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viernes, 11 de octubre de 2013

LA MUERTE LO AGUARDA EN SAMARCANDA

Llega a tiempo cuando quiere y a quien quiere

He aquí el eterno drama de la lucha entre la vida y la muerte con la victoria final de la única compañera fiel del hombre, que nunca faltará a la cita definitiva en el lugar predeterminado

Por Lebb

  Del trajinar sentimental de mi padre, derivó indudablemente su espíritu poético y ensoñador. Y de sus andanzas y constantes intercambios verbales con tantos amigos, vieron la luz sus cuentos y anécdotas los cuales lo convirtieron en personaje digno de escuchar. En el primer caso, era necesaria la compañía de un tiple aprendiz de bohemio, sonoro y nostálgico, sobreviviente de tantos años que sí fueron capaces de enterrar sus enamoramientos imposibles y de cremar sus fallidas ilusiones difuntas, mas no su visión de encanto y entusiasmo por la vida.
 
  En el segundo caso, era forzosa nuestra presencia en torno suyo por ese contagioso hábito de contar, de reirse, de compartir las incidencias joviales de su jornada. Para nosotros, que todavía no éramos víctimas de añoranzas vanas, resultaban estimulantes aquellos momentos cuando precisamente descolgaba el memorable instrumento de una puntilla de la pared y empezaba a rasgar con sus grandes dedos sus finas cuerdas que, en el acto, sembraban el aire de notas, junto con versos y rimas. Pero igualmente eran placenteros los momentos cuando, dejando de lado la música del amor, empezaba a narrar sus historias como aquella, bajo las lunas de octubre, al comienzo de la noche...

  –¿Se acuerdan de un tal Anselmo? ––nos preguntaba para que no respondiéramos–– ¿Ese hombre diminuto, fatal, encaprichado con la muerte, sin instantes para vivir en paz? Cada vez que debía marcharse de viaje, se trepaba en su tarima, un montículo a la salida del pueblo, a pronunciar su discurso de despedida, que remataba así:

––¡Me voy muy triste, amigos míos, adiós... porque no sé si volveré! ––y concluía  con la frase:

––La muerte es tan tirana que no sé si volveré. ––Pero aparecía de nuevo la semana siguiente. Y ese era todo el chiste. Regresaba a los pocos días. Sin embargo, le llegó la hora un día gris, lluvioso, que no tuvo público, quizá por tanta repetición o por simple broma de la misma muerte, en el cual no echó el sermón y se fue así, sin protocolo alguno. En esa ocasión, don Anselmo, el hombre mortuorio, de neuronas alentadas por el licor Sí no volvió.
 
  Y cuando no habíamos digerido todavía el final de la historia, nuestro narrador  anunciaba el título de la famosa leyenda del Ángel de la muerte quien llegó una mañana a la plaza de mercado de Andiján, ciudad de Uzbekistán, allá en un país de Asia.

  "Resulta que ––iniciaba el cuento–– ese día el primer ministro vio que su principal funcionario, el visir, se presentaba ante él en un estado de gran agitación y desespero. Y al indagarlo por la razón, el hombre le dijo:
 -Te suplico, mi señor, me dejes marchar de la ciudad ahora mismo.
  ––¿Por qué? ––le preguntó el califa.
  ––Al cruzar la plaza para venir al palacio, sentí un golpe frío en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
–– ¿La muerte?
–– Sí, la muerte en persona. La he reconocido por su figura cadavérica y por estar toda vestida de negro con un chal rojo. Ahí estaba mirándome muy seria para intimidarme. Estoy seguro que ha venido por mí. Permite que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y huiré de ella. Esta noche puedo llegar lejos, a Samarcanda.
  ––¿De veras que era la muerte? ¿Estás seguro?
  ––Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego. Voy a huir de ella.

  El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. Éste, entonces, creyendo poder eludir la cita infalible con aquélla, regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarcanda, atravesó raudo al galope una de las puertas de la ciudad. 

  Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como lo hacía a veces, y  salir así, de incógnito, de su palacio. Fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, en busca de la muerte. Tras una breve exploración con la mirada la vio y la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte: de figura alta y complexión delgada, vestida de negro, el rostro medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, posando el dedo frío en el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.

  El califa de inmediato se dirigió hacia ella, la cual, al  reconocerlo, a pesar de su disfraz, se inclinó en señal de respeto.

  ––Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.

  ––Te escucho.

  ––Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y honrado. Merece vivir mucho más tiempo. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él iba para mi palacio, lo has tocado y elegido? La muerte, ligeramente sorprendida,  contestó al califa:

 ––No, no quería asustarlo. No lo he mirado con ojos amenazadores. Sencillamente, cuando por casualidad nos chocamos yo lo reconocí. Ya es su día, ya es su hora. Sin embargo, no he podido ocultar mi asombro y mi preocupación.

  ––¿Por qué asombro? ––preguntó el califa intrigado–– ¿Por qué la preocupación?

  ––Pues muy sencillo, --contestó la muerte––: Asombro porque no esperaba verlo aquí en Andiján, tan desentendido. Y preocupación porque los dos tenemos una cita infalible esta noche en Samarcanda.

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