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viernes, 19 de abril de 2024

LA CONVERSIÓN AL PETRISMO Y LA APOSTASÍA DE DON PEPE

 Don Pepe, un ciudadano de sano perfil, se dejó convencer de que el petrismo humano era el cambio hacia la salvación bendita del país. 
"¡Combatiremos—le predicaron fogosos en la campaña electoral— la corrupción y los vicios de la actual democracia: Con el socialismo 
de nuestro venerado presidente  —agregaron, con la vehemencia de la primera línea—, vamos a tener una sociedad feliz donde todos compartiremos todo, a nadie faltará nada, el poder será nuestro, las riquezas serán mías y tuyas. Nadie estará arriba, nadie estará abajo. Todos viviremos sabroso”. Don Pepe, en el acto, entusiasmado hasta los huesos, se convirtió en petrista.

Lo más impactante ocurrió días después de su fanática conversión, cuando uno de los fervientes petristas se presentó risueño en la puerta de su casa, y lo saludó sospechosamente cariñoso:


—Compañero, don Pepe,-empezó diciendo—, ¡qué bien que tú y yo pertenezcamos al gobierno del cambio! Este pueblo y la nación en general, a la luz de la fe socialista, serán el paraíso, por cuanto aplicaremos sus principios, uno de los cuales, establece el imperativo de compartir con alegría lo que se posee con quien no tiene esa dicha, Y como tú tienes dos burros —continuó diciendo mientras miraba ansioso hacia el solar—, y yo no tengo ninguno, tú deberías compartir conmigo uno de ellos. Yo quedo muy contento. Tú quedas, el doble, porque hay 'más alegría en dar que en recibir'.


Pepe vaciló unos instantes porque no estaba entrenado para desprenderse de sus bienes así de fácil. Mucha plata le habían costado a él y a su mujer sus dos burros, que eran como socios claves de su empresa familiar; pero, para probar su lealtad a la ideología del caudillo, para que hubiera paz total con su vecino, terminó accediendo a sus pretensiones:


–Si eso es así, –le dijo dócilmente– ¡llévate uno!


Y el vecino, al instante, sonrió satisfecho, porque el socialismo había funcionado, a la perfección, para él. De inmediato, fue y enlazó feliz al mejor burro de los dos y se lo llevó corriendo a su casa, (tanto como el burro podía hacerlo, obviamente).


Al caer la tarde, la mujer de don Pepe volvió a la casa y, como es de suponerse, se dio cuenta de la ausencia del animal y, de una vez, puso su grito en el cielo, llamando a descargos al primer sospechoso de la desaparición del burro:


–Pepe, —lo interpeló— ¿Dónde está mi burro? Yo dejé esta mañana aquí dos burros... (O, ¿tres?) El tuyo está ahí, el de orejas más largas; el mío, ¿a dónde se fue?


Don Pepe, mirándola temeroso y con la sensación de haber sido mañosamente engañado, le refirió en detalle cuanto había pasado con el vecino socialista, de que con su dulzonería verbal en materia de compartir, de ser iguales en tenencias y ambiciones, lo había convencido de regalarle a él, supuesto pobre copartidario, uno de sus burros, a fin de que el generoso sistema pudiera proclamar sus ideales de armonía social perfecta, eliminando la explotación, superando el desequilibrio y transformando la sociedad de menesterosa y esclava en un reino de abundancia y libertad.


–¡Eso es pura m... –se contuvo y se corrigió– m...mera basura de palabras! Te han tumbado.


Sin embargo, don Pepe, todavía con fe partidista no desconfiaba completamente del vecino, deseaba creer que él había obrado por claros impulsos dogmáticos políticos y no por bajos instintos de un ladrón de burros. Entonces su mujer, como buena santandereana, captó por telepatía sus ondas cerebrales encontradas, es decir, se dio cuenta de que su marido ingenuo aún conservaba esperanzas de que las intenciones del vecino habían sido cristianas, y, por eso, le propuso:


–Si tanta es tu fe en esos bellos principios socialistas, pon a prueba entonces los dogmas petristas del vecino: Me consta que él tiene varias vacas allá en su establo, y nosotros no tenemos ninguna. ¡Ve, pues, devuélvele las lindas palabras de compartir con alegría y demás, y, enseguida, pídele que comparta también contigo una vaca!


Y así convino don Pepe, con la moral en alto, por efecto de sus ilusiones petristas. Fue entonces en seguida hasta su casa, lo saludó potencialmente cariñoso desde la puerta y, acto seguido, comenzó su discurso:


—¡Copartidario socialista! ¡La paz total esté contigo! —procuró ser muy convincente—,Como tú invocas los sueños de igualdad, los imperativos de compartir y otras pautas del bien común, quiero hacerte la solicitud de que, como tú posees varias vacas y yo no tengo ninguna, compartas conmigo, por lo menos, una de ellas.


Fue entonces cuando el vecino dejó escapar una risita burlona, y cínicamente le contestó: 


–¡No, compañero don Pepe! Es que no te había explicado completamente de qué manera se manejan íntimamente algunos principios dentro del sistema. Por ejemplo, —ahondando más en la ideología de nuestro estado socialista—, ese principio de compartir con quien no tiene, solamente funciona cuando se trata de burros. Por eso a mí me funcionó. Pero para ti no funciona, porque yo, por una parte, soy miembro importante del partido; y, por otra, tengo vacas y, por lo tanto, no estoy obligado a compartirlas.


