Translator

viernes, 4 de diciembre de 2020

Un maestro para aprender a TOMAR DECISIONES INTELIGENTES en la vida.

Si ubico este caballo aquí, sucede que el alfil del contrario lo captura; además pierdo el dominio de toda una hilera importante. Entonces mejor desplazo el peón que neutraliza la acción del malvado alfil. Pero si amenazo al rey con la torre de mi derecha, lo conduzco casi a una rendición segura, con el apoyo de la Reina. DECISIÓN PRECISA: muevo la torre.


  Por Lebb

Me refutará el poco amigo de los peones y de todo el resto de mi ejército que eso se vale para el juego, porque la vida, al contrario, es cosa seria y las decisiones personales no constituyen una diversión, sino una muy grave responsabilidad.

De acuerdo. La vida no es un ajedrez. No soy rey, ni mi vecina una reina. Pero mi existencia y la de mi vecina son verdaderos campos de acción que exigen de nuestras voluntades e inteligencias determinaciones constantes, sencillas o complejas para que funcionen apropiadamente. Sin decisiones no hay acciones. Y sin acciones somos difuntos. Jugamos ajedrez moviendo piezas pensando, calculando, midiendo riesgos, contando cuadros, proyectando resultados dos, tres, cuatro movimientos adelante. Alzamos los ojos más allá del primer cajón, porque el peligro puede estar en el cuadro negro un poco más adelante. Cuando la vida de mi Reina es amenazada, mi corazón resuena por dentro como campana de Catedral. Me recojo y concentro como fiera mental furibunda, para pensar en la más contundente decisión que preserve a mi majestad. Cuantas veces la vida nos plantea desafíos que amenazan nuestros más preciados bienes espirituales o terrenales, ante los cuales tenemos que hacer movimientos sagaces y certeros. Definitivamente, el ajedrez es un verdadero método para aprender el arte más complejo y poderoso como es el de evaluar la realidad en su justa medida antes de tomar decisiones apropiadas.                       

Es redundancia señalar las desastrosas consecuencias de los errados movimientos mentales. Incluso hay disparates que uno comete una sola vez en la vida puesto que cobran muy caro, no un patrimonio, no una carrera,  no un amor, sino la propia la vida. Hay otras decisiones tan malas que, una vez tomadas, al igual que un cáncer, nos arrastran  poco a poco a una destrucción segura. Y si vamos repasando la lista de los acomplejados que desfilan por el mundo, de los fracasados que gimen por todas partes, de los inútiles que pisan infructuosamente esta tierra, vamos descubriendo en la base de sus desdichas y quejumbres las evidencias de sus males como producto de haber aplicado en el pasado  decisiones irreflexivas, torpes y equivocadas.

Para el despistado que observa y habla ligero como su cerebro, el ajedrez es una manera insípida, tonta y vana de perder el tiempo. Para él ni siquiera es juego ver a dos solemnes meditabundos que apenas tienen ojos miopes para un tablero y escasamente mueven una mano. Sin sudores, sin agitaciones, sin arrancar del público aplausos o emociones. Hay que revelarle que ahí en la mesa del juego, frente a frente, hay dos cuerpos como en suspensión, cuyos cerebros libran una guerra de decisiones que van y vienen como misiles o como guantes de púgiles. Hay que decirle, cuando en verdad se está ejecutando religiosamente el rito de la contienda, que si los pensamientos de los jugadores pudieran materializarse harían un estruendo insoportable como de armaduras que chocan. Pero lo más importante es hacer notar que los jugadores están ejerciendo una de las mayores facultades divinas, a saber: de una forma autónoma, inteligente y responsable están tomando determinaciones vitales en serie y en serio. Si el observador cayera en la cuenta de lo grave, de lo peligroso, de lo dramático, de lo apoteósico que es tomar y aplicar decisiones humanas, lo menos que podría hacer sería arrodillarse a venerar a los dos hombres que piensan como dioses griegos antes de mover a sus criaturas, es decir, a sus piezas. Y aunque terminarán por imponerse de un lado o de otro los movimientos más eficaces, él concederá igual devoción tanto al uno como al otro, porque los dos manejan cerebros y espíritus igualmente prodigiosos.

Deberíamos,  sin argumentar demasiado,  reconocer en el ajedrez a un maestro efectivo y ameno que nos adiestra en la labor  del pensamiento preventivo, antes de la acción efectiva; promoviendo por lo tanto la buena costumbre de pensar bien y pausadamente antes de dar pasos importantes que afectarán incluso de manera crucial el destino de nuestras propias historias, o por lo menos,  provocarán el éxito o el fracaso de proyectos que escalonan la realización personal.

Es curiosa la actitud de los principiantes en la disciplina cuando solamente les preocupa  echar a la loca las fichas hacia delante, sin percatarse de la proximidad de un tonto Mate pastor. No saben qué hacer. Miran hacia los lados como buscando un soplón que decida por ellos. Es cuando uno advierte que igual les pasa a quienes no se entrenan apropiadamente para utilizar el cerebro en la toma de las decisiones que los afectarán de una u otra manera: se convierten en presas fáciles de los intereses egoístas de otros que para mal sí saben utilizar la cabeza.

El aprendiz es cándido y la medida de su pensamiento no supera el movimiento inmediato de un peón. Cuando aprenda será muy listo y saludablemente malicioso. Sus pensamientos medirán en su objetiva  dimensión y riesgo las intenciones encubiertas del oponente astuto. Una habilidad fundamental para bandeárselas con éxito en un mundo tan competitivo como engañoso.

