Fidelio es un joven genial que marcha un poco perplejo por su mundo. Y es precisamente a través de sus sueños enrevesados como revela sus inquietudes, sus anhelos, su mezcla, en fin, de sabias chifladuras e intensas pasiones por la vida. He aquí uno de ellos, que lo tuvo precisamente ahora en octubre... ¡Analízalo!
Por Lebb
Ese día por la tarde, Fidelio tuvo que ejercitar los músculos de sus brazos, los bíceps y los tríceps entre otros, triturando en la máquina de moler –como se hacía a la antigua- los granos del maíz pilado, con el propósito de hacer las arepas para la multitud de su familia:
–¡Apúrate, hombre de Dios! –Lo animaba la madre. Pero él no se daba por enterado; más bien, continuaba, en cámara lenta, girando la manivela:
–¡Ya no doy más... he perdido mis poderes! –se disculpaba el cínico.
Y entonces la madre, en actitud humilde, continuaba desgranando pausadamente en la tolva de la máquina el blanco y paciente maíz de las arepas. Cuando ya estaba a punto de concluir la faena, se presentó, por infortunio, en la cocina, la hermana menor de Fidelio, quien, después de examinarlo despectivamente, de arriba abajo, con mueca incluida, gritó con voz aguda:
–¡Fidelito encontró por fin la profesión de su vida!
El muchacho, ante la provocación, la amenazó con sonrisita endiablada y, soltando el manubrio del molino, brincó hasta donde ella estaba para propinarle un sonoro coscorrón y, luego, como un resorte, se esfumó de la cocina. La desafortunada comentarista, sobándose la cabeza, alcanzó a perseguirlo unos cuantos metros, pero desistió enseguida debido a la velocidad portentosa de Fidelio. De remate, le correspondió terminar de moler el maíz.
Esa noche, –tal vez como escarmiento por haberse portado mal con la hermanita y por no cumplir con sus deberes–, a Fidelio lo atacaron otra vez las pesadillas. Ya había pasado varias noches sin esa penitencia, pero en esta ocasión volvió a soñar terrible, terrible.
Soñó que era transportado al campo, a una finca bonita y fértil y que, después de atravesar un extenso patio, rodeado de jardines y de árboles, como los del paraíso, penetraba al interior ardiente y oscuro de una casona impresionante, de altos techos de donde descolgaban largas y sombrías telarañas, y en cuyos muros, agrietados y mohosos, se incrustaban por el extremo muchos tablones con un gran pie de madera al piso, iguales al de la cocina de su casa donde se fijaba el molino doméstico con destino al oficio decadente de hacer polvo el café tostado, la carne, el maíz y las energías de los muchachos.
En esos tablones observó precisamente decenas de máquinas de moler, ya carcomidas, como si sus dueños siglos atrás, después de haberlas operado toda la vida, las hubieran por último arrumbado allí. Sin embargo, parecía que sus operarios ya muertos seguían allí, obstinados en seguir manipulándolas, ocasionando con eso un desesperante escándalo de metales oxidados. Mas luego, los molinos como si fueran automáticos, paraban sus giros estridentes permitiendo que, en medio de un silencio de sepulcro, irrumpieran en el recinto, provenientes de los jardines exteriores, un ejército de risitas felices, palmoteos y esa suma de trajines propios de los niños cuando se corretean mutuamente y se divierten afuera libres en el monte. Al cabo de unos instantes, como acatando una secreta orden militar, esas carcajaditas y todo el festivo ruido infantil cesaban de inmediato para dar paso nuevamente a los berridos internos de las destartaladas máquinas de moler.
Fidelio seguía de pie, observando las máquinas con ojos grandes y oídos abiertos, intentando interpretar el sentido de semejante y variada escena. Luego, armándose de un valor que ni él conocía, resolvió aproximarse a uno de esos mecanismos de bulla espontánea con el propósito de examinarlo a centímetros. Cuando inspeccionaba uno de ellos con su cabezota de signos de interrogación –así se veía él en los sueños– se inició una vez más y con mayor volumen el giro horrísono de las manivelas. Con un movimiento instintivo sujetó firmemente la manija para bloquear la rotación del molinete, lo cual le fue imposible. Para colmo de males, la mano se le quedó pegada y empezó a rotar al ritmo de la manivela, con toda su humanidad, una y otra vez. Transcurrido un tiempo, cuando ya fidelio tenía el esqueleto desbaratado, toda la chatarra de molinos se detuvo para dar paso nuevamente, desde afuera, a la rutina de las risas infantiles francas y animadas, como un coro desafiante a la suerte monótona del soñador. Ese tipo de alternancia lo tenía preocupado y lo hacía protestar desde el interior de su cerebro. Aprovechó entonces uno de los recesos para intentar liberarse de esa rutina hostil y salir a los jardines a respirar el aire fresco y colorido, pero, al no poder zafarse del manubrio de su molino se vio condenado a permanecer ahí, encadenado, a merced de tal alternancia, –infierno y gloria– ahí girando y girando durante la medida de su pesadilla.
