Por Lebb
Nuestro padre Marco Antonio Botello Uribe, hijo, -con orgullo para él–, de Gramalote, población amena del Norte de Santander, (destruída por la naturaleza y ahora en vía de resurrección), cumplió el pasado mes de julio, nueve años de eternidad, tras noventa y cinco años de trasegar por este mundo. (A él le encantaban estas palabras como “trasegar”, así su significado no se ajustaran mucho al dictamen del pequeño Larousse, del cual conservaba un vetusto ejemplar que ojeaba religiosamente con mucha frecuencia).
Aparte de administrar con propiedad el lenguaje oral, también se dedicaba a redactar cartas o recuerdos con fervor admirable, a mano con su lapicero o "chuzando" con sus gruesos índices las teclas de su atronadora máquina de escribir. Gustaba de las tonadas románticas a pura voz o rasgando las cuerdas festivas del tiple. Al compás favorito de las cervezas, lo tramaban los versos de despecho.
Como fiel admirador del lenguaje florido y de sus autores, recitaba de memoria largas líneas inspiradas e incluso nos cantaba parte de las estrofas que alguna vez como conquistador entonó, bajo las ventanas de las mujeres de sus sueños.
Pero indudable y definitivamente la parte más valiosa de su inmortal herencia espiritual, la constituyó su buen humor. Desde luego también fue serio, tuvo sus rabias, sus malas palabras y chinches en muchas ocasiones, –los Botello también heredamos eso–, como cualquier ser humano. Pero cuando se hallaba bueno y sano nos deleitaba con sus chistes recontados, con sus historias ya sabidas por el aire, sus cuentos, sus apuntes y bromas, unas veces relacionadas con su profesión de dentista o con el trato con sus amigos y vecinos.
Y fue allá en la finca del Edén, –la casa primera de mi padre–, tras la comida y a la luz trepidante de una lámpara de aceite, cuando la tradición forzaba a los ex comensales a conversar según sus antojos, a sacarle chiste incluso a las sombras, a gastar bonitamente el rato para no buscar tan temprano las esteras, fue desde allá entonces, por ausencia de luz eléctrica y por falta de otras entretenciones modernas, que nuestro padre grabó en su memoria buena parte de su repertorio.
De allá seguramente, cuando recién llegaba un automotor al pueblo, proviene el cuento de aquella señora que se entusiasmó a lo loco con ese aparato y hervía en ganas de montarse en él. Fue a la sazón cuando empezaron a circular los términos de chofer, de carro, palanca de cambios y de todas esas nuevas palabras que muchos escuchaban pero ni sabían cómo manejarlas. Entonces la señora en mención, –claro que mejor lo contaba mi padre– llegó tan exaltada al parque principal del pueblo, gritando: “¡Quiero montar en el chofer!” Seguramente el bendito chofer no se burló de ella, sino que más bien le explicó lo uno y lo otro y encima la dejó montar en el carro y se la llevó a dar una vuelta.
Pero al caudal del río de leyendas urbanas y silvestres, Marbolleán, como solía firmar sus escritos, lo iba acrecentando con sus propias vivencias. Por ejemplo, una vez fue acusado de agredir al sastre del pueblo y por tal motivo el alcalde lo citó a explicar su conducta. A la citación se presentó con un tal Calixto Moros, compañero de farra, medianamente letrado y sin pelos en la boca. En la audiencia se acaloraron los ánimos y don Calixto no dejaba de hostigar a la parte acusadora. Fue entonces cuando el alcalde, en funciones de juez, a falta de martillo, palmoteó sonoramente la mesa y le impuso una multa de diez pesos –cifra respetable para la época– al improvisado abogado defensor de mi padre. Don Calixto, con sorna y dignidad postiza, sacó dinero de la cartera y alzando aún más la voz, dijo: “¡Aquí tiene los diez pesos de la multa. Y aquí tiene otros diez pesos más, para que me deje seguir hablando!”
A nuestro padre lo entusiasmó tanto la actitud fogosa de su defensor, su palabra rápida y certera que de él nos dejó otros cuentos, como aquel cuando a su tienda del pueblo irrumpió con una pistola oxidada un mala paga resuelto a saldar una vieja deuda con su acreedor, no precisamente con billete sino con plomo. Como no era de imaginarse, el arma del desafiante había estado dormida mucho tiempo. Lo suficiente como para que la humedad pusiera óxido en sus entrañas. Resultó entonces que, tras ser accionada repetidas veces apuntando hacia el tendero, no disparó un solo tiro. Ante lo cual, don Calixto, imperturbable y pausado, extrajo de debajo del mostrador un revolver de cañón largo, usado mucho tiempo atrás en añejas batallas que ni la empuñadura desgastada recordaba. Encañonándo al mal pagador y mal disparador, con fingida pero creíble mirada asesina, le gritó en la cara: “Este sí prende”.
En verdad, no existían en la mente del bondadoso Calixto Moros intenciones criminales de querer mandar a ese fulano al barrio de los acostados. Más bien, inclinando el arma, le hizo varios disparos alrededor de sus alpargatas. Santo remedio: el tipo aterrorizado bailó un rato antes de salir despavorido de la tienda. Poco tiempo después regresó al mostrador, no altanero, sino humilde y contrito, a pagar la deuda casi sin mentar palabra. Sus chocatos, otrora bailarines al son del plomo, no volvieron ni siquiera a pisar el fique del tapete de bienvenida. No podía ser de otra manera.
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