El aprendiz temerá perder fácil sus piezas sometido a la humillación de un rival demoledor. Pero le servirá de remedio para no ser orgulloso, sino humilde mientras mejora sus habilidades de juego. Después, cuando ya detecte las intenciones del oponente con anticipación y, en consecuencia,  efectúe movimientos efectivos, su autoestima estará en la cumbre y su mentalidad será la de un triunfador. Valores muy importantes para sortear con altas opciones de victoria todo el ejército de asechanzas y desafíos que nos propone actualmente la vida.

Este maestro -o sea el ajedrez-, nos va enseñando también que habrá momentos duros y difíciles, habrá que perder piezas costosas o sacrificar de forma aparentemente inútil otras, dentro de la estrategia general por controlar el tablero. Una lección inapreciable para no desesperar en la vida cuando perdemos seres extremadamente valiosos, o cuando, en aras de resultados beneficiosos para el espíritu o para el desarrollo personal o de la comunidad que nos rodea, nos toca renunciar a ciertos bienes, a ciertas comodidades legítimas o a ciertos placeres bonitos.

Nos va a enseñar la importancia absoluta de concentrar la fuerza mental, de consagrar hábilmente el poder humano a la sabiduría de una decisión. Nos ejercita en el arte difícil de administrar la soledad, porque quien juega ajedrez  está realmente solo, a merced de sus habilidades mentales, de su ingenio personal y de su carácter. Pero esto no quiere decir que propicie el individualismo o el egocentrismo, sino que exalta la conciencia de la individualidad, de la exclusividad de la persona humana. Una lección muy significativa en este mundo inclinado a la masificación o al culto de la personalidad ajena, a la pérdida de la identidad propia. Quien juega tiene un nombre, tiene funciones, tiene poder, puede y debe decidir, gobierna, organiza, administra... y aunque pierda el juego, después de exprimir su talento personal, es un verdadero héroe porque ha combatido valientemente.

Por lo demás, el ajedrez un ejercicio valioso de liderazgo. Quien practica el juego, es un General. Cuenta con  oficiales de poderosa jerarquía y con soldados de comprobado coraje. En la vida es de suma importancia sentirse y ser realmente caudillo del propio presente más que del destino. El ajedrecista está llamado a vivir intensamente el ahora y no el después. Él sabe que un movimiento falso ahora será una perdición luego. Piensas ahora en lo que más te conviene, o de lo contrario, deberás lamentarte después. Una enseñanza única, sobre todo para las mentes juveniles que se la pasan soñando en futuros mientras malogran o desperdician sus presentes. Allí en el tablero, mientras se ataca y defiende con las fichas, el jugador también va ejercitando estrategias acertadas para vencer sus miedos o sus vicios en la vida. Por ejemplo, dispone de un tiempo prudencial para cada jugada, la cual no podrá prorrogar indefinidamente, es decir, tiene como un horario, unas metas definidas, algo qué hacer. Eso sirve para que dejemos el pernicioso defecto de demorar el cumplimiento de nuestros compromisos. Si en la vida somos desordenados, el ajedrez nos enseña todo lo contrario. Tienes que organizarte, establecer metas a corto y largo plazo; tienes que concentrarte en los planes, en los ideales de tu vida. Pensar no sólo en reinas o en novias sino en otros aspectos muy importantes que pueden determinar tu éxito o tu fracaso en este mundo. Si eres bobo, no puedes jugar ajedrez y seguir siéndolo; porque el ajedrez es una cátedra de astucia y viveza. .

Dentro de los sesenta y cuatro cuadros se escribe toda una historia de desafíos y respuestas. De acciones y reacciones. De intereses que combaten, de especies que luchan demostrando la dignidad y la competencia por sobrevivir. Allí se cultiva y se fermenta la necesaria autoestima. Chocan sanos orgullos por ser dominantes. No hay campo para la autocompasión o para que los espíritus y las inteligencias se achiquen. Ahí combaten los mortales cerebros de dos T
itanes que en vez de una ruda y ordinaria confrontación física, prefieren con inteligencia medirse en un cuadrilátero dentro del cual solamente se valen los golpes del ingenio y la fortaleza de la sagacidad mental. Más que nadie han logrado conjugar magistralmente la combinación juego y vida; han mezclado, sin degenerar el producto, lo serio de la vida, con el placer del juego. No son simples hedonistas, no son simples jugadores. No pierden el tiempo. Lo invierten en su desarrollo personal.

Sus partidas son sesiones de lógica  (analiza causas y efectos); de matemáticas, cálculo y geometría (se navega entre números, variables, líneas y figuras); de milicia (es una guerra, conduces un ejército); de cacería (hay que oler las trampas del enemigo y colocar otras, montarle la persecución al rey hasta capturarlo como una presa codiciada); de ética (por la responsabilidad de trabajar mental y honradamente para conseguir resultados).

En definitiva, los jugadores asisten a una clase de múltiples contenidos y destrezas, al paso que emplean bien el tiempo entrenándose para enfrentar con eficiencia los numerosos y difíciles retos de la vida real... ¿Entonces, qué? ¿Jugamos una partida, o no? No tengas miedo, ambos ganamos.

 

jueves, 3 de diciembre de 2020

Fidelio y los molinos fantasmales

 

Fidelio es un joven genial que marcha un poco perplejo por su mundo.  Y es precisamente a través de sus sueños enrevesados como revela sus inquietudes, sus anhelos, su mezcla, en fin, de sabias chifladuras e intensas pasiones por la vida. He aquí uno de ellos, que lo tuvo precisamente ahora en octubre... ¡Analízalo!

