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viernes, 4 de diciembre de 2020

Un maestro para aprender a TOMAR DECISIONES INTELIGENTES en la vida.

Si ubico este caballo aquí, sucede que el alfil del contrario lo captura; además pierdo el dominio de toda una hilera importante. Entonces mejor desplazo el peón que neutraliza la acción del malvado alfil. Pero si amenazo al rey con la torre de mi derecha, lo conduzco casi a una rendición segura, con el apoyo de la Reina. DECISIÓN PRECISA: muevo la torre.


  Por Lebb

Me refutará el poco amigo de los peones y de todo el resto de mi ejército que eso se vale para el juego, porque la vida, al contrario, es cosa seria y las decisiones personales no constituyen una diversión, sino una muy grave responsabilidad.

De acuerdo. La vida no es un ajedrez. No soy rey, ni mi vecina una reina. Pero mi existencia y la de mi vecina son verdaderos campos de acción que exigen de nuestras voluntades e inteligencias determinaciones constantes, sencillas o complejas para que funcionen apropiadamente. Sin decisiones no hay acciones. Y sin acciones somos difuntos. Jugamos ajedrez moviendo piezas pensando, calculando, midiendo riesgos, contando cuadros, proyectando resultados dos, tres, cuatro movimientos adelante. Alzamos los ojos más allá del primer cajón, porque el peligro puede estar en el cuadro negro un poco más adelante. Cuando la vida de mi Reina es amenazada, mi corazón resuena por dentro como campana de Catedral. Me recojo y concentro como fiera mental furibunda, para pensar en la más contundente decisión que preserve a mi majestad. Cuantas veces la vida nos plantea desafíos que amenazan nuestros más preciados bienes espirituales o terrenales, ante los cuales tenemos que hacer movimientos sagaces y certeros. Definitivamente, el ajedrez es un verdadero método para aprender el arte más complejo y poderoso como es el de evaluar la realidad en su justa medida antes de tomar decisiones apropiadas.                       

Es redundancia señalar las desastrosas consecuencias de los errados movimientos mentales. Incluso hay disparates que uno comete una sola vez en la vida puesto que cobran muy caro, no un patrimonio, no una carrera,  no un amor, sino la propia la vida. Hay otras decisiones tan malas que, una vez tomadas, al igual que un cáncer, nos arrastran  poco a poco a una destrucción segura. Y si vamos repasando la lista de los acomplejados que desfilan por el mundo, de los fracasados que gimen por todas partes, de los inútiles que pisan infructuosamente esta tierra, vamos descubriendo en la base de sus desdichas y quejumbres las evidencias de sus males como producto de haber aplicado en el pasado  decisiones irreflexivas, torpes y equivocadas.

Para el despistado que observa y habla ligero como su cerebro, el ajedrez es una manera insípida, tonta y vana de perder el tiempo. Para él ni siquiera es juego ver a dos solemnes meditabundos que apenas tienen ojos miopes para un tablero y escasamente mueven una mano. Sin sudores, sin agitaciones, sin arrancar del público aplausos o emociones. Hay que revelarle que ahí en la mesa del juego, frente a frente, hay dos cuerpos como en suspensión, cuyos cerebros libran una guerra de decisiones que van y vienen como misiles o como guantes de púgiles. Hay que decirle, cuando en verdad se está ejecutando religiosamente el rito de la contienda, que si los pensamientos de los jugadores pudieran materializarse harían un estruendo insoportable como de armaduras que chocan. Pero lo más importante es hacer notar que los jugadores están ejerciendo una de las mayores facultades divinas, a saber: de una forma autónoma, inteligente y responsable están tomando determinaciones vitales en serie y en serio. Si el observador cayera en la cuenta de lo grave, de lo peligroso, de lo dramático, de lo apoteósico que es tomar y aplicar decisiones humanas, lo menos que podría hacer sería arrodillarse a venerar a los dos hombres que piensan como dioses griegos antes de mover a sus criaturas, es decir, a sus piezas. Y aunque terminarán por imponerse de un lado o de otro los movimientos más eficaces, él concederá igual devoción tanto al uno como al otro, porque los dos manejan cerebros y espíritus igualmente prodigiosos.

Deberíamos,  sin argumentar demasiado,  reconocer en el ajedrez a un maestro efectivo y ameno que nos adiestra en la labor  del pensamiento preventivo, antes de la acción efectiva; promoviendo por lo tanto la buena costumbre de pensar bien y pausadamente antes de dar pasos importantes que afectarán incluso de manera crucial el destino de nuestras propias historias, o por lo menos,  provocarán el éxito o el fracaso de proyectos que escalonan la realización personal.

Es curiosa la actitud de los principiantes en la disciplina cuando solamente les preocupa  echar a la loca las fichas hacia delante, sin percatarse de la proximidad de un tonto Mate pastor. No saben qué hacer. Miran hacia los lados como buscando un soplón que decida por ellos. Es cuando uno advierte que igual les pasa a quienes no se entrenan apropiadamente para utilizar el cerebro en la toma de las decisiones que los afectarán de una u otra manera: se convierten en presas fáciles de los intereses egoístas de otros que para mal sí saben utilizar la cabeza.