Don Pepe se llevó entonces con frustración las dos manos a la cabeza como para contener un fuerte trauma en su cerebro. Quiso por un instante coger piedras para arrojarlas contra la casa del vecino mostrando con destrozos su descontento, como lo hacen las primeras líneas belicosas del partido. Pero se contuvo. Decidió que volverse delincuente no era opción para él.  Prefirió más bien masajearse iracundo los pocos pelos de la cabeza,  desconsolado:


¡Mucho burro yo, y este tipo tan vaca! —Murmuró. Y a continuación, agregó, en un intento desesperado por achicar el problema—. Entonces, amigo, hagamos una cosa. Por lo menos, devuélveme el burro, porque ese le pertenece a mi mujer. Y ella no es petrista.


—¡Eso tampoco se va a poder! —le repuso el vecino, con amenazante acento militar—; por una sencilla razón ideológica. Para nuestro movimiento progresista, el hecho de compartir y luego quitar, se considera una grave traición al Sistema. Es lógicamente un retroceso. Un hecho doloso que puede castigarse con cárcel, con multas o cosas peores! –Y, tras decir esto, le dio con la puerta en las narices.


Don Pepe, ahí en ese instante, volvió a tener la tentación de coger piedras para vengarse del vecino, pero, se contuvo nuevamente. Recordó y confirmó las palabras de su mujer. “¡Te han tumbado!”. Acertó a dar media vuelta, atontado, para regresar afligido a su casa. Había sido víctima de lobos locuaces con piel humana, abandonando su amor civil por la bella democracia, la cual, aun con sus naturales defectos, seguía siendo muy atractiva.


Apostató entonces de la falsa doctrina del cambio petrista para devolverse a sus creencias ciudadanas, haciendo entonces un franco propósito de enmienda antes de volver a la casa, a firmar la paz con la mujer acordando comprarle otro burro con algún préstamo o empeñando su vida. Enmienda sincera que consistía en volver a caminar derecho, a no creer en falsos redentores sociales y a salir en procesión ferviente por las calles, gritando con pancartas y consignas, exigiendo que la Democracia auténtica viva y no tenga cambios de reversa.   

 

viernes, 24 de noviembre de 2023

MEMORIAS DE UN DOCENTE QUE SE VA

 Este profesor había esperado con ansia el momento emotivo de hacer un discurso de jubilación, frente a sus compañeros, cuando ya se le acercaba la aplicación de su eutanasia laboral por parte del Ministerio de Educación. Fue entonces cuando, antes de iniciar el discurso protocolario, comenzaron, en modo interrupción, a  resucitar fogosos sus recuerdos...


Se acordó, por ejemplo, de aquellos minutos previos a la foto histórica del 98, de la primera promoción de los bachilleres del colegio, cuando decidían el lugar más ameno para la misma, con el fondo ideal, con el espacio indicado. Él, nuestro docente en retiro, todavía muy joven y bien acicalado,  había llegado precisamente a mediados de ese año a encargarse de las clases de inglés de todos los cursos; y, por supuesto, estaba invitado a salir en la foto con el resto de la plana mayor de los docentes. El sitio elegido fue un bonito quiosco de una finca, justo al frente de la casona. A su diestra, —comenzando por ese lado  los profesores Josué, Alfonso y Manuel respectivamente, que se entendían muy bien. Luego, las profesoras Gilma, Cecilia Salas, (QEPD), —de inmortal recuerdo—; y, Oris, que también se llevaban muy bien. Y por último, en el extremo izquierdo, el rector de entonces, músico y compositor del himno escolar, don Heliodoro, —don Helio, con confianza—, el cual lo había recibido con franca alegría y lo había hecho sentir como en su casa. El docente lo recordaría por el hecho de que había sido el único administrativo que, en ceremonia especial, le había otorgado un diploma de reconocimiento por su labor. Después lo iría a aplaudir riendo, cuando entonara con su guitarra "tengo un carrito que se llama Pichirilo".

Luego, lo asaltó otro gran recuerdo, construido más adelante, cuando ya don Helio había pasado a la gloria... a la gloria del retiro irrevocable. Y fue en una de las sedes próximas a la Institución. Allí un fotógrafo curioso tomó la instantánea incluyendo otros docentes de la época, de caro recuerdo para el docente de nuestra historia. A su derecha, quedó Héctor, un profesor escritor muy aferrado al reglamento, ya, por supuesto, en el gremio de los pensionados. Y desde su izquierda, otros grandes amigos profesores, como Mariano, —todavía activo—, Rubén, ya del todo en su casa, después de trabajar muchos  años con los chicos más tiernos de la sede Chocoíta. 

En seguida, el profesor de gafas, Carlos, de mucha energía, hoy ya en la eternidad, patrocinador de los sueños publicitarios del docente de esta historia. Debajo suyo, el profesor Francisco, Pacho, de grato recuerdo. Y encima, el profe José, también gran amigo y animador de los buenos proyectos, en especial, del periódico El Observador, antes llamado el Informativo. Rematan la fila, los profesores Tobías, Euriel —de espíritu travieso–– y, finalmente, Elber. Debajo de Pacho, no podía faltar uno de los profesores más titulados y de grandes talentos, que pasó por la institución, el profesor Edgar Dorado. Guardándole la espalda al profesor Elber, está nadie menos que la rectora Ligia, quien relevó a don Heliodoro en la dirección del colegio. Retomó con mucha dedicación y esmero las riendas de la Institución que había impulsado y mejorado el inolvidable autor del "¡A la lid, estudiantes, marchemos!" e intérprete feliz del "Pichirilo que se enoja y no camina".