Por Lebb


Ese día por la tarde, Fidelio tuvo que ejercitar los músculos de sus brazos, los bíceps y los tríceps entre otros, triturando en la máquina de moler –como se hacía a la antigua- los granos del maíz pilado, con el propósito de hacer las arepas para la multitud de su familia: 

–¡Apúrate, hombre de Dios! –Lo animaba la madre. Pero él no se daba por enterado; más bien, continuaba, en cámara lenta, girando la manivela:

 –¡Ya no doy más... he perdido mis poderes! –se disculpaba el cínico.

Y entonces la madre, en actitud humilde, continuaba desgranando pausadamente en la tolva de la máquina el blanco y paciente maíz de las arepas. Cuando ya estaba a punto de concluir la faena, se presentó, por infortunio, en la cocina, la hermana menor de Fidelio, quien, después de examinarlo despectivamente, de arriba abajo, con mueca incluida, gritó con voz aguda:

–¡Fidelito encontró por fin la profesión de su vida!

El muchacho, ante la provocación, la amenazó con sonrisita endiablada y, soltando el manubrio del molino, brincó hasta donde ella estaba para propinarle un sonoro coscorrón y, luego, como un resorte, se esfumó de la cocina. La desafortunada comentarista, sobándose la cabeza, alcanzó a perseguirlo unos cuantos metros, pero desistió enseguida debido a la velocidad portentosa de Fidelio. De remate, le correspondió terminar de moler el maíz.

Esa noche, –tal vez como escarmiento por haberse portado mal con la hermanita y por no cumplir con sus deberes–, a Fidelio lo atacaron otra vez las pesadillas. Ya había pasado varias noches sin esa penitencia, pero en esta ocasión volvió a soñar terrible, terrible. 

Soñó que era transportado al campo, a una finca bonita y fértil y que, después de atravesar un extenso patio, rodeado de jardines y de árboles, como los del paraíso, penetraba al interior ardiente y oscuro de una casona impresionante, de altos techos de donde descolgaban largas y sombrías telarañas, y en cuyos muros, agrietados y mohosos, se incrustaban por el extremo muchos tablones con un gran pie de madera al piso, iguales al de la cocina de su casa donde se fijaba el molino doméstico con destino al oficio decadente de hacer polvo el café tostado, la carne, el maíz y las energías de los muchachos. 

En esos tablones observó precisamente decenas de máquinas de moler, ya carcomidas, como si sus dueños siglos atrás, después de haberlas operado toda la vida, las hubieran por último arrumbado allí. Sin embargo, parecía que sus operarios ya muertos seguían allí, obstinados en seguir manipulándolas, ocasionando con eso un desesperante escándalo de metales oxidados. Mas luego, los molinos como si fueran automáticos, paraban sus giros estridentes permitiendo que, en medio de un silencio de sepulcro, irrumpieran en el recinto, provenientes de los jardines exteriores, un ejército de risitas felices, palmoteos y esa suma de trajines propios de los niños cuando se corretean mutuamente y se divierten afuera libres en el monte. Al cabo de unos instantes, como acatando una secreta orden militar, esas carcajaditas y todo el festivo ruido infantil cesaban de inmediato para dar paso nuevamente a los berridos internos de las destartaladas máquinas de moler.

Fidelio seguía de pie, observando las máquinas con ojos grandes y oídos abiertos, intentando interpretar el sentido de semejante y variada escena. Luego, armándose de un valor que ni él conocía, resolvió aproximarse a uno de esos mecanismos de bulla espontánea con el propósito de examinarlo a centímetros. Cuando inspeccionaba uno de ellos con su cabezota de signos de interrogación –así se veía él en los sueños– se inició una vez más y con mayor volumen el giro horrísono de las manivelas. Con un movimiento instintivo sujetó firmemente la manija para bloquear la rotación del molinete, lo cual le fue imposible. Para colmo de males, la mano se le quedó pegada y empezó a rotar al ritmo de la manivela, con toda su humanidad, una y otra vez. Transcurrido un tiempo, cuando ya fidelio tenía el esqueleto desbaratado, toda la chatarra de molinos se detuvo para dar paso nuevamente, desde afuera, a la rutina de las risas infantiles francas y animadas, como un coro desafiante a la suerte monótona del soñador. Ese tipo de alternancia lo tenía preocupado y lo hacía protestar desde el interior de su cerebro.  Aprovechó entonces uno de los recesos para intentar liberarse de esa rutina hostil y salir a los jardines a respirar el aire fresco y colorido, pero, al no poder zafarse del manubrio de su molino se vio condenado a permanecer ahí, encadenado, a merced de tal alternancia, –infierno y gloria– ahí girando y girando durante la medida de su pesadilla. 

En la mañana, cuando su progenitora llamó a la habitación, Fidelio se encontraba ya despierto, pero exhausto y sudoroso, “obviamente por tanto giro”. No más al abrir la puerta, cayó de rodillas ante ella y le imploró demente:

–¡Por favor, madre, saca de esta casa ese artefacto de tortura!

La señora se quedó en suspenso unos segundos y luego le preguntó confundida:

–¿De cuál artefacto de tortura me estás hablando?

–¡No te hagas la que no lo sabes, me refiero a esa horrible máquina de moler!

–¿Y eso por qué razón, hijo mío? Creo que es una bendición. Para mí es lo último en tecnología. –Y el muchacho airado replicó de inmediato:

–Todavía no has visto nada. Pero la verdad es que ella representa para mí una rutina loca que me despersonaliza, me esclaviza, y no quiero llegar a la eternidad pegado a ese aparato ni a ningún otro, a nada ni a nadie.

La señora frunció el ceño alarmada internamente por sus chiflados antojos, pero como buena madre supuso que su hijo tenía alguna normal ventolera de adolescente o tal vez alguna fantasía perturbadora, y convino seguirle el juego sin saber bien las reglas:

–¡Seguro! –prometió con ademán serio– botaré ese molinillo viejo! No habrá entonces en esta casa más arepas ni café ni albóndigas de carne, a menos que me consigan todo eso ya molido y listo.

