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martes, 9 de noviembre de 2010

HUMORISMO INOLVIDABLE

Aquella mañana regresó nuestro padre de la plaza de mercado no sólo trayendo la gallina de echarle a la olla sino que también volvió más optimista que de costumbre, luciendo una sonrisa amplia de satisfacción. Fue siempre partidario del buen comer y del buen beber y de intercambiar palabras jocosas con quien se encontrara a su paso: “El carnicero me dijo cuando me despedía, ––nos explicó sin esperar la pregunta–– ‘adiós joven’. Y allá por la calle sexta, Don Eliseo, ese hombre culto que ustedes conocen, me saludó con su tradicional ‘Buenos días, caballero noble’” Y pasó enseguida muy orondo a la “operatoria”, como solía llamar a su sitio de trabajo donde moldeaba las dentaduras y se ocupaba de otros menesteres dentales.

Sin duda, le habían estimulado el orgullo propio y perfumado la autoestima. Pero a él no le hacía mucha falta que lo adularan o lo hicieran reír. Él mismo se hacía el ambiente, buscaba la charla, echaba sus chistes, aprovechaba detalles de las circunstancias para hacer bromas o echar un cuento de su repertorio. Le gustaba vestir de traje y corbata como un personaje importante, así no tuviera los diplomas de profesional ni la etiqueta de los franceses.

Ya por la noche, en torno a la mesa o de pronto en la sala, no faltaba alguna voz que le solicitara cualquier cuento de su repertorio. O inclusive alguien le señalaba cuál historia en concreto quería escuchar. Esa noche, por ejemplo, nos reunimos durante la comida, a compartir aquel queso memorable, proveniente de la finca del Edén, con arepa y calentado –eran las épocas en que por lo general las familias cenaban todas en pleno– y fue cuando nos empezó a platicar sobre las costumbres de su hermana precisamente allá en el campo. Esta tía la queríamos porque preparaba el mejor queso del mundo y entre otras cosas, solía salir al patio, cuando escuchaba en el cielo el ruido de un avión. No muy gustosa de la era moderna, lo miraba un rato y al final refunfuñaba, malhumorada: “¡Ociosos!” Y si mal no recuerdo, –como era “goda” innata– cuando le hablaban de los otros, de una vez rezongaba diciendo: “¡Ah, arrastrados liberales!”

Pero esa noche, el público pidió el cuento del bobo y la luna. Entonces nuestro padre sin hacerse de rogar comenzaba:

“El cuento es que una vez unos campesinos mandaron a su hijo –no muy aventajado intelectualmente y que recién se había graduado de bachiller– a estudiar a la Capital donde estuvo varios años en casa de uno de sus tíos supuestamente estudiando en la universidad. Al cabo de ese tiempo regresó al campo con ínfulas de doctor y ademanes de filósofo. Fue cuando vio en el pasto un azadón y con aire citadino de extrañeza preguntó a los papás: “Y ¿Esto cómo se llama?” Pero como no había dejado en el fondo de ser bobo, por descuido pisó el metal y el palo le voló hasta la cara: “¡Ah, ––gritó dolorido–– maldito azadón!” (De esa manera recordó el nombre que pretendía haber olvidado).

Pero lo peor ocurrió –siguió contando nuestro padre– por la noche, cuando salieron todos a mirar las estrellas. (Una linda poesía que no se escribe ni se lee, sino que se vive.)

Los padres del muchacho estaban entonces orgullosos de volver a tenerlo a su lado, tras sus largos años de estudio en la Capital. Esa noche pues el bobo se quedó mirando fijamente la luna, con semblante de científico, mientras los papás lo admiraban y comentaban entre ellos: “Está meditando en los profundos secretos del Universo”. Al cabo de un buen rato, el supuesto sabio se volvió hacia ellos para concluir solemnemente: “¡Papá, mamá, he descubierto que esta luna se parece a la de Bogotá!”

Y de inmediato otra voz solicitaba el cuento del muchacho que se fue a confesar porque estaba arrepentido de decir malas palabras o porque no sabía confesar bien los pecados. Y nuestro padre entonces nos recordaba las dos historias. Una era la del labriego que fue al confesonario y le dijo al Padre que se acusaba de su pésima costumbre de decir a todo trance la palabra “jediondo”. El santo párroco comenzó a darle consejos, a persuadirlo de que toda palabra ociosa u ofensiva para el prójimo atrae el castigo de Dios. Entre otras cosas le dijo, –para reforzar el propósito de la enmienda–, que el Ángel de la Guarda, cada vez que él pronunciaba esa fea palabra se retiraba de su lado, como en una exhalación, siete leguas de distancia. Fue entonces cuando el supuesto penitente lo interrumpió asustado, exclamando: “¡Ah, JEDIONDO, de rendirle!”

“El otro muchacho penitente ––siguió el narrador– se acercó al confesonario y se arrodilló justo al lado de un canasto de huevos que una señora había llevado al pueblo para venderlo en la plaza. El padre entonces le pidió que confesara sus pecados. Y él comenzó diciendo: “Padre, me acuso de que me robé un huevo” El confesor en seguida lo exhortó a la honestidad, a la rectitud de conciencia, al cumplimiento del séptimo mandamiento. Y luego, le pidió que continuara el relato de sus faltas personales. “Padre, me acuso ––prosiguió el joven feligrés– de que me robé otro huevo” El Padre, un poco molesto, reprendió al muchacho porque no contaba las faltas completas: “¡Dígame de una sola vez, ¿cuántos huevos se robó por todos?” El muchacho que no sabía lógicamente confesarse y ni siquiera tenía respeto por el sacramento le contestó con cinismo: “¡Padre, no me presione. Es que no sé todavía cuántos huevos. Hay tantos en el canasto!”

Y así de esa manera entretenida, sin televisión y sin Internet, pasábamos el tiempo nocturno antes de irnos a conciliar el sueño, no sin antes adelantar el respectivo protocolo de las “Buenas noches”.

Sucedía que nuestra madre, como le decía “Ole” a nuestro padre, nos contagió la costumbre. Entonces, dirigiéndonos a él con el original “¡Ole!”, le dábamos las buenas noches al “Joven” y le deseábamos felices sueños al “caballero noble”.

Él se reía y nos devolvía los buenos deseos. Ahora yo sé que él donde quiera se encuentre todavía celebra la broma y la palabra festiva y que a pesar de nuestras arrugas y de nuestras ignorancias o la falta de títulos nobiliarios, nosotros sus hijos siempre seremos “jóvenes, damas y caballeros nobles” Y que ojalá el patrimonio no se pierda y que “la leyenda continúe”.

Por Lebb.

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