Archivo. Antigua sede de Primaria al lado de la nueva construcción del colegio. 

 Ya estaba entonces en su sana concentración para iniciar el discurso, cuando se le vino a la mente una escena de celebración en la otrora sala de informática de la casona, donde funcionaba la sección de secundaria. Sus protagonistas también habían sido muy significativos en sus mejores años. Y el recuerdo no vino solo, vino con la imagen de ahí abajo:


El motivo fue algún cumpleaños y allí se encontraban, —de izquierda a derecha—, una bella auxiliar de la secretaría del colegio, Sandra; luego, la profesora Jazmín, el profesor Edgar, la profe de Biología de entonces, de nombre Eva, la profesora Cecilia Reyes, la cual, tristemente, nos dejaría del todo en el 2021. Luego, bien joven y consagrado, no sólo a la comida sino al trabajo también, el profesor charaleño Misael Araque.

Y, cuando ya creyó encontrarse listo para discursear, cobro importancia una memoria pilar en su vida de trabajo docente, la creación de una publicación impresa hacia septiembre del 2003, bautizada en sus pañales con el nombre de INFORMATIVO, la cual comenzó a aparecer con artículos, chistes, crucigramas y cuentos, entre otras cosas. Después de años cambió el nombre a Interleb prensa, y, a renglón seguido, Nuevo Colegial. Al poco tiempo, recibió el auto bautismo definitivo con el alias de El  Observador, del cual ya se cuentan 44 ediciones.


Todo un historial de grandes satisfacciones o decepciones, saboreó en el recuerdo el docente, antes de poder pronunciar su discurso. Vio la cara de alegría y entusiasmo de miles de jovencitos que adquirían la publicación, que la leían y la disfrutaban. Pero también lo atribulaba el convencimiento de que no había sido profeta en su tierra, de que había arado en el desierto o intentado "atrapar vientos", porque su institución y sus compañeros —salvo buenas excepciones— no le habían dado la importancia merecida, ni habían considerado y apoyado su valor educativo y cultural.  Pero terminó consolado y sonriente, pensando que, si bien no le llovieron alabanzas ni reconocimiento por su creación y difusión, de todos modos ahí estaba la obra realizada y esparcida en la historia del colegio, no como un virus, sino como fecunda semilla. Pero, ahora que tendría mejor y más tiempo, volvería sobre ese asunto y que tendría tiempo para meditar sobre la publicación, la cual, en vez de morir con su labor docente, debería resurgir con nuevo espíritu y semblante.

EL OBSERVADOR ha llegado a miles de jóvenes, que lo han disfrutado durante muchos años de su existencia, no sólo en el colegio donde ejerció su editor, sino también en muchos otros.

El Observador marcó un estilo y una sana costumbre. Fue una institución dentro de la Institución.

Y ahora sí se creyó preparado para hacer el discurso. Pensó que debía agradecer a su colegio, a su rector, a sus compañeros. Pensó que pesaban más las bendiciones recibidas por cada uno de ellos que las posibles indiferencias o faltas de aprecio o respeto. Quiso un abrazo espiritual para cada uno de ellos. Se sintió muy feliz por quedar libre de las ataduras de los horarios, de las notas, de las clases. Pero triste por no volver a tener tan cerca a tantos jóvenes inteligentes y llenos de entusiasmo. Por no formar parte del elenco docente, por ausentarse de la compañía de tantos amigos con los cuales su tiempo tenía tanto significado y entusiasmo. Esa amalgama de sentimientos encontrados lo paralizó de momento. Pero, en seguida, se reconfortó con el pensamiento de que la vida, considerada como un río, debía seguir su curso. 

Fue entonces cuando, deseando con fervor felicidad y éxitos a quienes debían continuar en la cruzada educativa por el bien y la formación de los jóvenes, con la frente en alto y seguro, sonrió para sus adentros. La decisión estaba tomada, se dijo a sí mismo: 

"¡Bienvenido, mi nuevo, grato y feliz Destino del ocio y la libertad!"

 


miércoles, 22 de noviembre de 2023

Mi personaje inolvidable (2)

 La maestra, pensando dejar en la lona a su alumno más casposo, le lanzó un "gancho de derecha": “¿Sabes, Juanito –le preguntó–, qué  es pignórolo?” Él "esquivando el golpe",  respondió de una: ”¡Profe, ignórolo!” 


Indudablemente, –por ser legítimo heredero de la vena humorística de nuestro padre–, a mi hermano risueño le gustaba intervenir durante nuestras charlas familiares, con su  ya conocido y aplaudido repertorio.

En esta ocasión, nos trasladó al aula de clase de nuestra época, mientras la férula reposaba intimidante sobre el escritorio de la profesora dictadora. No tanto porque fuera déspota o nada democrática, sino porque en su habitual metodología nos dictaba los conceptos y el conocimiento de los libros, aunque a veces, podíamos verla y sentirla como la monarca detentando ella sola los tres poderes del estado. Tal vez no nos volvimos eruditos, es decir, sabelotodos; pero sí memorizamos asuntos académicos importantes y de bastante uso en la vida cotidiana. Y también se nos quedó impregnada en las fibras el imperativo de la disciplina so pena de sufrir las consecuencias en las manos o en la piel; en las notas y en las nalgas porque nuestros papás secundaban a los maestros cuando de sus bocas brotaban descontentos y ayes por nuestros alocadas conductas en las aulas o fuera de ella.

