Translator

martes, 28 de junio de 2016

ASÍ CONTABA MI TIO VALENTIN

Comprobado que nadie está contento con lo que tiene. Con todo, las historias repetidas enseñan que cada quien posee el capital preciso para triunfar


A mi tio Valentín, sin haberlo conocido personalmente, lo he elevado en mi mente a la gloria de los grandes personajes, según lo que de él contaba mi padre. Nada letrado, todo sencillo y natural, como las aves del cielo o las cabras del monte; nada afanado por escuela, ni por arte, ni por prestigio ni por tesoros mundanales; todo dedicado a los sentidos rectos y a los afectos campechanos. Precisamente por esto, por su forma espontánea de ser, instauró un estilo peculiar en la familia.  Muestra de ello, esa maña suya, al atardecer,  tras una jornada extenuante de sol y de surcos,  la de apostarse allá arriba en una de las lomas que miraba hacia la casa de campo, a gritar  a pulmón abierto: "¡Nacionales, tengan el chocolate listo!"

Por su palabra rápida y ocurrente, quizá por su pasión de protagonizar las charlas familiares en torno a la mesa, bajo la luz oscura de lámparas de aceite, lo consideramos el narrador elegido para que nos entretenga con historias de vida  simples e interesantes, como ésta de un conejito que vivía en el bosque, con todos los demás animales, todo lindo él y tal vez inteligente, pero que tenía un grave trauma psicológico: no era feliz.
 Pero dejemos que sea él, mi inolvidable y fabuloso tío Valentín, quien continúe el relato.

Hubo una vez, como les venía diciendo, -y sorbía de la taza con denso placer campesino el chocolate espeso, (un enorme pedazo de queso de hoja y una arepa que se salia del plato esperaban su turno)- hubo una vez un lindo conejito en un bosque lejano que se encontraba muy triste y deprimido porque era chiquito y no podía defenderse de los demás y porque también había nacido, en un claro contraste con la naturaleza, con las orejas muy cortas. Un defecto que, cuando él se miraba en los espejos de un arroyo cristalino que por allí fluía lentamente, le recordaba un complejo de inferioridad insuperable desde que tenía uso de razón. (Los conejos y demás animales en este cuento ya cuentan con uso de razón).

 Al conejito orejicorto le hubiera encantado ser un león con sus zarpas, su melena y su fuerza. Soñaba en vano también con haber sido un tigre con su rapidez y destreza. Ansiaba con el hocico salpicado de lágrimas, llegar a ser un oso monumental, ante el cual el bosque se postrara respetuoso a su paso. Pero  en vez de eso, -y golpeaba despechado el pasto con sus felpudas traseras-, era un minúsculo conejo indefenso al cual quien quisiera podía lastimar. 

Por solidaridad natural todos los animales que lo conocian y apreciaban andaban alarmados con su comportamiento que ya rayaba en lo neurótico según el psiquiatra del bosque, un viejo búho que se la pasaba meditando arriba de un árbol no haciendo nada pero fijándose en todo el mundo.

Pero como en este tierra no faltan los consultores gratuitos un azulejo se le acercó en esos momentos, cuando el conejito  acariciaba furioso el pasto con sus pezuñas, y le preguntó cuál era la causa de su berrinche. El conejito le respondió que estaba muy triste y decepcionado con la vida, que nadie lo quería, que estaba solo e indefenso en el mundo y que más bien, para solucionar sus problemas, se iba a botar al arroyo.

El azulejo volteó la vista hacia el tímido arroyuelo y sonrió para sus adentros (porque si lo hubiera hecho para afuera el conejito lo hubiera matado. Tanto era su coraje). Mientras sonreía entonces para sus adentros, el ave fingió comprensión y ternura, y como hacen los psicólogos, empezó a preguntarle por la mamá conejo, el papá conejo y toda la familia conejo, hasta que el paciente, a punta de respuestas, describió no sólo su genealogía  conejil sino también la de sus vecinos y todos sus internos males. Ya al final, cuando el conejito estaba cansado de hablar, el azulejo que algo había aprendido en su corta vida, le aconsejo que no se quedara ahí desplomado, que más bien fuera a buscar ayuda profesional donde un sabio mago que vivía, subiendo y bajando varias montañas, a varias lunas de allí, para que él tratara de orientarle la vida o por lo menos le aplicara una inyección contra la depresión.

