Que cada uno con los valores recibidos se ponga al servicio de los demás
Por Lebb
Al nobel que se acaba de ir de este mundo le han llovido a raudales las justas ovaciones y los homenajes terrenales, porque tuvo a bien ejercer exitosamente uno de los talentos más influyentes y valiosos que pueda ostentar un ser humano, como lo es el de saber escribir. Pero a la vez, como llovizna, también han humedecido su tumba las críticas sobre cuanto materialmente pudo haber hecho de bueno por sus conciudadanos y por la sociedad que lo albergó, y no lo hizo.
Dicen por ejemplo que Aracataca, su patria chica y fuente determinante de su inspiración laureada, hoy continúa en la soledad de la dejadez y del atraso primitivo, sin que él hubiera movido un dedo por su prosperidad pudiéndolo hacer generosamente.
Dicen que hubiera sido altamente influyente su palabra poderosa y sus potentes oficios medianeros en la solución del conflicto interno del país, dada su simpatía por la Izquierda y su amistad entrañable con Fidel. Sin embargo, por razones de seguridad personal, tal vez; o por ahorrarse preocupaciones, no hizo tan necesaria tarea.
Agregan además, algunos jueces mundanales que Marquez, por haber vivido tantos años en México, su nacionalismo tricolor, o los propios amores patrios, por la ausencia y la distancia, se habían convertido en mera energía potencial, ausente y lejana, sin uso alguno en obras de cambio y solidaridad en pro de sus compatriotas.
Sus fervientes seguidores, como es de imaginarse, saltan en seguida, como resortes, en defensa de su santo literato, argumentando algo así que al cojo genial hay que ponderarlo más por su genialidad que por su cojera, dejando entrever que ciertamente la vida de García Márquez, bajo la óptica del arte por el arte, es una maravilla única, un prodigio para aplaudir de rodillas. Y, en consecuencia, al reconocer la genialidad y la grandeza como hombre de letras, le rinden el culto respectivo. Pero cuando ya se trata de sopesar las obras de sus manos en beneficio de la sociedad que lo hospedó, se quedan un poco pensativos por cuanto, si bien es cierto que quien crea literatura de calidad humana da inspiración a sus devotos para cambiar las cosas, para mejorar su vida, no genera los créditos pertinentes que justifiquen o santifiquen su paso por el mundo a los ojos de la Historia.
Se requiere entonces más que eso. Más que palabras escritas, obras de vida. Aún hoy día las perentorias propuestas de caridad del Catecismo siguen contemporáneas por cuanto todavía es menester contribuir de manera sólida y visible a la calidad de una sociedad óptima, no sólo a través de la palabra, oral o escrita, por muy bella y creativa que ésta sea, sino también mediante la inversión solidaria, en cuanto nos sea posible, de todo nuestro patrimonio material y espiritual en el remedio o mitigación de tantas pobrezas y pesares humanos concretos.
Es más. Por simple lógica económica uno espera intereses de los capitales asignados. Es de elemental gratitud devolver al medio social parte del mundo de todos los bienes materiales y personales que hayamos recibido. El perenne llamado paulino de ponernos al servicio de los demás con las capacidades que nos adornan es siempre moderno. Eso es para nosotros como una cláusula del contrato personal, contrapartida del derecho a ser miembros de una sociedad.
Hay que contribuír pues a su evolución, a su vitalidad, a su prosperidad, a su florecimiento colectivo con el empujón de nuestros valores personales. Pero si, a lo corrupto, --como está de moda hoy día en nuestro país-- anulamos ese deber y codiciamos a cambio el mero beneficio propio a costillas de quienes nos rodean, automáticante configuramos un individualismo violento y destructor y, por ende, una sociedad pobre, agresiva, enrarecida e infeliz.
En cuanto a Márquez, supongo que está en el cielo de los literatos, --si es que hay cielo aparte para esa gente de alto nivel--, gozando para siempre del Premio, al lado de su Macondo y del realismo mágico. Desde el punto de vista cristiano, supongo que los fieles rezan por él y exclaman, sacándose el sombrero o calándose el rebozo, igual que las comadres de camándula, ante el parroquiano difunto, pagano confeso, que no iba a Misa, que no se confesaba ni comulgaba, ni practicaba convencido las obras de misericordia: "¡Ojalá Dios lo haya perdonado y lo tenga en su Gloria!"
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