En la mañana, cuando su progenitora llamó a la habitación, Fidelio se encontraba ya despierto, pero exhausto y sudoroso, “obviamente por tanto giro”. No más al abrir la puerta, cayó de rodillas ante ella y le imploró demente:
–¡Por favor, madre, saca de esta casa ese artefacto de tortura!
La señora se quedó en suspenso unos segundos y luego le preguntó confundida:
–¿De cuál artefacto de tortura me estás hablando?
–¡No te hagas la que no lo sabes, me refiero a esa horrible máquina de moler!
–¿Y eso por qué razón, hijo mío? Creo que es una bendición. Para mí es lo último en tecnología. –Y el muchacho airado replicó de inmediato:
–Todavía no has visto nada. Pero la verdad es que ella representa para mí una rutina loca que me despersonaliza, me esclaviza, y no quiero llegar a la eternidad pegado a ese aparato ni a ningún otro, a nada ni a nadie.
La señora frunció el ceño alarmada internamente por sus chiflados antojos, pero como buena madre supuso que su hijo tenía alguna normal ventolera de adolescente o tal vez alguna fantasía perturbadora, y convino seguirle el juego sin saber bien las reglas:
–¡Seguro! –prometió con ademán serio– botaré ese molinillo viejo! No habrá entonces en esta casa más arepas ni café ni albóndigas de carne, a menos que me consigan todo eso ya molido y listo.
–Pero también reclamo –le exigió más Fidelio, no contento con eso solamente– una casa nueva y moderna, con todo nuevo, con jardines amplios a cielo abierto, todo nuevo, y, –levantó la voz para que escuchara la interesada– incluyendo ¡HERMANA NUEVA!
–¡Mejor, déjate de embelequerías, Fidelio! –lo regañó la señora, ya perdiendo el control–. Más bien, tiende la cama, lávate la cara, ponte las quimbas para que vayas a la tienda por el pan, la leche y…
–¡Detente, madre! –Rezongó Fidelio– ya conozco mi rutina tan bien como las vueltas de la vieja máquina de moler.
Como un robot enmohecido, lubricado con algunas lágrimas, comenzó a tender la cama procurando hacerlo por el lado por donde supuestamente jamás antes había empezado.
Al fin y al cabo, sabía que ésto de vestir la cama y colaborar en las labores domésticas era conveniente y, por supuesto, más llevadero que exponerse a una condena de moler la nada del sinsentido, en oxidados molinos fantasmales.
Y mientras adelantaba esas pequeñeces la mamá lo seguía con la mirada. Iba pensando en que estaba creciendo rápido y que aspiraba tal vez prematuramente a ser autónomo y libre para ejercer, a voluntad, sus propios talentos y quizás –ojalá fuera así–, obrar cambios drásticos en las políticas administrativas del mundo.
Se le ocurrió pensar en su foro interno que Fidelio atravesaba una etapa natural de su desarrollo y que no era ni necesario enviarlo al psiquiatra, a ese tal Botello, que no más se sentaba cómodo al lado del diván donde el chico le narraba sus supuestas pesadillas y preocupaciones, simulando tomar notas con aire de sabelotodo y, al final, no arreglaba nada.
Lo que no sospechaba la señora, sin fe en mí, es que, en cierto modo, yo sí soy omnisciente, “lo sé todo”. Y tiene razón en cuanto se refiere a su hijo: Está “haciendo progresos” –así justificamos nosotros los honorarios–, ronda por una etapa de gradual afirmación de su personalidad.
Pero la verdad es que sí nos necesita a todos para formarse bien. A mí me necesita. (Y yo lo necesito a él).
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