Ni corto ni perezoso, el conejito se secó las lágrimas, se sonó las narices, respiró profundo y se puso en marcha hacia la supuesta montaña donde residía el supuesto mago. Al dar el primer brinco, se volvió hacia el azulejo y lo miró con ojos agradecidos, pero también con  dudas y pereza, como diciéndose. "¿Yo... subir una, dos, tres montañas? ¡Ni porque fuera un canguro!"
Ya para entonces casi toda la comunidad de animales rodeaba a la avecilla que había asesorado certeramente al conejito acomplejado. Éste, viendo entonces a esa multitud que respaldaba sus intenciones de ponerse en camino, sin darle largas al asunto, retomó sus brinquitos hacia el norte, hacia donde se recortaba contra un cielo muy azul con pintas blancas una escalera de montañas impresionantes que parecían colgar del infinito.
Como le advirtió el azulejo, el conejo tuvo que brincar muchos días y muchas noches, tuvo que padecer lunas  insomnes y resistir soles calcinantes, hasta que por fin, acabadas todas las montañas, arribó a una caverna oscura y silenciosa donde habitaba en su sabia soledad y en su divino silencio un mago supuestamente todopoderoso, ante él cual, sin mediar protocolos o descansos, el conejito se inclinó a modo de saludo y le expuso el motivo principal de su visita.

Para su sorpresa el mago no pareció detallar su presencia ahondando todavía más el complejo de inferioridad de nuestro angustiado conejito. Se acercó entonces al mago y le alzó las pezuñas hasta la cara logrando que el hombre reaccionara como cuando a uno se le para una mosca en la cara.

Una vez concluida la enumeración de sus males el mago sonrió para sus adentros. Y como quien quiere quitarse de encima a alguien tedioso le dijo que para hacerle el milagro de convertirlo en tigre, en oso, o en cualquier otro imponente animal tendría que regresar al bosque de donde había venido y traerle las pieles de un cocodrilo, de una serpiente y de un mono. "Esto le llevará todo el resto de su vida, sin ocuparse de complejos tontos" -imaginó el mago-. Imaginó mal porque apenas acabó de hablar se puso en camino de regreso.

De nuevo entre los suyos el conejo les expuso las exigencias del mago. Fue entonces cuando, para sorpresa suya, el cocodrilo, el mono y la serpiente le dijeron al conejito que, por la amistad y el aprecio que le tenían, le prestaban sus respectivas pieles para que se las llevara al mago.

Cruzó nuevamente las montañas y se presentó ante el mago que no podia creer lo que veía. Pero como debía cumplir su parte, le contó el cuento del  ratón que él había cambiado en gato, en perro, en tigre y nuevamente en ratón, en vano, porque las transformaciones verdaderas suceden al interior de los corazones. Finalmente se le acercó, le impuso las manos, le dió un brebaje para que le crecieran las orejas, pero no lo hizo tigre, ni oso ni león. "¡Tú eres bueno -le dijo- pequeño pero adorable. Tienes amigos que te aprecian y sacrifican por ti. Pronto tendrás orejas largas como alarmas contra tus enemigos. Pero realmente tienes lo necesario para ser feliz como eres y con lo que tienes!" Al conejito se le aguaron los ojos felices y agradeciendo al mago volvió brincando donde los suyos ya sin penas y sin complejos.

A su madre le decían "loca, en cambio a la mía, le decían "santa"

Mi amigo y yo tuvimos madres y maestras ejemplares vivas para siempre en nuestros recuerdos... Él me contó de la suya, y yo también le conté las maravillas de la mía.

   "A mi madre la llamaban loca -me cuenta-, pero realmente no era loca de atar, ni de encerrar. Era maestra. Y aunque los críticos al verdadero maestro lo pueden tachar de loco, ella no hacía caso de las críticas locas. Seguía hablando diferente y actuando a veces en contravía del sentido supuestamente común". En cambio la mía, -le comentaba yo- no era de palabra abundante y filosófica. Era más bien callada y de camándula. Pero por ese abundante silencio y el desgrane monjil de cuentas, bien pudimos decretar su beatitud antes que el Vaticano. 

   La madre de mi amigo, cuando éste bordeaba los diez años, en momentos de inspiración filosófica, le aseguraba que los "ojos sirven para escuchar". Por supuesto, el muchachito no descifraba todavía el lenguaje simbólico o las metáforas de un sabio sospechando en su lugar que la mente de su progenitora hacía travesuras con el significado de las palabras. En cambio la mía, no engrudaba de omnisciencia nada, era simple y directa. Nos dejaba más bien a nosotros revolcar la semántica de las cosas, como por ejemplo que las orejas también sirven para ver. Ambas, como suelen hacer todas las madres, bendecían a la vida. La mía, además, era devota, consagrada al hogar, iba a Misa y alababa a Dios por su bondad absoluta.