También era frecuente que el profesor se tomara muy en serio al alborotador incorregible, buscando la forma de meterlo en cintura, con cualquier medio a su alcance, como en esta oportunidad referida en broma por mi hermano, cuando la maestra, inspirada por cierto diablito interior, quería hacer quedar mal ante la clase a un pequeño revoltoso, de la primera línea: (De hecho, estaba sentado en la primera línea de pupitres). 

“¿Sabes, Juanito, –lo interrogó entonces la maestra, porque ya había explicado en el tablero el acusativo y el dativo–, qué  es ‘pignórolo’? Imaginaba que el chico iba a tomarse un tiempo largo para pensar, mientras sus compañeros sentirían pena por él; así escarmentaría. Pero no fue así. Juanito, que no era ni corto ni perezoso en asunto de disturbios, replicó al instante, para que sus compañeros festejaran: “¡Profe, Ignórolo!”.

La clase sonrió gracias a que la respuesta rimaba con la pregunta; y que, además, aunque parezca mentira, los que se consideran "calmados" se inclinan por acolitar a los alborotadores. 

Este fue uno de los chistes “especiales” tomado del inventario humorístico de mi hermano, que le escuchamos varias veces, pues era muy dado a sacarle chiste a todo, a descubrir el lado jocoso de las situaciones serias, como aquélla que tuvo con nuestro padre a quien estaba visitando y de quien recibió la invitación a festejar el feliz reencuentro con un aguardiente. Sin recordar nuestro padre que había almacenado alcohol medicinal en una botella de una marca conocida, le llenó una copa con su contenido y lo exhortó al brindis: “¡Hasta el fondo!” —Exclamó.

Nos contaría riendo después nuestro hermano esa abrasadora experiencia cuando aquel trago bajó dramáticamente a sus entrañas. Pero luego, para que la función no quedara incompleta, nuestro padre, en seguida, encontró el licor auténtico, colmó una nueva copa con su contenido y se la ofreció. Nunca antes una medicina de esa naturaleza había sido tan efectiva, al bajar por el gaznate de un humano. La reunión terminó entonces feliz y memorable, en un ambiente de ocurrencias y anécdotas, elemento natural donde se movían los dos como peces en el agua. 

De ahí en adelante, cuando una circunstancia suplicaba un brindis, levantaban entonces las copas y, antes de apurar el trago, exclamaban “¡Este sí es del bueno!” Sobrevenían luego las carcajadas antes de continuar hablando.

miércoles, 5 de julio de 2023

¿Cómo van los valores en educación?

 No sólo a las áreas de Ética y religión les toca la tarea de ayudar en la construcción de la ciudadanía y de la personalidad de los estudiantes, es producto de todo el pensum académico institucional


Mi amigo Frank siente un gusto muy sincero por las caricaturas. Dice que a veces, en lugar de ponerse a leer un largo artículo, prefiere más bien sonreír pensando o pensar sonriendo, en el contenido de ellas, porque tienen la propiedad de exagerar una realidad de fondo, de criticar inquietamente,  con humor a veces incómodo, estados significativos del mundo real donde nos movemos y existimos. No sólo para que hagamos lo del bobo, el cual únicamente se queda con la sonrisa larga y el pensamiento inútil, agregando: “Siga diciendo que a mí me gustan todas esas vainas”; sino para que revisemos tales aspectos de la vida, y nos den ganas como de modificarlos para bien.

Para Quino, –comenta Frank–, el asunto de los valores de los jóvenes es competencia prioritaria de la familia, de ahí que presente la figura paterna en su relevante función de inducir valores en sus hijos, no sólo verbalmente, sino, sobre todo, con actitud y muestrario. Dicha tarea la compartirá el docente, por vocación o por salario, cuando estos chicos entren a formar parte de los grupos escolares. Frank estima que el egoísmo se infunde en el ser humano, desde sus primeros meses de chupo, volviéndose código en su desempeño de interacción social, bien en la misma escuela, en la casa y en el exterior.

Comenta asimismo a Matador, quien, con estilo algo descarnado, bosqueja contradicciones o desnuda eufemismos. A quienes presentamos valores nos asalta con la sorpresa de que los resultados en efectivo contradicen violentamente a los teóricos. La responsabilidad individual parasita de la ajena, –o sobrevive a expensas de lo que el otro hace–. Y el seudo convencimiento de que somos respetados o apreciados se nos revela como un auténtico engaño, graficado cruelmente con una caricatura dentro de la misma caricatura. Para Quino, los medios de comunicación e información se erigen como maestros colaboradores en la enseñanza de los valores predominantes en la actual sociedad, en cuanto a cultura, relaciones sociales y llenado de cerebros. 

Frank supone que unos padres y unos maestros achican su misión pedagógica al sólo “indicar”, como lo hace el padre, que también señala así a unos maestros de escuela, –de hecho, a ellos los llaman “guías”–, porque se obligan a indicar información.   Vivimos, pues, en medio de engañadores, –concluye Frank–, como la rica abuela testadora, que por suerte no ve a sus Pinochos de narices ambiciosas y sonrisas maquiavélicas. 