–Pero también reclamo –le exigió más Fidelio, no contento con eso solamente– una casa nueva y moderna, con todo nuevo, con jardines amplios a cielo abierto, todo nuevo, y, –levantó la voz para que escuchara la interesada– incluyendo ¡HERMANA NUEVA!

–¡Mejor, déjate de embelequerías, Fidelio! –lo regañó la señora, ya perdiendo el control–. Más bien, tiende la cama, lávate la cara, ponte las quimbas para que vayas a la tienda por el pan, la leche y…

–¡Detente, madre! –Rezongó Fidelio– ya conozco mi rutina tan bien como las vueltas de la vieja máquina de moler.

Como un robot enmohecido, lubricado con algunas lágrimas, comenzó a tender la cama procurando hacerlo por el lado por donde supuestamente jamás antes había empezado. 

Al fin y al cabo, sabía que ésto de vestir la cama y colaborar en las labores domésticas era conveniente y, por supuesto, más llevadero que exponerse a una condena de moler la nada del sinsentido, en oxidados molinos fantasmales.

Y mientras adelantaba esas pequeñeces la mamá lo seguía con la mirada. Iba pensando en que estaba creciendo rápido y que aspiraba tal vez prematuramente a ser autónomo y libre para ejercer, a voluntad, sus propios talentos y quizás –ojalá fuera así–, obrar cambios drásticos en las políticas administrativas del mundo. 

Se le ocurrió pensar en su foro interno que Fidelio atravesaba una etapa natural de su desarrollo y que no era ni necesario enviarlo al psiquiatra, a ese tal Botello, que no más se sentaba cómodo al lado del diván donde el chico le narraba sus supuestas pesadillas y preocupaciones, simulando tomar notas con aire de sabelotodo y, al final, no arreglaba nada.

Lo que no sospechaba la señora, sin fe en mí, es que, en cierto modo, yo sí soy omnisciente, “lo sé todo”. Y tiene razón en cuanto se refiere a su hijo: Está “haciendo progresos” –así justificamos nosotros los honorarios–, ronda por una etapa de gradual afirmación de su personalidad. 

Pero la verdad es que sí nos necesita a todos para formarse bien. A mí me necesita.  (Y yo lo necesito a él).

miércoles, 2 de diciembre de 2020

"VEINTE MOSCOS POR LA OREJA"

Nuestro padre le había urdido una trampa semántica, le había jugado un truco mágico de palabras. (Una broma del decir). Y él había caído redondo. 

 Nos hallábamos a la expectativa en la puerta de la casa, ansiosos de que regresara de urgencias nuestro padre que se había caído de una escalera cuando intentaba encaramarse al techo a corregir unas tejas. Se había golpeado contra el piso por la zona del oído y en apariencia sangraba desde su interior. Tan pronto apareció, con una breve venda en la mejilla, se adelantó uno de mis hermanos y le preguntó impaciente qué le había dicho el doctor Lozano en el consultorio:

–¿Qué le dijo Lojano?” –Preguntó curioso mi hermano, alterando un poco el apellido. Entonces mi padre se le quedó mirando, con su bastante habitual tomadera de pelo y, con acento espeso, disimuladamente serio, le contestó: –No tenía muchas ganas de hablar, sino de actuar: ¡me sacó veinte moscos por la oreja!

–¿Veinte moscos? –se alarmó mi hermano por no tener ni una idea remota de cómo se había producido semejante fenómeno.

–¿Veinte moscos por la oreja? –Repitió como para él mismo, embargado por el misterio y la impotencia de resolverlo. Sabría luego, –para soltar la risa, por lo tonto y crédulo que había sido–, que nuestro padre le había urdido una trampa semántica, le había jugado un truco mágico de palabras. (Una broma del decir). Y él había caído redondo.

Pero antes de estallar de risa, él mismo, intrigado como estaba, nos solicitó en voz baja una junta urgente de hermanos para dejar clara la cuestión de qué realmente había pasado con el paciente de su padre, al cual dizque le habían sacado veinte moscos por la oreja.

Duró relativamente poco la junta fraterna porque algún hermano, de notable cacumen, se adelantó para revelarnos el verdadero significado de tal expresión, la cual, por razones naturales, no debía tomarse al pie de la letra; que simplemente la frase era una manera figurada o metafórica de decir cuánta plata le había sacado el médico por atenderlo, curarlo y ponerle la venda. 

Pasó a explicarnos que las interpretaciones justas de las expresiones también dependen del temperamento de quien las pronuncia, de su forma de ser, e incluso, las modifican y acondicionan sus gestos, su tono de voz, la calidad de sus miradas, hasta los sentimientos que los embargan al momento de pronunciarlas.

Otro hermano intervino al respecto, recordando un episodio auditivo de la tía Josefa, tía famosa por su sordera a medias, que hacía gozar a sus sobrinos cuando la llamaban por teléfono, recién que lo habían inventado. Confirmaban que, si uno no se asegura de haber interpretado con exactitud una intervención de cualquier hablante o emisor, corre el riesgo de responder cómicamente el mensaje como receptor y de quedar así a merced de la broma o del ridículo inmortal por no haber manejado bien el código. 

Evocamos entonces la figura de nuestro padre, su carácter juguetón, su tendencia habitual de sacarle gracia a todo. Mamá lo conocía mejor que nosotros y cuando terminaba alguno de sus apuntes chanceros, enseguida le añadía su propio comentario: “Siempre con su chistera por delante”. Y en esta ocasión, así estuviera golpeado, no iba a ser distinto, estaría también dispuesto a mandar su “chistera” por delante. Y fue cuando se quedó mirando a quién le había hecho la pregunta:

“¿Qué le dijo Lojano?”: Había broma en sus pupilas y seriedad postiza detrás de su voz cavernosa.