   "Cuando mi madre -añadía mi amigo- se despertaba de buen humor se ponía a cantar: "Hoy me he puesto mi vestido de veinte años". Si se desperezaba al revés, la endecha era: "¡Estoy revestida de tiniebla!". Las comadres si la escuchaban sonreían compasivas susurrando entre ellas: "¡Es una loquilla!". La mía, siempre madrugaba con entusiasmo, vestida de fe y paciencia y a lo mejor cantando religioso o mejicano: "¡Cuatro milpas tan solo han quedado en el ranchito que era mío...!"

   A mi amigo se le humedece la mirada cuando rememora la última escena con ella en su lecho de muerte: Lo llamó entonces a su lado, le apretó fuerte las manos y lo aconsejó a su manera, diciéndole: "No tengas pena, hijo, porque la muerte en realidad no existe". Él pensó comprensivo que ella hablaba así, sin lógica, porque ya no coordinaba los pensamientos, pero no. Había sapiencia extrema en sus palabras terminales: Pero eso lo comprendería mucho más tarde, bajo el peso de sus cincuenta años, cuando abriera el diccionario de los significados existenciales y tradujera las enseñanzas maternales de antaño:
 
   "Podríamos tener hoy 20 años felices-concluye- y al día siguiente ochenta años tristes. Todo depende de nuestro estado de ánimo que le pone color a los cristales a través de los cuales miramos la vida. Los ojos sirven para escuchar porque uno debe mirar con atención y corazón a quien nos habla. Y la muerte no existe, porque sencillamente sólo está muerto lo que ya no importa, lo que ya no sirve, lo que ya no recuerdas. Y mi madre pesa todavía un mundo en mi existencia, sus enseñanzas aún son actuales y sus recuerdos vibrantes saltarán siempre ante mi vista dondequiera que vaya.

   A mi memoria vino también el momento trágico cuando estuve con mi madre agonizante en su lecho de hospital. Tras una breve sonrisa por mi presencia, se refirió a su grave estado, sin  proferir palabras trascendentales, sin solemnidad en su adiós postrero. Me quedé allí nomás confuso, sin sílabas coherentes, sin bendecirla, sin darle gracias, sin siquiera pedirle la bendición final. 

   Sin embargo, al igual que a mi amigo, sus enseñanzas vitales han marcado mi destino. Ella aún está en mi historia, puesto que sus recuerdos elocuentes resplandecen ante mis ojos a cada paso y me inspiran a cada rato. Las dos fueron madres excepcionales y maestras ejemplares. Y hemos venido a valorarlas en su justas dimensiones, cosa que no está bien, ahora cuando ya hay asomos de nieve en nuestros cabellos. 

   Mi amigo está dedicado ahora a las metáforas: es poeta. Y yo, al tablero: soy maestro. A él lo tildan en ocasiones de loco, por herencia materna. A mí, de santurrón, obviamente por no ser bien santo o bien loco.  Dos cosas muy semejantes.

lunes, 13 de junio de 2016

"¿Por qué será que mi chinito no aprende inglés?"

Quejumbre de una madre de familia con la imaginación cándida de que la culpa es del colegio, del profesor... menos por culpa  del  "chinito"; por cuanto el "chinito" tiene  SU herencia, la de ser MUUUUY inteligente...

Por Lebb

Frente a sus bulliciosos alumnos, el profesor de inglés remeda la voz gimiente de una madre de familia incrédula de que su hijo, tras "largos y sufridos años" de estudio en el colegio, no haya sido capaz de aprender el idioma gringo: "¿Por qué.. --El 'teacher' entonces gime-- "¿Por qué será que mi chinito...?"

Parodia entonces el profesor, con acento diabluno, a una madre de familia,  mirando fijamente al estudiante que está ahí en el salón holgazaneando delante suyo, entretenido con un celular o con su vecina coquetona, babeando un bombón, mientras las explicaciones, los ejercicios, la añeja pedagogía maternal del profesor, resbalan impunemente por sus fibras cerebrales, como si éstas estuviera engrasadas.

