La maestra, pensando dejar en la lona a su alumno más casposo, le lanzó un "gancho de derecha": “¿Sabes, Juanito –le preguntó–, qué es pignórolo?” Él "esquivando el golpe", respondió de una: ”¡Profe, ignórolo!”
Indudablemente, –por ser legítimo heredero de la vena humorística de nuestro padre–, a mi hermano risueño le gustaba intervenir durante nuestras charlas familiares, con su ya conocido y aplaudido repertorio.
En esta ocasión, nos trasladó al aula de clase de nuestra época, mientras la férula reposaba intimidante sobre el escritorio de la profesora dictadora. No tanto porque fuera déspota o nada democrática, sino porque en su habitual metodología nos dictaba los conceptos y el conocimiento de los libros, aunque a veces, podíamos verla y sentirla como la monarca detentando ella sola los tres poderes del estado. Tal vez no nos volvimos eruditos, es decir, sabelotodos; pero sí memorizamos asuntos académicos importantes y de bastante uso en la vida cotidiana. Y también se nos quedó impregnada en las fibras el imperativo de la disciplina so pena de sufrir las consecuencias en las manos o en la piel; en las notas y en las nalgas porque nuestros papás secundaban a los maestros cuando de sus bocas brotaban descontentos y ayes por nuestros alocadas conductas en las aulas o fuera de ella.
También era frecuente que el profesor se tomara muy en serio al alborotador incorregible, buscando la forma de meterlo en cintura, con cualquier medio a su alcance, como en esta oportunidad referida en broma por mi hermano, cuando la maestra, inspirada por cierto diablito interior, quería hacer quedar mal ante la clase a un pequeño revoltoso, de la primera línea: (De hecho, estaba sentado en la primera línea de pupitres).
“¿Sabes, Juanito, –lo interrogó entonces la maestra, porque ya había explicado en el tablero el acusativo y el dativo–, qué es ‘pignórolo’? Imaginaba que el chico iba a tomarse un tiempo largo para pensar, mientras sus compañeros sentirían pena por él; así escarmentaría. Pero no fue así. Juanito, que no era ni corto ni perezoso en asunto de disturbios, replicó al instante, para que sus compañeros festejaran: “¡Profe, Ignórolo!”.
La clase sonrió gracias a que la respuesta rimaba con la pregunta; y que, además, aunque parezca mentira, los que se consideran "calmados" se inclinan por acolitar a los alborotadores.
Este fue uno de los chistes “especiales” tomado del inventario humorístico de mi hermano, que le escuchamos varias veces, pues era muy dado a sacarle chiste a todo, a descubrir el lado jocoso de las situaciones serias, como aquélla que tuvo con nuestro padre a quien estaba visitando y de quien recibió la invitación a festejar el feliz reencuentro con un aguardiente. Sin recordar nuestro padre que había almacenado alcohol medicinal en una botella de una marca conocida, le llenó una copa con su contenido y lo exhortó al brindis: “¡Hasta el fondo!” —Exclamó.
Nos contaría riendo después nuestro hermano esa abrasadora experiencia cuando aquel trago bajó dramáticamente a sus entrañas. Pero luego, para que la función no quedara incompleta, nuestro padre, en seguida, encontró el licor auténtico, colmó una nueva copa con su contenido y se la ofreció. Nunca antes una medicina de esa naturaleza había sido tan efectiva, al bajar por el gaznate de un humano. La reunión terminó entonces feliz y memorable, en un ambiente de ocurrencias y anécdotas, elemento natural donde se movían los dos como peces en el agua.
De ahí en adelante, cuando una circunstancia suplicaba un brindis, levantaban entonces las copas y, antes de apurar el trago, exclamaban “¡Este sí es del bueno!” Sobrevenían luego las carcajadas antes de continuar hablando.
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