“Los conceptos, –insistió el hermano gramático–, además de su semántica propia, están sometidos, por lo tanto, a los modificadores que les apliquen los usuarios de la lengua con todo su ser.

–Y, concluyó: “A propósito de usuarios de la lengua–, hay quienes animan y ensalzan la vida, mediante el arte de hablar o de escribir. En oposición, existen otros que, bien podrían pronunciar o poner por escrito la palabra salerosa y favorable para bien de muchos, sin embargo, su egoísmo mental o la pereza para crear los paraliza y no hacen nada”.

Estuvimos de acuerdo, ya para cerrar la sesión, que nuestro padre estaba adelantado en el primer grupo, en el de quienes se inventan formas jocosas para decir verdades comunes que de por sí son normales y no tienen gracia mayor.

En cuanto al hermano, que temporalmente estuvo traumatizado, les cuento que, en este punto, dio rienda suelta a su risa, reconociendo, con algo de pena, que se había portado como un tonto al interpretar las palabras del papá en su estricto sentido material, a lo literal.

Él le había puesto una trampa semántica, le había jugado un truco mágico de palabras. Y, al voltear la cara y verlo fresco, charlando por ahí, yendo y viniendo como si nada hubiera pasado, se alegró más todavía, porque dedujo que, lejos de almacenar un supuesto mosqueral dentro de su cabeza, tenía inventiva, gracia lingüística y mucha vida productiva por delante, para bien de ellos y de muchos.

A partir de ahí ya estaría en mejores condiciones para entender a su padre y a muchas otras personas, es decir estaría mejor preparado para gestionar las comunicaciones interpersonales, destreza necesaria para convivir con éxito.

  Pero el asunto no llegó hasta ahí y se sepultó sin dolientes y sin historia. Mi hermano quedó con una especie de dulce estigma encima. Su frase: “¿Qué le dijo Lojano? Lo iría a perseguir de por vida como símbolo de una de sus intervenciones más famosas en la vida familiar. Y él cada vez que se la recordaran tendría que sonreír con pena feliz.

Tanto importan las expresiones originales de las personas ante determinadas circunstancias que incluso cuando uno las trae a la mente las invoca a ellas forzosamente.

Mi hermana mayor, por ejemplo, que le gustaba reírse mucho de las situaciones divertidas, cuando ya todos descansaban de las carcajadas y había silencio, comentaba a media lengua: “¡Eso sí fue pa’ lija!” Y volvían las risas. Y cada vez que quisiéramos recordarla con cariño y dicha, repetiríamos, con tonito especial, esa misma frase: “¡Eso sí fue pa’ lija!”

Y aquel otro hermano, no muy devoto del agua, que lo oíamos gritar en el baño: “¡la toalla, la toalla!”, siempre lo comparábamos con el boxeador angustiado que ya no quería más combate, sino que el entrenador mostrara rápido al juez la toalla de la rendición.

También, si tuviéramos la suerte de tenerlo vivo ahora, y le dijéramos, con ademán bromista: “¡La toalla, la toalla!”, iría a responder con grata sonrisa, pues tendría grabada en su memoria una de las mejores lecciones de nuestro padre según las cuales el lenguaje jocoso, las palabras alegres, los trucos semánticos, son sinónimos de la misma sal evangélica necesaria para sazonar divinamente el reino de los cielos. Si la tienes... Lo tienes. Sólo debes usarla y ya harás el bien.

 


martes, 1 de diciembre de 2020

FRASES MEDITABLES y HUMOR




 

· Habla para que yo sepa que existes. (Sócrates)

· No hay personas ineducadas, todos estamos educados, con la diferencia que algunos estamos mal educados. (Brandon Kalel.)

· Nunca consideres el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber. (Albert Einstein)

· Si quieres aprender, enseña. (Cicerón)

· El estudiante enamorado nunca llega al aprobado. (Maruchi)

*************************************************************************

· La ley del estudiante: sacar el curso adelante con el sudor del de adelante. (Estudiante de atrás)

*************************************************************************

· En primer lugar acabemos con Sócrates, porque ya estoy harto de este invento de que no saber nada es un signo de sabiduría. (Asimov, Isaac)

*************************************************************************

·  Saber es acordarse. (Aristóteles)

************************************************************************

· Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado.

***********************************************************************

· En asuntos de amor los locos son los que tienen más experiencia.

 ***********************************************************

BROMAS:

·  Me choca la gente que no da la cara. (Anónimo).

*****************************************

·  Me encanta ir a la escuela.

       (Un piojo).

******************************************

·  ¡ Que hermosa es la humanidad! (Un caníbal.)

******************************************

·  Nosotras apoyamos la liberación femenina.

       (Cárcel de mujeres).

******************************************

· ¡No al paro! (Un cardíaco).

******************************************

.¿Sabes que mi hermano anda en bicicleta desde los cuatro años?

¡--Mmm, ¿ya debe estar muy lejos.

********************************************

· (Pregunta a un estudiante del colegio:

-Do you speak English?

-¿Cómo dice usted?

-Do you speak English?

-¡No lo entiendo!

-Le pregunto que si habla usted Inglés.