Gozan algunos chicos entonces con la improvisada escena teatral, otros se incomodan con ese tonito seudo mujeril del "teacher", mientras alguna de las chicas envalentonada grita desde el fondo: "Pero, ¿cómo vamos a aprender si usted no enseña nada?" El profe trata de salirse del hábito ante la crítica proferida precisamente por quien casi no viene a clase, por quien se evade y fomenta el despelote en el salón. Pero consigue calmarse y no revirar. Es entonces cuando el mejor alumno,  interesado en el tema, pregunta "sabiamente": "Y, profesor, cómo se dice 'Yo soy' en inglés? ¿Y qué es eso de 'Are'?  ¡Nosotros no lo hemos visto!"  

No han incluido todavía en su cerebro esa expresión "I am", menos todo el verbo clave para Shakespeare,  pese a que desde escolares de segundo primaria la vieron en el tablero, la repitieron del maestro y hasta lo apuntaron en el cuaderno manidas veces. Y ahora le echan la culpa a los profesores que no les enseñaron desde la infancia hasta estos días adolescentes de secundaria. El hecho es que no se les han quedado grabadas en la cabeza ni siquiera las palabras más comunes del cuerpo, del aula o de la casa.

A la par de todo lo anterior, algunos escolares manejan falsas expectativas pues imaginan que los aprendizajes se reciben como los vasos reciben el agua. Para ellos dominar el inglés es resultado de un don automático y merecido, obtenido del profesor, don gratuito que por magia poderosa, invade su cuerpo y llena su vida, concediéndole superpoderes para comenzar a hablar fluidamente el idioma antes extraño en absoluto, como los apóstoles lo hicieron en todas las lenguas el famoso día de Pentecostés. Falso: Los aprendizajes de los idiomas ni son gratuitos ni granjean automáticamente superpoderes para que hables y entiendas a todo el mundo. Los super héroes del aprendizaje fácil NO EXISTEN. Existen mejor los mártires del saber. Pregúnteles a los profesores, a los sabios "que en el mundo han sido".

 "Entonces, ¿por qué será que mi "chinito" no aprende Inglés? ". 
 Mis queridas madres, este fenómeno que las atormenta se explica casi solo,  por cuanto en la base de los aprendizajes siempre actúan motores esenciales del ser humano como la vocación, la voluntad, la disciplina, el esfuerzo, la auto dedicación, las buenas costumbres de estudio, los recursos, el tiempo, la motivación, el carácter... 

El colegio sólo ofrecerá ayuda limitada  y somera a las voluntades que quieran y puedan aprender. Los quehaceres de todo su proyecto educativo, de toda su esencia institucional, serán como semillas que caerán en las mentes de los jóvenes como en las eras de la tierra las semillas naturales para que ellos las asimilen y las hagan fructificar en los porcentajes que permitan sus voluntades y sus propios esfuerzos personales. El colegio será para los estudiantes, detrás de la familia, uno de sus primeros estímulos hacia el desarrollo de sus competencias humanas, laborales y culturales; nunca la plenitud de todos los bienes del mundo ni menos el responsable de su destino de ser sabio o ignorante, grande o pequeño, bilingüe o no bilingüe. 

"¿Por qué será entonces que mi chinito..." --vuelve a gemir sarcásticamente el "teacher" remedando mal la voz quejumbrosa de una madre preocupada por el escaso aprendizaje lingüístico de su niño inteligente--...

Yo creo, mi señora -ya para ponerme serio y para no extenderme tanto-, que su divino "chinito" no ha aprendido inglés ni lo aprenderá aquí por obvias razones. El dominar un  segundo idioma de la misma forma como medio se domina el primero (que dicho sea de paso el "dominio" de la lengua materna en nuestros jóvenes deja mucho que desear), exige de la persona entera dedicación, entusiasmo, amor, pasión y hasta locura por él y por cuanto significa. Es decir, implica sacrificio, tiempo, práctica, sumado a las capacidades mentales necesarias del "chinito", al cual le hacen falta precisamente uno que otro de estos vitales ingredientes. 

El  "teacher" mostrará el camino, pero no será el camino. Indicará las tareas y guiará el proceso, pero no hará las tareas ni llevará sobre sus espaldas al "chinito". Al final, éste último será quien deba aprender incluso a despecho de que haya sido guiado erradamente o de que el "teacher" haya sido muuuy malo. Es más, en un colegio "normalito", como dicen las comadres, jamás aprenderá a pensar, a expresarse, menos a suspirar en Inglés. 

