerzos inútiles, de tiempo mal empleado tanto de profesores como de alumnos.

“Aquí estamos en el campo, —continuaba nuestro amigo el campesino— y con el horario alargado, los estudiantes deberían permanecer casi hasta las cuatro de la tarde en la Institución. Unos estarían llegando a sus casas hacia las seis de la tarde o más. Tomarían la comida a la ligera, harían algo de charla con los suyos, medio manosearían a sus mascotas, mirarían el televisor apagado y se irían a soñar con los deberes académicos del día siguiente. (A los profesores lógicamente se les trastornarían también los horarios personales. Sufrirían más de nervios y de angustias).

“En ese mismo sentido yo agrego —terció el Sabelotodo— que los jóvenes no tendrían la opción importante de ayudar a sus padres en los quehaceres domésticos ni en las labores que refuerzan el  potencial económico familiar. Por otra parte, carecerían de tiempo para continuar su preparación en el Sena, para sus aficiones deportivas o para adelantar proyectos de grado, de vida inclusive, personales o profesionales. Nada entonces de cursos de baloncesto, de vinicultura, de conducción, de jardinería, de mecánica ni menos de repostería por cuanto no tendrían tiempo para sus prácticas, tampoco para amasar, menos para hornear, casi ni para compartir los bizcochos con su familia y amigos”.

“No conviene entonces —sentenció el chef— que por servilismo a una ley humana cuestionable se prepare a la ligera una fórmula lesiva para dársela a una comunidad estudiantil con el argumento falaz de obtener una supuesta mejoría académica. Se estaría intentando aplicar una receta inadecuada que legitima una especie de servidumbre escolar donde el amo y señor sea estudiar, estudiar y estudiar; y no justamente ser, hacer y vivir”.

El granjero entonces aplaudió entusiasmado como cuando un político echa su mejor discurso. Pero el Sabelotodo, puesto en pie y pidiendo silencio, expresó:
“Siguiendo esta misma línea, no conviene tampoco forzar a unos jóvenes de poca vocación para el ministerio intelectual, a mayores y extendidas faenas mentales, cuando han nacido y heredado un espíritu práctico para la vida, un tanto esquivo a la disciplina del estudio y de la consagración académica. Si se pudiera lograr, asunto en el cual soy muy incrédulo, meterles más números en la cabeza, mayores palabras inglesas en la mollera, más datos sociales en sus discos duros neuronales, van a sentirse extraños como peces con escafandras en las propias peceras sociales donde tengan que nadar y alimentarse”.

Ni el cocinero ni el granjero entendieron del todo estas últimas palabras del Sabelotodo, pero creo que medio captaron a lo chapulín la idea de que “para qué un excesivo SABER intelectual, si lo que ellos necesitan es prepararse de forma real y práctica para la vida productiva, sin necesidad de enclaustrarse cinco años en una universidad y devolverse al rancho habiendo olvidado nociones útiles y pericias vitales como por ejemplo qué es un azadón y para qué sirve”.

“Lo que siempre he reconocido y debo añadirlo aquí: —Afirmó el chef, con aire de experto— nuestros muchachos, con muchas otras cualidades y valores, realmente no sienten gusto o no quieren sacrificarse estudiando mucho. No les nace. Son como “anoréxicos académicos”, no tienen “cultura de estudio”, como afirma alguien. Forzarlos a estudiar más en jornadas casi de tiempo completo es hasta dañoso. Si con el horario que tienen ahora evaden clases, llegan tarde, no atienden, se distraen, les importan más los celulares que la instrucción entonces, ¿para qué oprimirlos con un régimen de extrema exigencia académica? Compañeros de este sindicato, echarles más carga de ciencia a sus espaldas no garantiza mejores aprendizajes, es más bien una forma dictatorial de aburrirlos más, abocarlos a que se escapen más de las clases alegando dolores de cabeza, cólicos, o chikunguña contagioso, o lo que es peor, a que se fuguen para siempre del colegio”.

El turno fue finalmente para el granjero, el cual tomó la palabra añadiendo: “No conviene pensar ingenuamente que quienes son regulares con lo poco que estudian en el horario actual vayan a convertirse bajo un régimen escolar más intenso, en lumbreras de la ciencia, en superpoderosos para la prueba SABER. La experiencia de los siglos ha demostrado que quien es mediocre en lo poco es más mediocre en lo mucho”. Pero hay más. Se ha sabido que una de las mayores debilidades del colegio ha sido la indisciplina. Entonces, si en el horario actual es bastante, ¿cómo será en un horario alargado? Yo opino inclusive que con sólo una disciplina óptima y con el mismo horario de todos los tiempos podría alcanzarse mayores niveles de aprendizaje y formación. Pero estoy seguro que con la misma indisciplina, más horario intenso obtendríamos un acabose completo.

Y así siguieron hablando el campesino, el cocinero y el sabelotodo toda la tarde. Ahora me pregunto: ¿De dónde sacaron tanto tiempo para conversar sobre el tema, si el uno tenía que ordeñar vacas, arriar bestias, etc., el otro poner y zarandear las ollas y el tercero seguir sabiendo más todavía? De cualquier modo, ellos no pudieron arreglar el mundo con su charla, pero en el ambiente quedó la incómoda sensación de que estaba decretada una inminente revolución de horarios en el colegio de la región, cuyos efectos estaban generando temores, desagrados y desacuerdos.

Por otra parte, allá en el colegio, sonó el agudo timbre electrónico y el profesor de inglés, a las doce y tres cuartos, salió sudando de su salón de clase, mientras el termómetro registraba una temperatura cercana a los 35 grados. "De pronto esto serviría—pensó agotado y con hambre, mientras cerraba la puerta— para enseñarles a los estudiantes, mientras se abanican desesperados, expresiones como "Oh, here it's very hot. We need air conditioned!" En seguida pasó por su lado feliz y fresco su compañero de Matemáticas que le dijo entusiasmado: "Ya casi comenzamos la jornada única hasta las cuatro". Nuestro amigo que no estaba para bromas pesadas, se imaginó que para ese entonces su jornada estaría solamente a la mitad… Entonces casi se desmaya.

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