El contraste curioso lo ejemplifica el niño con cara inocente, que se deja tomar de la mano, en actitud desinteresada. Ajeno a la conducta tendenciosa de sus familiares, sin proponérselo, protagoniza la mejor estrategia para quedarse seguramente con la herencia de la abuela.

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domingo, 9 de abril de 2023

Ya no tiene cómo mantener a sus 102 herederos

 El elevado costo de vida lo ha obligado a cerrar 

la productiva fábrica de hacer hijos


Observé allá en Uganda, en Butaleja, a un asombroso, pero ya estresado agricultor de 67 años, que tiene,  —para que te asustes—, 12 esposas, 102 hijos y 568 nietos.

Se llama, para más señas, Mzee Musa Hasahya y empezó a los 16 años su apasionante vida productiva en el pueblo de Lusaka, al contraer su primer matrimonio. Y digo primero, porque le siguió gustando “esa vaina de casarse”, como decía el bobo del cuento; y, de hecho,  lo hizo una segunda vez, una tercera, una cuarta... Para resumir,  lo hizo once veces más, hasta completar ese record nupcial que le granjeó tantos muchachitos, con tantas madres propias para unos y adoptivas para otros.

La poligamia legal en Uganda le permitió consumar ese tipo de hazaña machista y, aunque creció en la escasez y casi en la nada, Mzee pronto se las arregló para cambiar su extrema pobreza en capital y en prestigio, alcanzando incluso éxito político, convirtiéndose en presidente de su aldea. (Nunca antes en una posesión –me contaron los periodistas, – se habían visto tantas primeras damas juntas).

Pero te estarás preguntando porqué a nuestro amigo le gustaba harto esa manía de casarse tanto y de hacer excesivo ejercicio conyugal. Pues sencillo: Tenía una especie de trauma generacional, o de obsesión paternal. Creía que, con esos dos hijos no más que tenía con la primera, no era suficiente para garantizar la perpetuidad de su clan. Además su padre también había tenido sólo dos hijos y ese número amenazaba seriamente la continuidad de su apellido sobre la tierra. De esta manera, el agricultor ugandés empezó a pasarse incansablemente de cama en cama no sólo para que sus esposas no se sintieran solas y expuestas a ser infieles, sino también para acrecentar su descendencia. (Algo enrazado, parece, con el famoso Abraham que también bíblicamente tuvo tantos hijos como las arenas de las playas del mar). “Naturalmente, –me explica el prolífico Mzee– cuando ya se baja la materia prima viril, la alarma se activa para que los hijos asuman su rica tarea de seguir “multiplicándose y llenando la tierra”. Pero sin obsesión ni constancia excesivas. “Porque –concluye sabiamente–, la crisis  económica que vive el mundo también tocó nuestra puerta y hay que ser ya austeros y medidos. Y de hecho, ha reunido a toda su tropa, como arriba en la foto, para echarles un discurso de inteligencia sexual, entre otros temas, para que opten por la planificación familiar, que ya el clan Muza, por ahora está a salvo, y que más bien piensen en cuidar y atender a la prole medida que ya tienen... Que los manden a estudiar para que prefieran más los placeres espirituales, los bienes del conocimiento, más que las dulces tentaciones mundanales.

domingo, 21 de agosto de 2022

EL TRISTE ROCÍO DE LOS ADIOSES

 Esas manos agitándose incansables eran como el aleteo de aves antes de marcharse


 Cuando el jardinero de nuestro colegio, –por el peso reglamentario de sus años de servicio–, tuvo que despedirse de nosotros para acogerse al gozo de su pensión, nos echó un cuento tierno como para amortizar la pena que inevitablemente nos iban a deparar nuestros mutuos adioses.

Nos hizo salir al patio y allí, frente a un corpulento sauce llorón –para colmo de los pesares– nos contó que una vez existió un fresco arbolito de ramas acogedoras donde anidaban y retozaban, todo el día, muchos pajaritos traviesos.  

El árbol, de tanto estar con ellos, no sólo los conocía muy bien a todos, también los apreciaba y gozaba de su compañía. Y cuando llovía o hacía frío, más intimaban las aves con sus hojas, y él más las abrazaba con sus ramas. Y si el calor las molestaba, éstas se aliaban con la brisa, y entre ambos las refrescaban mejor. Si los felinos las acechaban, entonces el árbol trenzaba mejor sus guardianas hojas para reforzar la protección.

Pasaron rápidamente los días y llegaron las frías vísperas del invierno. Y todo el ambiente se tiño del gris propio de las despedidas, a la par que las emigrantes se alistaban para ir en busca de horizontes seguros. 

El árbol lo advirtió. La total ausencia de sus amigas era inminente. Y, casi en seguida, una tras otra, o varias simultáneamente, fueron alzando el vuelo, en presencia del viejo árbol cuyas ramas ondeantes simulaban, ante las ráfagas del viento, los vaivenes de las manos que se agitan, graficando esos adioses que nos alteran y que nos duelen. Experimentó ciertamente un hondo pesar, pero orgullo también, como si fueran hijas listas a desposarse inevitablemente con amores por estrenar. 

Al ocaso, ya estaba solo y su figura nostálgica en seguida se mezcló con las sombras.  