Todavía más, en el horario figuran otras materias a las cuales deberá dedicarse, otras aplicaciones lúdicas y de servicio a quienes rendirles tiempo y adoración, amores que atender, gustos que satisfacer, gruñidos estomacales que acallar. Y para aprender el segundo idioma a cabalidad se precisa que el estudiante se inserte de tiempo completo, de la coronilla hasta las botas, en un hábitat donde impere el espíritu inglés, donde respire inglés, donde coma inglés, donde, en resumidas cuentas, le haga el amor al inglés. 

Así que, mi señora, como dicen los compadres, aquí hacemos lo humana y académicamente posible para que su angelito aprenda, pero no le garantizamos que lo logre por cuanto si bien necesitamos de la gracia de Dios, también es menester la gracia del niño, de su sacrificio, de su responsabilidad, de que él quiera, que ponga su voluntad, todo de su parte y de su ser.
  
"¿Por qué será... -gime por allá el programa de bilinguismo-- que los alumnos no aprenden inglés?" Repetimos: Hay que estudiar bastante, ser disciplinados en extremo, apelar a todas las ayudas y los recursos tecnológicos, poseer ciertas destrezas naturales que hagan posible el éxito del proceso. Y para muchos de nuestros chicos ese es un lenguaje cifrado, un código propio de otro  mundo. 

En cuanto a esa "metodología" de poner el libro bajo la almohada insertándose audífonos en las orejas para aprender  durmiendo me parece el método ideal para ellos. Los exámenes también los presentarían durmiendo. Y hablarían inglés también dormidos. No dudo que pueda servir de motivación subliminal. Pero aprender en vivo, en directo, y en verdad  exige mucho más que soñar y desear.

"EL QUE NO SABE DE AREPA TODO LO QUE COME ES BOLLO"

El hambriento viajero, delante de las ventas populares de comida, sacó la propia merienda de su bolsa. Y así, arepa en mano, se quedó mirando comer, a través de sus aumentos, a los típicos aldeanos que devoraban maquinalmente felices sus bollos prehistóricos... 


Fue ahí cuando expresó la consagrada frase: "El que no sabe de arepa, todo lo que come es bollo."

Se despojaba entonces mi padre de sus gruesas gafas para someterlas a la limpieza de rigor: vaho abundante y pañuelo persistente. Mientras tanto nosotros buscábamos a derecha e izquierda el mejor acomodo para nuestras inquietas nalgas.

 Una vez terminado su ritual de abrillantar los espesos vidrios de las gafas se las puso y nos detalló brevemente con la mirada, luego continuó:

"Resulta entonces que el turista criollo de nuestro cuento, movido por sus instintos religiosos, tuvo la idea de compartir la comida, tal como se lo había inculcado la mamá y lo había visto en la vida práctica del papá. Se acercó más a los lugareños extendiendo la mano con varias arepas en una hoja de plátano, a modo de bandeja original, invitándolos a comer también arepas con él.

  Se iban asustando los sorprendidos convidados con la tan inusitada generosidad del extraño. Y se iban también estresando sus estómagos con la presencia sospechosa de esas formas blancas, aplanadas y circulares que por primera vez se les acercaban a los ojos. Correspondieron de prisa con un gesto de agradecimiento al viajero dadivoso y rehusaron respetuosamente la oferta mientras de nuevo mordisqueaban, gustosos y enamorados, los bollos de toda su vida. Nuestro amigo guardó enseguida las arepas en su bolso con un gesto de resignación por no haber sido capaz de hacer amigos con sus arepas. Resolvió proseguir la marcha, no sin antes murmurar,  amargadito, para sus adentros: "Definitivamente el que no sabe de arepas, todo lo que come es bollo".

Más adelante encontraría, como ahora, unos lugareños con pica  y pala dedicados a resanar burdamente con piedras y tierra los huecos que se hacen en carreteras y caminos y que la Administración municipal no los manda a tapar.  Fue entonces cuando les brindó unos centavos por su labor informal y, detallando un pequeño cráter, les recomendó en broma: "¡Échenle tierrita, échenle tierrita!" Ellos le correspondieron sonriendo felices por ver pasar  gente buena y agradecida y de buenas pulgas.

Pero más adelante salió a su paso un viejo deudor que de una gritando le pasó factura: Nuestro viajero, ni corto ni perezoso, se le ocurrió repetir la broma anterior: "¡Échele tierrita, échele tierrita!". 

Por suerte para él logró ponerse a salvo después de una carrera bestial, de lo contrario, ese energúmeno acreedor, lo habría linchado. Una vez recuperado el aliento, se dijo para sus adentros, muy arrepentido: "El que no sabe pagar cuentas, todo lo que sabe hacer es huir y esconderse".