Ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales...
Versión Lebb
El mago entonces lo miró de arriba abajo intrigado de que un ratón tan insignificante viniera a pedirle solución a sus “pequeños” problemas ratonescos.
–Mis problemas grandes son dos –comenzó diciendo el paciente– : Les tengo pavor a los gatos y me gasto una enorme pereza hasta para abrir los ojos. Yo creo que si me convirtieras en gato se me acabarían los dos males.
El viejo sonrío para sus adentros, cogió de la mesa su varita mágica y mientras le tocaba con su extremo la cabecita, pronunció unas palabras como en griego, y de una vez el ratoncito quedó convertido en gato. Muy impresionado y agradecido, el antiguo roedor miedoso y perezoso pagó la cuenta con todos sus ahorros y salió de la cueva-consultorio del mago.
Sin embargo, cuando llegó al vecindario se le cruzó por delante un perro de malas pulgas, de genio mafioso que lo invitó a las carreras. Fue entonces cuando el antiguo ratón –ahora gato– se orinó de miedo y fue a esconderse en el primer hueco que encontró.
Como era de suponerse regresó a la cueva del encantador a llorarle de nuevo una solución para sus problemas de miedo y de pereza. El abuelo como tenía tanta paciencia y ganas de plata también, volvió a tomar la varita mágica y con un pase mágico lo transformó en perro.
Y así recién convertido en un perro grandulón y, tras haberle firmado al mago un pagaré por la nueva consulta, se devolvió al vecindario. Sin embargo, por el camino le cogió una pereza tan tremenda que resolvió dormir una siesta larga bajo un árbol con tan mala suerte que un tigre hambriento le puso el ojo encima y por poco las garras. Un ruido a última hora lo despertó y espantado por la idea de morir tan joven, sus patas le sirvieron de alas.
Llegó prácticamente muerto del susto, otra vez, al consultorio del brujo y con voz entrecortada le pidió el favor de que:
–¡Rápido, rápido, señor mago, conviérteme en tigre!
El sorprendido hechicero le pidió al antiguo ratón, ahora perro, que tomara respiración y se calmara un poco por cuanto los hechizos no producen efecto en los arrebatados ni en los locos, “ni en los cuerdos tampoco” –esto último lo dijo para sus adentros. Hizo el ademán de consultar unos amarillos oráculos egipcios, torció los ojos como un poseso para invocar dioses del más allá y del más acá también. Y tomando de nuevo su prodigiosa varita mágica le tocó la testa y lo convirtió en tigre.
Para probar su nueva condición física el antiguo ratoncito rugió como lo puede hacer el más bravucón tigre de la selva. Pero antes de irse, el mago le hizo estampar su garra derecha en un documento a modo de otro pagaré. (Aclaro que el brujo fiaba las consultas pero cobrando bonitos intereses. Además toda transformación generaba recargos. Por lo tanto, el ratoncito se estaba endeudando peligrosamente). Pero al nuevo tigre tampoco le importaba hipotecarse con tal de superar mágicamente sus complejos de vida
Nuevamente, pues y con aire triunfal, se dirigió al bosque, ahora con cara de tigre.
No obstante su nuevo físico, y sin sospechar que en octubre se juega a los disfraces, el antiguo ratoncito –ahora tigre–, mientras iba por las sendas hermosas del bosque bañadas de sol y salpicadas por las sombras ondeantes de los árboles, sintió tanta y tanta pereza, como una agonía, que no pudo resistirse las ganas de irse a recostar contra un tronco. Y allí, bajo el amor del cielo, se quedó profundamente dormido.
Pero no por mucho tiempo, por cuanto lo despertaron el estruendo y la algarabía de unos disparos y los perros de unos cazadores. Aterrorizado hasta los huesos se levantó a escapar por la espesura, saltando charcos, brincando cercas, dejando hasta fibras de corazón en el camino. Por fortuna, pudo librarse de los cazadores no sin rasguños, magulladuras y con varias uñas faltantes, y llegar nuevamente a la cueva del mago, el cual lo recibió en la puerta, con cara de mucha preocupación: jamás había tenido a un cliente tan insatisfecho con su trabajo, tan inconforme con todos los encantamientos, tan incorregible como ese ratón miedoso.
–Por la pinta y la prisa que traes –le dijo malhumorado– supongo que ahora vienes a que te convierta en cazador o en escopeta, o ¿me equivoco?
El antiguo roedor no sabía responder. No sólo le faltaba el aire y las fuerzas físicas, sino que también le escaseaban las ganas de pedir más magias o que lo bañaran en agua de yerbas o le echaran sahumerio contra su mala suerte. Ninguna transformación parecía surtirle efecto.
–Tu problema –concluyó diciendo el brujo, que también sabía dar buenos consejos porque había leído mucho. Por eso la importancia de leer– es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. De nada valen las varitas mágicas, ni Harry Potter, ni técnica alguna de encantamiento. Solamente lo puedes hacer tú solo.
Diciendo estas palabras ingresó a la cueva y salió en seguida con la bendita varita mágica y con un grueso libro envejecido. Palpó suavemente con su extremo la testuz del falso tigre y pronunció unas palabras como en griego, entrecerrando los ojos como un santo. Y lo convirtió, esta vez en medio de una explosión de humo, nuevamente en ratoncito.
Precisamente ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales. Y ahora enfrentaba la evaluación de su vida, ya sin mago y sin sortilegio alguno que le sirviera para justificar su paso por el mundo. Y la asfixia continuaba. Y el terror lo invadía. No le había valido ser tigre, por lo menos en apariencia, porque el problema suyo era de corazón. Y el corazón guarda fiel memoria de los defectos más profundos y obstinados. Se lo dijo el anciano mago antes de blandir la varita mágica sobre su cabeza. Pero entonces, ¿por qué no se cambió el corazón? Si el brujo se lo dijo y se lo repitió: “Tu problema es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. Solamente lo puedes hacer tú solo.”
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