-¡Ah sí, claro, perfectamente!

lunes, 30 de noviembre de 2020

DUELO POR UN CODORNIZ INMORTAL

 

Hijo mío, cercano corresponsal:

 

Te informo, para que nos demos el pésame mutuamente, que hoy hacia las 3.45 de la tarde, hora universal, falleció lastimosamente nuestro famoso codorniz blanco, tras unos días de dura enfermedad,  durante los cuales sobrellevó su agonía con talante esponjado y heroico. Sus ojos, empequeñecidos por la longevidad, bregaban por permanecer encendidos procurando no perder los míos que también luchaban por retener viva su imagen. Y así, entornados y con sus plumas extremas tocando el suelo, sus horas finales fueron corriendo ligero como si la muerte se afanara por hacerme el mal de quitarle una vida a mi vida, porque, a decir verdad, la vida de uno no es sola sino suma de tantos seres importantes, como lo era precisamente esa mascota diminuta y emplumada.

 Yo estuve ahí, velando, de guardia, dolido como el amigo que no quiere que parta su amigo fiel, junto a su jaula, donde pasó prisionera buena parte de su vida, exceptuando esas bendiciones para él, cuando tú, amante de la libertad y libre expresión, lo sacabas a las matas del patio, a los pasillos hogareños donde saboreaba las travesuras de una vida sin normas y con desacato a las quejumbres de una madre.

  Estuve ahí dándole ánimos, hablándole como a un cristiano, alisando sus marchitas y curtidas plumas, agradeciéndole los años bonitos e interesantes que estuvo en nuestra casa, al lado de sus dos también dilectos congéneres con quienes siempre mantuvo divergencias estruendosas  de espacio y batallas de decisiones opuestas.

  Estuve ahí entonces recordando los comienzos de las noches cuando tenía que ponerlo urgente a buen recaudo, bajo un canasto o dentro de una caja como a los presidiarios que dan guerra y se les envía a la mazmorra, para evitar que lanzara al aire sus desenfrenados e indefinibles graznidos que siempre asumimos como expresión suya, vital, de codiciar amores de  codorniz en celo, o ansia colérica de ser libre y montaraz. 

Estuve ahí haciendo memoria de cuando él servía de exposición excepcional de codorniz blanco ante los turistas curiosos, que se sorprendían de su genio inquieto y bravucón. Fueron muchas las veces que se arriesgó a escaparse de la jaula mientras la gata rondaba su vecindario y nosotros teníamos que jugarnos también la vida para atraparlo antes de que ocurriera una tragedia.

  Hacia las tres y cuarenta y cinco trató por última vez de levantarse del piso, en un esfuerzo desesperado por escabullirse de la muerte, aleteando contra el papel de su jaula. Lo cubrí entonces cariñoso con los dedos de mi mano derecha, rogándole de corazón que no se muriera, que se quedara, que el mundo no iría a ser el mismo sin él, ruegos y razones que ya fueron absolutamente inútiles, porque su muerte ya estaba decretada para ese momento. Así fue como sus últimos movimientos se fueron extinguieron, quedando de medio lado, con el pico hacia mí.

 

                                                                             

Recordaré, por siempre, mi corresponsal, de este buen amigo blanco emplumado, el codorniz excepcional, los momentos suyos de celebración cuando lo liberaba del presidio pequeño y lo depositaba en su prisión más grande. Alzaba entonces las alas y las batía mirando hacia arriba, con el pico entreabierto, en ademán misterioso de entonar un himno de ovación espiritual.

 Lo siento también por ti, porque has perdido como yo, también una compañía, un regalo proveniente de las jaulas únicas de codornices blancos. Lamento mucho que haya emigrado a las dimensiones misteriosas de la muerte hasta donde nuestra voz y entendimiento no alcanzan. Y así haya sido, para muchos, una simple e insignificante avecilla, para nosotros, fue como una heroína de plumas blancas que nos granjeó alegrías y emociones con su existencia y su carácter alebrestado. 

Y hasta nos dio lecciones de vivir con entusiasmo,de hacer las cosas con energía y a plenitud, en las cosas pequeñas y en las grandes, así fuera expulsando la tierra de las matas o corriendo desaforadamente por entre las yerbas o por todos los pasillos de la casa. 

 Ojalá hubiera cielo para él y para todos los que lo imiten. Yo creo, mi corresponsal, que nuestro codorniz puro y santo, ha hecho méritos suficientes en esta tierra y bien se lo merece.

 ¡Para nosotros consuelo, y para él, paz en su tumba!

sábado, 15 de agosto de 2020

SI PIDEN ES PORQUE NECESITAN (ULTIMA VERSIÓN)

 En medio de la visita, al llegar a la cocina, se quedó detallando con disimulo la alacena. Al final, extrajo un billete de su flaca cartera y pronto se lo extendió  a la dueña de la casa: “Gracias por ser adivino, –repuso ella, sonriente y gratamente sorprendida–, no quería confesarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”

Por Lebb

  Una de las lecciones funcionales más cotizadas de la valiosa herencia moral de mi padre fue precisamente la de no desatender las peticiones de cuantos estaban pasando dificultades.  La de ofrecer rápida asistencia a las personas urgidas, pidieran ayuda de viva voz o  con meros gestos o con sólo pupilas elocuentes.

Y, además, había que hacerlo bien, sin hacer preguntas ni, menos, poniendo mala cara. El aporte de nuestro lado podía ser de diferente estilo o naturaleza, material, financiero, espiritual, hasta psicológico. Dependía entonces del instante, de la clase de necesitado que tuviéramos en frente y de los recursos que también estuvieran a nuestro alcance.

Tampoco tuvo la obsesion del ahorro enfermizo o la mentalidad egoista de capitalizar a despecho de quien necesitara del saldo de su cartera. 

Por el contrario,  le abundaron las buenas intenciones y el aporte modesto de su parte, rápido y festivo a quien se lo solicitara bien de viva voz o con señales de humo.

