En medio de la visita, al llegar a la cocina, se quedó detallando con disimulo la alacena. Al final, extrajo un billete de su flaca cartera y pronto se lo extendió a la dueña de la casa: “Gracias por ser adivino, –repuso ella, sonriente y gratamente sorprendida–, no quería confesarlo, pero la verdad es que lo necesitaba”
Por Lebb
Una de las lecciones funcionales más cotizadas de la valiosa herencia moral de mi padre fue precisamente la de no desatender las peticiones de cuantos estaban pasando dificultades. La de ofrecer rápida asistencia a las personas urgidas, pidieran ayuda de viva voz o con meros gestos o con sólo pupilas elocuentes.
Y, además, había que hacerlo bien, sin hacer preguntas ni, menos, poniendo mala cara. El aporte de nuestro lado podía ser de diferente estilo o naturaleza, material, financiero, espiritual, hasta psicológico. Dependía entonces del instante, de la clase de necesitado que tuviéramos en frente y de los recursos que también estuvieran a nuestro alcance.
Tampoco tuvo la obsesion del ahorro enfermizo o la mentalidad egoista de capitalizar a despecho de quien necesitara del saldo de su cartera.
Por el contrario, le abundaron las buenas intenciones y el aporte modesto de su parte, rápido y festivo a quien se lo solicitara bien de viva voz o con señales de humo.
Recuerdo nítidamente el suceso que dio origen a la oración proverbial de arriba, “si piden es porque necesitan. Y hay que hacer algo al respecto”. Frase que a su vez nos alentó en broma a inventarnos otra, atisbando a los pollitos bullangueros del patio, y es esta otra, –no consagrada por los refranes mundiales–: “Si pía es porque necesita”. Muy cierta también como nos lo reitera la tonada infantil: “Porque tienen hambre, porque tienen frío” Y hay que hacer algo al respecto también.
El episodio ocurrió una tarde mientras él marchaba con paso animoso por una de las principales calles empedradas del pueblo. Un fulano, de aspecto deprimente, se le atravesó bruscamente, suplicándole con las manos:
―“¡Por el amor de Dios, –le dijo casi gritando–, deme plata, necesito comprarme un pan, llevo semanas sin comer nada”.
Y él, ni corto ni perezoso, sin peros o ira alguna, desenfundó la cartera y extrajo de ella los únicos dos mil pesos que llevaba consigo –mucho dinero para la época–, y se los entregó deprisa al supuesto muerto de hambre.
A uno de nosotros, frente a la escena, se le despertó el mal genio, el celo interno contra las cosas mal hechas, y, justo cuando mi padre guardaba la cartera vacia, lo cuestionó inmediatamente: “¿Por qué bota la plata así, papá –le dijo con voz cruel– Ese tipo la usará seguramente para comprar cerveza o cigarrillos”. Mi padre, impávido y con la serenidad de haber hecho lo correcto, le replicó como un santo: “Si pide es porque necesita”.
Sabía, sin ser ducho en Escrituras convertir en hechos el dictamen del libro de los Proverbios: “Nunca niegues un favor a quien te lo pida, cuando en tu mano esté el hacerlo”.
Nos comentaría, llegada la noche, en torno a la mesa, al partir el pan, que ya el uso o el abuso que el beneficiario haga con nuestras ofrendas o con nuestros servicios no es propiamente de nuestra incumbencia: “Eso ya pertenece al criterio de cada uno. Y cada quien dará cuenta de sus propias decisiones. No le corresponde a mis bondades saber y enjuiciar las probables maldades que otros hagan con ellas”.
Quien lo había cuestionado horas antes en la calle, no tuvo valor ahí en la mesa para controvertir su manera de aplicar en la vida diaria el imperativo de la caridad. Y aunque no era hombre de jaculatorias y de prédicas, ese era uno de sus recursos para que nosotros filosofáramos bien en cuanto a la convivencia con los demás.
Pero, como buen maestro, no lo hizo una sola vez. Posteriormente nos enseñó el mismo tema, por si lo habíamos entendido mal o lo habiamos olvidado. Cambió eso sí la metodología y el recurso didáctico.
Ya no fue en la calle, sino durante la visita a la casa de una de sus vecinas. Tras la rutina del saludo y la charla de rigor, se quedó examinando a través de sus lentes espesos y discretos las cosas en torno suyo como para que ellas mismas en lugar de sus dueños, le dijeran cómo estaba allí la situación. Remató su comedida inspeccion frente a la alacena. Fue ahí entonces cuando extrajo de su flaca cartera el único de sus billetes y se lo extendió a la señora: “Gracias por ser adivino, –repuso ella, sonriente y gratamente sorprendida–, no quería confesarlo, pero la verdad es que lo necesitaba” Nosotros nos quedamos con muchas ganas internas de censurarlo, porque la señora tenía hijos grandes que deberían socorrerla; y un marido que también ganaba. Pero tanto éste último como aquéllos, tal vez no tenían ni ley ni consciencia, o quizá no les alcanzaban sus ingresos; lo cierto es que la condenaban a pasar penurias. Sin embargo, ninguno de nosotros se atrevió a reprochar su actitud desprendida. Ya sabíamos cuál era su mecanismo de defensa. Además, la lección estaba ya aprendida: “Si pide es porque necesita. Y algo hay que hacer al respecto” .
Ahora, cuando él ya no está físicamente con nosotros, me sigue cautivando la escena de las cluecas y sus crías que descubro por ahí de paso por las veredas. A veces, me detengo, iniciando un elemental proceso de escucha y observación. Soy testigo entonces del piar escandaloso de los pollitos que sobresaltan a sus nobles madres gallinas. También sigo notando que, en vez de la indiferencia e incluso de la rabia de sus progenitoras, éstas, sin demora ni distracciones, corren a ofrecerles gusanitos o lo que tengan a su disposición. Me da finalmente una especie de alergia en los párpados que se agitan para impedir que las lágrimas acompañen una nostalgia preciosa del legado paterno: “Si piden –fueron sus palabras– es porque necesitan.
Pero hay más, aparte de los pollitos. Ahora, ya con muchos años encima, parece repetirse conmigo una escena similar a esa de aquella tarde, en las calles empedradas de mi pueblo ancestral, cuando a mi padre lo abordó un sujeto sospechoso de necesidades.
Sucede que alguno de mis hijos o cualquier otro observador, me reprueban con voz o con mirada rayada cuando respondo con monedas o palabras sanas a quienes, con estampa dudosa, limpian cristales o hacen rogativas por sus vidas al lado de los espejos retrovisores de mi auto.
Sepan entonces que me manejo así porque quiero ser honesto herededero del patrimonio moral de mi padre, quiero ojear sin muchos protocolos la facha y las circunstancias de los demás, a ver si les falta algo y yo puedo en modo alguno hacer algo.
Yo, pecador, me confieso que no lo hago bien. Sigo en la lucha y en el intento. Pero, siempre estará ahí vigente el alma ilustre de mi padre para confortarme e instruirme: “¡Si piden –directamente o de forma implícita– es porque necesitan. Y tú debes hacer algo al respecto!”
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