Pero no fue el final de la historia del árbol. Al otro día, recién cobraron color las criaturas, al contacto con la aurora, resurgió acicalado, pleno de brillante rocío, más que de costumbre: “¡Qué bonito luce! –comentaron al punto los observadores– es poesía pura adornando el paisaje!” Lo que no sabían era que la despedida de las aves lo había afectado demasiado, y eso que percibían como perlas brillantes era metáfora; en verdad eran las lágrimas vertidas en conjunto por sus hojas, la tarde anterior, que se convirtieron prodigiosamente durante la noche en radiante rocío en forma de perlas. Fue como si, durante la noche, el árbol hubiera sido capaz de convertir todos los adioses tristes  de las aves, en matutinas bendiciones para el mundo.

–Las grandes despedidas, –concluyó el jardinero, ya a punto de partir–, son también, en principio, grandes pérdidas que empobrecen el ánimo y afligen.  Nos causan pesadumbre, como cualquier renuncia. Nos hurtan lágrimas, como cualquier congoja. Y son ineludibles ingredientes del menú ofrecido por la vida. Pero, como toda pena sobre esta tierra, tal como lo hizo el árbol, deberá permutarse por inspiración, para poder seguir viviendo exitosamente, sin depresión ni fiasco. –Tras un suspiro de pausa, sabiendo que  había sonado la hora de ponerse en camino, agregó: –¡Ojalá uno pudiera remplazar el duelo de una bendición perdida, por el recuerdo feliz de haberla obtenido y  disfrutado! 

Luego, sujetó su maleta de viajero, no sin antes, echar un último vistazo a la fachada del edificio donde había pasado largos años de su trabajo, como intentando tatuarla en sus pupilas. 

Y, por último, nos fue diciendo “adiós” a cada uno, agitando una y otra vez la mano. Y mientras multiplicaba el número de adioses, nosotros agitábamos también incansables hacia él nuestras manos. Eran como el aleteo de las aves antes de emigrar. Pero distinto al cuento, nosotros nos quedábamos, y el buen hombre se marchaba. Unos juramentaron recordarlo con afecto, agradecidos. Otros prometieron ser lindos amigos de quienes se quedaban... mientras se quedaban. 

Yo, como soy tan sentimental, no prometí no llorar en las despedidas, ni en la tuya ni en la mía; bregar sí a sonreír y que tú también sonrías. (Así sabremos que hemos hecho feliz compañía). Pero la verdad es que deberíamos ser como ese árbol del cuento. Ser poesía y que tú también seas poesía: Ahora y en la hora de tu ausencia y de la mía. 





lunes, 29 de noviembre de 2021

¡Adiós, Mia bella!


Nos asustó su tamaño y la facha de pocos amigos. 
Era una enorme “bola de pelos”; madre hacía rato, 
de ascendencia extranjera, 
de caricias pocas, mirada intimidante. 
Aún así la hicimos parte de la familia. 

“No pueden tenerla más” –Nos contaron–, porque la dueña de la gata va a tener un hijo y las señoras de experiencia, incluso el médico, advierten que Mía Bella (así se llamaba la minina, que realmente era bella), esparce pelos por todo el mundo, –dictaminaron– y eso le puede provocar una enfermedad delicada llamada toxoplasmosis”. 

No muy exacto por cuanto el parásito que la propicia no se halla propiamente en sus pelos. De todas maneras, la futura madre, con el pesar de varias mujeres importantes de su casa, decidió buscarle a Mía Bella un digno hogar sustituto donde la adoptaran y la mimaran como a una reina, título nobiliario que no figuraba en ningún documento, pero que ella se lo había ganado por su porte, por su caminar leonino y esa mirada dominante de soberana.

Ganamos por suerte ese concurso, el de ser la mejor opción del hogar sustituto para Mia, y entonces, con la señora de la casa, nos fuimos a recogerla prontamente al apartamento donde había pasado la primera parte de sus mejores años: su infancia, su desarrollo y el proceso de su maternidad, cuyo fruto fue un cachorrito encantador, el cual obtendría poco después la nacionalidad gringa. No lo conocimos. Pero, según las noticias de la época, era fino y divino; y creo que pagaron mucho por él. Ojalá esté todavía vivo y no sepa la muerte de la mamá.

Cuando llegamos al apartamento nos tenían listo el trasteo de Mia Bella, su casa de madera, un bolso con ventana transparente, así como el resto de sus enseres personales. El tamaño de la gata nos alarmó, así como su pinta de enojo perpetuo. Era una colosal “bola de pelos”, de caricias pocas y de enorme mirada intimidante. Aún así, iniciamos el proceso de intercambio de propiedad o de paternidad, empacando en el bolso a la recién adoptada, subiéndola al vehículo con su trasteo para llevarla a su nueva residencia. Agradecimos el regalo a la primera dueña de Mia, que se quedó apesarada; mientras nosotros nos marchábamos emocionados, como si nos hubiéramos ganado un trofeo. 