Recuerdo nítidamente el suceso que dio origen a la oración proverbial de arriba, “si piden es porque necesitan. Y hay que hacer algo al respecto”. Frase que a su vez nos alentó en broma a inventarnos otra, atisbando a los pollitos bullangueros del patio, y es esta otra, –no consagrada por los refranes mundiales–: “Si pía es porque necesita”. Muy cierta también como nos lo reitera la tonada infantil: “Porque tienen hambre, porque tienen frío” Y hay que hacer algo al respecto también.

El episodio ocurrió una tarde mientras él marchaba con paso animoso por una de las principales calles empedradas del pueblo. Un fulano, de aspecto deprimente, se le atravesó bruscamente, suplicándole con las manos:

―“¡Por el amor de Dios, –le dijo casi gritando–, deme plata, necesito comprarme un pan, llevo semanas sin comer nada”.

Y él, ni corto ni perezoso, sin peros o ira alguna, desenfundó la cartera y extrajo de ella los únicos dos mil pesos  que llevaba consigo  –mucho dinero para la época–, y se los entregó deprisa al supuesto muerto de hambre.

A uno de nosotros, frente a la escena, se le despertó el mal genio, el celo interno contra las cosas mal hechas, y, justo cuando mi padre guardaba la cartera vacia, lo cuestionó inmediatamente: “¿Por qué bota la plata así, papá –le dijo con voz cruel– Ese tipo la usará seguramente para comprar cerveza o cigarrillos”. Mi padre, impávido y con la serenidad de haber hecho lo correcto, le replicó como un santo: “Si pide es porque necesita”.

Sabía, sin ser ducho en Escrituras convertir en hechos el dictamen del libro de los Proverbios: “Nunca niegues un favor a quien te lo pida, cuando en tu mano esté el hacerlo”.

Nos comentaría, llegada la noche, en torno a la mesa, al partir el pan, que ya el uso o el abuso que el beneficiario haga con nuestras ofrendas o con nuestros servicios no es propiamente de nuestra incumbencia: “Eso ya pertenece al criterio de cada uno. Y cada quien dará cuenta de sus propias decisiones. No le corresponde a mis bondades saber y enjuiciar las probables maldades que  otros hagan con ellas”. 

Quien lo había cuestionado horas antes en la calle, no tuvo valor ahí en la mesa para controvertir su manera de aplicar en la vida diaria el imperativo de la caridad. Y aunque no era hombre de jaculatorias y de prédicas, ese era uno de sus  recursos para que nosotros filosofáramos bien en cuanto a la convivencia con los demás.

Pero, como buen maestro, no lo hizo una sola vez. Posteriormente nos enseñó el mismo tema, por si lo habíamos entendido mal o lo habiamos olvidado. Cambió eso sí la metodología y el recurso didáctico.

Ya no fue en la calle, sino durante  la visita a la casa de una de sus vecinas. Tras la rutina del saludo y la charla de rigor, se quedó examinando a través de sus lentes espesos y discretos las cosas en torno suyo como para que ellas mismas en lugar de sus dueños, le dijeran cómo estaba allí la situación. Remató su comedida inspeccion frente a la alacena. Fue ahí entonces cuando extrajo  de su flaca cartera el único de sus billetes y se lo extendió a la señora: “Gracias por ser adivino, –repuso ella, sonriente y gratamente sorprendida–, no quería confesarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”  Nosotros nos quedamos con muchas ganas internas de censurarlo, porque la señora tenía hijos grandes que deberían socorrerla; y un marido que también ganaba. Pero tanto éste último como aquéllos, tal vez no tenían ni ley ni consciencia, o quizá no les alcanzaban sus ingresos; lo cierto es que la condenaban a pasar penurias. Sin embargo, ninguno de nosotros se atrevió a reprochar su actitud desprendida. Ya sabíamos cuál era su mecanismo de defensa. Además, la lección estaba ya aprendida: “Si pide es porque necesita. Y algo hay que hacer al respecto” . 

Ahora, cuando él ya no está físicamente con nosotros, me sigue cautivando la escena de las cluecas y sus crías que descubro por ahí de paso por las veredas. A veces, me detengo, iniciando un elemental proceso de escucha y observación. Soy testigo entonces del piar escandaloso de los pollitos que sobresaltan a sus nobles madres gallinas. También sigo notando que, en vez de la indiferencia e incluso de la rabia de sus progenitoras, éstas, sin demora ni distracciones, corren a ofrecerles gusanitos o lo que tengan a su disposición. Me da finalmente una especie de alergia en los párpados que se agitan para impedir que las lágrimas acompañen una nostalgia preciosa del legado paterno: “Si piden –fueron sus palabras– es porque necesitan. 

Pero hay más, aparte de los pollitos. Ahora, ya con muchos años encima, parece repetirse conmigo una escena similar a esa de aquella tarde, en las calles empedradas  de mi pueblo ancestral, cuando a mi padre lo abordó un sujeto sospechoso de necesidades. 

Sucede que alguno de mis hijos o cualquier otro observador, me reprueban con voz o con mirada rayada cuando respondo con monedas o palabras sanas a quienes, con estampa dudosa, limpian cristales o hacen rogativas por sus vidas al lado de los espejos retrovisores de mi auto.

Sepan entonces que me manejo así porque quiero ser honesto herededero del patrimonio moral de mi padre, quiero ojear sin muchos protocolos la facha y las circunstancias de los demás, a ver si les falta algo y yo puedo en modo alguno hacer algo.

