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martes, 6 de noviembre de 2012

LOS FANTASMAS QUE ALGUNA VEZ NOS PRESENTARON (Segunda parte)


  Por Lebb (Exclusivo para el Observador 21)

En aquel tiempo, ––como les venía contando––, nuestro padre, ––el cuentero mayor––, mis hermanos, y tal cual hijo de vecino, solíamos sentarnos a compartir nuestros mundos, a echar cuentos, a actualizarnos en noticias generales y en farándula de la comarca, preferentemente cuando el sol de los venados doraba suavemente las colinas del oriente en su trayecto final hacia su ocaso.
El turno era entonces para uno de los menores del grupo, el cual, cuando se apagaban las sonrisas y los comentarios de la intervención anterior, empezó a narrar pausadamente su propia experiencia de espantos en aquella época cuando en solitario debía hacer largas caminatas hacia una sede campestre, montaña arriba, no a divertirse sino a  trabajar por el mantenimiento de la familia y claro está también para responder por el deber de hacer progresar la patria.
Casi siempre se le hacía tarde por dos de sus costumbres tradicionales, la de dejar todo para lo último y la dejarse seducir por la charla de un amigo o por el chisme o el encanto de una amiga.
En consecuencia, las tinieblas jóvenes de la noche lo sorprendían precisamente en el tramo más boscoso y desolado y cuando sus resuellos se imponían al volumen del ambiente. Refería que en esa ocasión se había subido precisamente ese "volumen del ambiente", por cuanto la atmósfera había agregado la hostilidad del viento, la llovizna, el retumbar de los truenos y las luces intermitentes de los relámpagos.
"Por consiguiente, las matas y los árboles ––comentaba el hombre–– temblaban por lógica cobardía, mientras que yo, por el contrario, avanzaba valientemente montaña arriba con paso lento pero firme, "como mi General" ––Frase acuñada en los tiempos de la dictadura de un famoso General colombiano, que no fue tan "firme" porque lo tumbaron rápido––.
Sin embargo, el andar se hacía cada vez más parsimonioso: la vista, en medio de la creciente oscuridad, apenas lograba adivinar un camino borroso en medio de arbustos alborotados cuyos ramajes convulsionaban en todas las direcciones.
"En dado momento, ––continuaba el narrador, con ojos fuera de órbita y con cara de ultratumba–– al alzar la cara me pareció ser vidente de una singular aparición, arriba del cerro: recortado contra el cielo tempestuoso, nada menos que un OVNI, (no de aquéllos otros), sino un objeto viviente no identificado, o para ser más claro, una especie de  monstruo de grandes proporciones que me hacía señas con sus brazos largos y retorcidos como ordenándome desesperado que escalara rápido hasta la cima.
Reprimiendo el terror primitivo y con el empuje de las consignas: "retroceder nunca y rendirse jamás"; y aquélla otra: "¡Aguiluchos, a la cumbre!"que gritábamos en la formación del colegio, me aproximé a grandes zancadas ––así ustedes no lo crean–– hasta la supuesta aparición listo a saborear a fondo y con pasión mi primer encuentro fantasmal.
Una vez delante suyo, se me congeló la sangre... ––Y aquí el cuentero hizo una pausa y miró al auditorio. Luego remató la historia con un desenlace inesperado––: No se me congeló por el susto ni por una emoción mortal, sino más bien por el desencanto:
El tal monstruo, ––tal como le pasó al Quijote con sus molinos de viento––, resultó ser un simple árbol más alto que los otros, del color de la noche, con extremidades huesudas de hojas abundantes. Sólo que para mi fantasía calenturienta se transfiguró en un personaje  de terror cuyos brazos esqueléticos, al son del viento fuerte iban hacia adelante e iban hacia atrás en un falso positivo que yo interpreté como una invitación a que me acercara lo más pronto posible".
Aquí los concurrentes no sabían si chiflar al cuentero o sonreirse de su inocentada. Sin embargo, estuvieron de acuerdo en que las apariencias han engañado todo el tiempo a los humanos y de que para bastante gente los fantasmas los concibe la imaginación o sólo los crean algunas mentes típicas incitadas por energías misteriosas. Sin embargo, sobre este último punto, muchos no estaban completamente de acuerdo.
Alguien podría engañarse como en el caso del amigo de arriba que a partir de un árbol turbulento en una noche de borrasca se ingenió un espanto; pero no muchos podrían estar inventando imágenes o figuras cuando se trata de leyendas consagradas por los siglos o de apariciones que han venido perpetuándose en el imaginario común de las generaciones.
Uno de ellos, precisamente, que no se había reído mucho, tomó la palabra para contarnos cómo a ese respecto, desde los tiempos de Jesús, venía rodando por el mundo una respetable leyenda, según la cual un judío había sido objeto de una terrible maldición, el día de la crucifixión de Cristo,  por negarse a prestarle  al Mártir una pequeña caridad:
Una variante de la leyenda relata que un personaje judío, al pie del camino, le negó un poco de agua al Salvador en su doloroso ascenso al Gólgota, por lo cual, se había hecho acreedor a la condena de no morirse nunca para dedicarse desesperado a «errar por el mundo hasta el segundo retorno del Hijo de Dios».
Unos dicen que su nombre es Malco, el asistente del Sumo Sacerdote, a quien San Pedro, en uno de sus típicos arrebatos, le cortó la oreja.
Según el supuesto relato de un obispo armenio que alguna vez visitó Inglaterra, la leyenda registra una nueva versión, a saber, el tal judío errante era un ermitaño, antiguo criado de Pilatos, a quien maldijo Jesús, a semejanza de la higuera, porque ese día al verlo pasar con la cruz a cuestas, le gritó insolente y despectivo: "¡Vea a ver, si va más rápido!".
Fue entonces cuando Jesús, embargado por la fatiga y el dolor, lo miró duramente y le respondió:  "¡Yo voy a ir más rápido, pero tú te quedarás hasta que yo vuelva por segunda vez!"
A partir de entonces ––sigue la leyenda–– se convirtió en un fantasma que no se puede morir, a semejanza de Jack, el tacaño, el de la lámpara de nabo, porque debe cumplir primero la pena de vagar por el mundo buscando el perdón de la blasfemia, antes del segundo retorno de Cristo. El criado rejuvenece cada vez que llega a la edad de cien años, y así hasta el fin de los tiempos".
 De esa manera, ahí en los mejores espacios de la casa,  entretenidos con las palabras, pasábamos los  últimos minutos oficiales de luz antes de buscar la oscuridad de la cama. (Seguiremos hablando después, en el otro OBSERVADOR)