Ya en casa, le organizamos su “apartamento”, con su alcoba-comedor (ver foto, ahí está en la puerta), servicios y juguetes. Y nos turnábamos para atenderla lo mejor posible, para alzarla, jugar, consentirla, –para no hablar largo– para amarla como a un lindo juguete viviente.  Desde esa fecha del 2013 hasta el 28 de este octubre, (día de su triste adiós definitivo, tras soportar los últimos meses un cáncer de huesos demoledor), contamos ocho bonitos años, durante los cuales ella nos compartió sus gustos, sus caprichos, sus costumbres, su gestos particulares de afecto gatuno y de interés por nuestras labores habituales. Le gustaba meterse en las cajas de cartón, tal vez, porque sus instintos atávicos le recordaban las cuevas de sus ancestros. Hacía respetar su territorio emitiendo un gruñido característico de rechazo a los visitantes que no eran de su agrado, quienes, primero, saltaban asustados, pero, después se sorprendían fascinados por su belleza y pagaban por verla de cerca y sobarle la cabeza. (No se podía, era temerario, las uñas afiladas y veloces  de Mia olían a peligro). Le apetecía el sol del andén para broncearse, el amor de las macetas para las siestas, subirse al sofá de la sala a retorcerse, los tapetes cálidos, las cobijas elegantes, para desparramarse ahí, despidiendo un montón de pelos rubios. Ese vicio suyo alentaba el alboroto y los regaños de la señora de la casa, frente a los cuales Mia Bella se quedaba en suspenso como si entendiera y, en seguida, escapaba a lugares más seguros. Por el contrario, mi hijo mayor que mantuvo hacia ella un afecto admirable, la invitaba condescendiente a su alcoba y le permitía subirse a la cama a dormir allí o a mirar por la ventana hacia la calle como una abuelita chismosa a ver que noticias bajaban o subían.


Muchas más cosas podría contarles de la biografía de Mia, pero no hay aquí mucho espacio para hacerlo... Queda tarea para más adelante. Al terminar las dolientes labores de sepulturero, en la finca de mi hermano, dediqué unos segundos solemnes a observar su tumba. Creí escuchar el dulce tintineo de campanas celestiales, pero, en realidad, eran unos carillones melodiosos colgados del techo de la casa vecina que se columpiaron con las brisas de la tarde. Pero los tomé como un homenaje póstumo a la noble difunta. Recordé entonces cómo en su lecho de muerte le acariciaba la frente con la izquierda y el lomo con la derecha repitiéndole una y otra vez: ¡Gracias, Mia Bella, por haber compartido tu amistad, tu presencia, tus encantos, tu vida con nosotros! Luego, mirando hacia arriba, agregaba: ¡Gracias, Dios de la vida y de los bienes, por haberlo hecho posible! Vuelto nuevamente hacia ella, conmovido hasta las lágrimas, le susurré: “¡Adiós,  Mia Bella!” Ya sus pupilas lucían inmensamente negras.
                                                                                                                         

¡Este reloj es un paquete!

 Con aire capitalista detalló  su compra: un enorme reloj con el cual pensaba cronometrar el mejor registro del campo al pueblo y ufanarse de esa joya delante de la gente.  Horas de camino después, en la plaza, tuvo  una sorpresa: Había “volado” desde la montaña remota al parque en un solo minuto. Algo malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj.

El tío Benito fue famoso, (al menos en nuestro mundo familiar), por ser un sufrido varón, fiel a la jornada dura del campo, a los ajetreos hogareños, y por profesar una fe de carbonero en las personas, al borde de la bobada, tal como se lo criticaban con burla, cada rato, sus otros hermanos, como por ejemplo, Valentín, –hombre reseñado por las observadoras comunicativas, como muy “ofensivo”–, con quien precisamente sostenía frecuentes discordias verbales rayanas en boxeo público a campo abierto.

Una vez precisamente ese fresco lo ultrajó con sus malcriados comentarios sobre una de sus actuaciones, mientras paladeaba uno de sus habituales tintos, hasta el punto de hacerlo vociferar groserías comunes del medio, mal hábito del cual se cuidaba bastante. Aprovechó entonces el tal Valentín para reírsele feo en la cara y  amonestarlo, en tono sacerdotal: 

“¡No debes ser  tan groserito, don Benito, eso es muy malo para la fe, la salud y para los oídos del prójimo!” 

Como réplica, el tío Benito, rojo de ira, explotó  contra el suelo la taza del tinto, desafiándolo inmediatamente, a un combate cuerpo a cuerpo.

“¡Cuando quiera!” —acordó ficticiamente el guasón, porque sus secretas intenciones no eran enfrentarlo, sino más bien, evadirse con disimulo de la escena.

“¡No perdamos tiempo, Valentín! Vamos a pelear”  Porfió Benito, pero, el hermano, que no era belicoso, sino hecho para las bromas pesadas, acabó por batirse en retirada, dejándolo ahí amargado y chillando solo.

Pero tal vez la anécdota que se inscribió en los anales de la familia con rasgos indelebles fue aquélla que nos narraba jocosamente nuestro padre, con su singular estilo picaresco. 

Según él, un amigo (de los que lo quieren a uno, no para el bien, sino para tumbarlo, es decir, para engañarlo), le ofreció a lo paisa, con tintes de ganga, un reloj de amplia esfera, con manecillas amarillentas, de cuerpo igualmente dorado: “¡Bañado en oro! –le aseguró el ostentoso vendedor- importado de la USA, futurista, sólo para los ricos e inteligentes que puedan darse el lujo de comprarlo!”

No tuvo que esforzarse tanto el farsante para que el tío Benito, –que ni le preguntó qué era eso de la USA–, acabara por soltarle unos buenos billetes a cambio de semejante “joya”. 