Yo, pecador, me confieso que no lo hago bien. Sigo en la lucha y en el intento. Pero, siempre estará ahí vigente el alma ilustre de mi padre para confortarme e instruirme: “¡Si piden –directamente  o de forma implícita– es porque necesitan. Y tú debes hacer algo al respecto!”

jueves, 7 de mayo de 2020

"SI PIDEN ES PORQUE NECESITAN"


En medio de la visita a la casa de una de sus vecinas, mi padre se quedó examinando las cosas a su alrededor como para que le dijeran cómo estaba ahí la situación. Al final, como conclusión, extrajo  de su flaca cartera el único de sus billetes y se lo extendió a la señora: “Gracias por ser adivino, –repuso ella gratamente sorprendida–, no quería contarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”         

Por Lebb                                           


   Una de las lecciones prácticas más cotizadas de la valiosa herencia moral de mi padre fue precisamente la de no desatender las peticiones verbales de cuantos estaban pasando privaciones, la de ofrecer pronto asistencia a las personas necesitadas, pidieran ayuda de viva voz o la pidieran así fuera sólo con la mirada.

   Y, además, había que hacerlo bien, sin hacer preguntas ni, menos, mala cara. La ayuda de nuestro lado podía ser de diferente tipo, desde material, financiera, espiritual, hasta psicológica. Dependía entonces del momento, de la clase de necesitado y de los haberes al alcance de la mano.

   Mi noble progenitor nunca se bañó en dinero, tampoco tuvo el vicio del ahorro obsesivo, menos administró un supermercado de gran superficie. Sin embargo, le abundaron eso sí las buenas intenciones y el aporte modesto de su parte, rápido y festivo a quien se lo solicitara de voz o con un mero gesto de necesidad.

   Recuerdo vivamente la ocasión providencial que dio origen a la frase proverbial de arriba, “si piden es porque necesitan”. Y la que provocó que nosotros acuñáramos en son de broma, mirando a un pollito bullicioso del patio, esta otra: "Si pía es porque necesita".

   El episodio ocurrió mientras él marchaba despreocupado, con zancadas atléticas por una de las calles principales del pueblo. Fue cuando se le aproximó un fulano maloliente, quien, con voz lastimera le pidió dinero:

   ―“¡Por el amor de Dios, para comprarme un pan, porque en todo el día no he comido nada”.

   Y él ni corto ni perezoso, sin objeción alguna, desenfundó la cartera, extrajo de ella los únicos dos mil pesos  que llevaba consigo   –mucho dinero para la época–, y se los entregó deprisa.

   A uno de nosotros, al ver la escena, se le despertó el mal genio, el juez interno alérgico a las injusticias, y lo criticó inmediatamente: “¿Por qué bota esa plata –le dijo con voz cruel– Ese tipo la usará seguramente para comprar cerveza o vicio”. Mi padre, sin inmutarse y con la arrogancia sana de quien es consciente de haber hecho lo correcto le replicó como un santo: “Si pide es porque necesita”.

   Sin ser pastor o teólogo él sabía aplicar a la realidad el dictamen del libro de los Proverbios: “Nunca niegues un favor a quien te lo pida, cuando en tu mano esté el hacerlo”.

   Nos comentaría después, al atardecer, en torno a la mesa, que ya el uso o el abuso que el beneficiario haga con nuestras ofrendas o con nuestros servicios no es propiamente de nuestra incumbencia: “Eso ya pertenece al criterio de cada uno. Y cada quien dará cuenta de sus propias decisiones. No le corresponde a mis bondades saber y enjuiciar cuanto otros hagan con ellas". Quien lo criticó no tuvo ánimos para controvertir su manera de aplicar en la vida práctica el mandamiento de la caridad. Y aunque no era hombre de rezos, de jaculatorias y de prédicas, nos iba adoctrinando con experiencias y ejemplos vivientes. 

  En otra ocasión, en medio de la visita a la casa de una de sus vecinas, mi padre se quedó examinando las cosas a su alrededor como para que le dijeran cómo estaba ahí la situación. Al final, como conclusión, extrajo  de su flaca cartera el único de sus billetes y se lo extendió a la señora: “Gracias por ser adivino, –repuso ella gratamente sorprendida–, no quería contarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”  Nosotros nos quedamos con ganas internas de criticarlo, porque la señora tenía hijos grandes que podrían y deberían socorrerla; y un marido que también ganaba. Pero tanto éste último como aquéllos no tenían ni ley ni consciencia. Sin embargo, ninguno de nosotros se atrevió a censurar su actitud. Ya sabíamos cuál era su mecanismo de defensa.

   Cuando él ya no estaba definitivamente con nosotros, íbamos al corral de las aves en busca de un elemental ejercicio de escucha. Escuchábamos entonces el piar escandaloso de los pollitos que sobresaltaba a sus pobres madres gallinas. Nos dábamos cuenta de que, en vez de la indiferencia e incluso de la ira de sus progenitoras, ellas corrían a ofrecerles gusanitos o lo que tuvieran a su disposición. Nos sonreíamos al recordar nostálgicos aquellas palabras memorables de nuestro padre: "Si piden es porque necesitan". 

   Y, ahora, cuando tengo ya muchos años encima y cuando alguno de mis hijos o cualquier otro observador, me mira mal cuando respondo materialmente a las peticiones de cualquier necesitado callejero, de facha sospechosa, recuerdo con orgullo y sentimiento de gratitud a mi padre por haberme dejado, entre otras lecciones, esa de examinar la situación de los demás, a ver si necesitan algo de mí para yo responder enseguida con lo que soy o esté a mi alcance. Me parece verlo, en un pedestal, como una estrella, diciéndome como un sabio: 

   "¡Tú solamente debes hacer el bien, sin mirar a quien. Las preguntas y los juicios  sobre cómo gastan los bienes los otros, son competencia únicamente de los jueces".