El aprendiz es cándido y la medida de su pensamiento no supera el movimiento inmediato de un peón. Cuando aprenda será muy listo y saludablemente malicioso. Sus pensamientos medirán en su objetiva  dimensión y riesgo las intenciones encubiertas del oponente astuto. Una habilidad fundamental para bandeárselas con éxito en un mundo tan competitivo como engañoso.

El aprendiz temerá perder fácil sus piezas sometido a la humillación de un rival demoledor. Pero le servirá de remedio para no ser orgulloso, sino humilde mientras mejora sus habilidades de juego. Después, cuando ya detecte las intenciones del oponente con anticipación y, en consecuencia,  efectúe movimientos efectivos, su autoestima estará en la cumbre y su mentalidad será la de un triunfador. Valores muy importantes para sortear con altas opciones de victoria todo el ejército de asechanzas y desafíos que nos propone actualmente la vida.

Este maestro -o sea el ajedrez-, nos va enseñando también que habrá momentos duros y difíciles, habrá que perder piezas costosas o sacrificar de forma aparentemente inútil otras, dentro de la estrategia general por controlar el tablero. Una lección inapreciable para no desesperar en la vida cuando perdemos seres extremadamente valiosos, o cuando, en aras de resultados beneficiosos para el espíritu o para el desarrollo personal o de la comunidad que nos rodea, nos toca renunciar a ciertos bienes, a ciertas comodidades legítimas o a ciertos placeres bonitos.

Nos va a enseñar la importancia absoluta de concentrar la fuerza mental, de consagrar hábilmente el poder humano a la sabiduría de una decisión. Nos ejercita en el arte difícil de administrar la soledad, porque quien juega ajedrez  está realmente solo, a merced de sus habilidades mentales, de su ingenio personal y de su carácter. Pero esto no quiere decir que propicie el individualismo o el egocentrismo, sino que exalta la conciencia de la individualidad, de la exclusividad de la persona humana. Una lección muy significativa en este mundo inclinado a la masificación o al culto de la personalidad ajena, a la pérdida de la identidad propia. Quien juega tiene un nombre, tiene funciones, tiene poder, puede y debe decidir, gobierna, organiza, administra... y aunque pierda el juego, después de exprimir su talento personal, es un verdadero héroe porque ha combatido valientemente.

Por lo demás, el ajedrez un ejercicio valioso de liderazgo. Quien practica el juego, es un General. Cuenta con  oficiales de poderosa jerarquía y con soldados de comprobado coraje. En la vida es de suma importancia sentirse y ser realmente caudillo del propio presente más que del destino. El ajedrecista está llamado a vivir intensamente el ahora y no el después. Él sabe que un movimiento falso ahora será una perdición luego. Piensas ahora en lo que más te conviene, o de lo contrario, deberás lamentarte después. Una enseñanza única, sobre todo para las mentes juveniles que se la pasan soñando en futuros mientras malogran o desperdician sus presentes. Allí en el tablero, mientras se ataca y defiende con las fichas, el jugador también va ejercitando estrategias acertadas para vencer sus miedos o sus vicios en la vida. Por ejemplo, dispone de un tiempo prudencial para cada jugada, la cual no podrá prorrogar indefinidamente, es decir, tiene como un horario, unas metas definidas, algo qué hacer. Eso sirve para que dejemos el pernicioso defecto de demorar el cumplimiento de nuestros compromisos. Si en la vida somos desordenados, el ajedrez nos enseña todo lo contrario. Tienes que organizarte, establecer metas a corto y largo plazo; tienes que concentrarte en los planes, en los ideales de tu vida. Pensar no sólo en reinas o en novias sino en otros aspectos muy importantes que pueden determinar tu éxito o tu fracaso en este mundo. Si eres bobo, no puedes jugar ajedrez y seguir siéndolo; porque el ajedrez es una cátedra de astucia y viveza. .

Dentro de los sesenta y cuatro cuadros se escribe toda una historia de desafíos y respuestas. De acciones y reacciones. De intereses que combaten, de especies que luchan demostrando la dignidad y la competencia por sobrevivir. Allí se cultiva y se fermenta la necesaria autoestima. Chocan sanos orgullos por ser dominantes. No hay campo para la autocompasión o para que los espíritus y las inteligencias se achiquen. Ahí combaten los mortales cerebros de dos T
itanes que en vez de una ruda y ordinaria confrontación física, prefieren con inteligencia medirse en un cuadrilátero dentro del cual solamente se valen los golpes del ingenio y la fortaleza de la sagacidad mental. Más que nadie han logrado conjugar magistralmente la combinación juego y vida; han mezclado, sin degenerar el producto, lo serio de la vida, con el placer del juego. No son simples hedonistas, no son simples jugadores. No pierden el tiempo. Lo invierten en su desarrollo personal.

Sus partidas son sesiones de lógica  (analiza causas y efectos); de matemáticas, cálculo y geometría (se navega entre números, variables, líneas y figuras); de milicia (es una guerra, conduces un ejército); de cacería (hay que oler las trampas del enemigo y colocar otras, montarle la persecución al rey hasta capturarlo como una presa codiciada); de ética (por la responsabilidad de trabajar mental y honradamente para conseguir resultados).

En definitiva, los jugadores asisten a una clase de múltiples contenidos y destrezas, al paso que emplean bien el tiempo entrenándose para enfrentar con eficiencia los numerosos y difíciles retos de la vida real... ¿Entonces, qué? ¿Jugamos una partida, o no? No tengas miedo, ambos ganamos.

 

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