Y entonces, ni corto ni perezoso, se lo estrenó feliz a la mañana siguiente. Lo fijo a las seis de la mañana, según el reloj campanero de la finca, lo ajustó a la muñeca, lo detalló soberbio, y emprendió rápidamente el camino hacia el pueblo. Quería establecer un nuevo record de tiempo entre la casona del Edén y la plaza de mercado donde pensaba entonces también agitar el pulso a diestra y siniestra para que a la luz del sol se encandilaran sus compatriotas con los destellos de su presea dorada.

Una vez en la plaza concurrida, con aire capitalista,  detalló  su última y costosa adquisición, a fin de  ufanarse de haber logrado el mejor registro del campo al pueblo ese día de mercado. Eso, por una parte. Y, por otra, para exhibirlo vanidoso a los espectadores. Sin embargo,  apenas giró la muñeca y miró el reloj, se quedó petrificado. Estaba frente a un misterio inaceptable: Había literalmente “volado” desde la fría montaña remota al parque en sólo sesenta segundos: Eran pues -según su preciado cronómetro- las seis y un minuto.

Algo muy malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj. “Yo creo que con el reloj más bien. –pensó para sus adentros–. Comprobó al instante, indignado, que las manecillas del reloj estaban, igual que él, paralizadas, no por la emoción que lo embargaba, sino porque su mecanismo chino no era compatible con la dinámica imparable del tiempo. Fue entonces cuando, desconsolado y maldiciendo la malicia humana que se aprovecha de los ingenuos, definió con realismo lo que el capitalismo le había hecho comprar: 

“Lo que realmente pasa -se dijo  dolorido en su conciencia- es que ¡este reloj es un paquete! (Para decir: Puro tamaño pero nada que trabaja).

Luego fue a refugiarse a la sombra de una banca solitaria del parque a rumiar su pena y a esperar que se le iluminara el seso sobre qué hacer con “el paquete”, o sea con esa cosa costosa que le dijeron que marcaba exactamente la hora pero que en realidad ni siquiera fue capaz de andar más de un minuto. 

Mientras él piensa ahí sentado un momento, les cuento que nuestro padre solía repetir mucho sus historias y las mezclaba unas con otras -o mi mente tal vez lo hace-pero lo cierto es que, al parecer, el tío Benito, después de serenarse y de pensar un rato ahí en el escaño, como no podía sujetar del cuello al estafador para estrangularlo, acudió más bien pacíficamente al relojero del pueblo para que le revisara el reloj y se lo pusiera a andar de nuevo, si era posible. (Eso fue lo que decidió ahí en la banca). 

Cuenta mi padre que cuando entró Benito al taller del tiempo, aquel artista de arreglos, tomó el reloj con elegancia y lo destapó magistralmente. Tras un minucioso examen ocular mediante una lupa gruesa, se lo llevó a los labios para aplicarle el remedio: un severo soplo. 

De una, como en los viejos tiempos del Génesis, cuando el barro cobró vida con el soplo divino, el rutilante reloj reanudó sus tareas naturales de marcar el tiempo. Quedó Benito otra vez buenamente pasmado con el suceso y de nuevo con el alma en el cuerpo le preguntó al relojero cuánto le debía. Imaginaba que de pronto el buen hombre sonreiría amable y generoso y le diría: “¡Nada! Y él contestaría suspirando de satisfacción: “¡Muchas Gracias!” Pero no fue así. El relojero, mientras reorganizaba los utensilios de su mesa de operaciones, le respondió como un profesional: “¡Son cien pesos!” (Plata para la época). Perplejo entonces el tío Benito le reclamó:

“¿Tanto por un simple soplo?

“Te cobro no tanto por el soplo, -Le aclaró el soplador-, cualquiera puede soplar. Te cobro porque yo sabía que debía soplar, y dónde soplar, cómo y en qué dirección soplar. Yo estudié bien ese arte de soplar como relojero, mi soplo, contenía el dinamismo que resucitó al reloj. ¿Por qué entonces no cobrar?

Una vez más le pareció al tío Benito estar frente a un noble hablador, que, así no más, con un simple soplo, le había reparado el reloj. Le dió entonces los cien pesos, se reajustó de nuevo el gran reloj en la muñeca y, tras darle las gracias al predicador, se fue rumbo a la plaza de mercado. Pero allí ya no tuvo la alegría y las ganas de exhibir su monumental presea dorada a sus conciudadanos. (Dudaba ya de su amor por ella). Ojeó una vez más las manecillas y supo que estaba andando. Y así se la pasó ese día atisbando ansioso a cada paso la cara del reloj no fuera a pedir otro soplo. No supimos si algún día después se encontró de nuevo con su amigo vendedor. Y si al reloj le siguieron gustando los soplos para seguir viviendo.

Aprendimos, como seguramente lo hizo el tío, que siempre habrá sobre la tierra presas fáciles para las redes de los arácnidos humanos, bromistas que gocen a costa nuestra; pero que siempre habrá la forma de no morir en sus redes y de aprender de todas esas experiencias flojas. 

En eso ayudan los psicólogos de esta época estresante; (Y ganan billete) se la pasan “soplando”, impartiendo alientos de vida a quienes buscan bienes para sus males y escape a las trampas de sus prójimos. 

Pero, sobre todo, querrán dejar de ser “paquetes” para la sociedad: 

Pura fachada.. pero de servicio y eficiencia, pocón, pocón.