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domingo, 23 de marzo de 2014

CUERNOS FRESCOS en el día de la boda

Por (el fiel) Lebb

Hubo expectativa hasta la madrugada por saber el contenido de uno de los regalos más voluminosos enviado por alguien especial que no había podido estar presente. Era una caja pesada recubierta de papel brillante, cuya cinta roja a su alrededor remataba en un espectacular florón rojo.

  Bertha Espinel se casó con honores militares con uno de los hombres más destacados del regimiento. Y lo hizo feliz y enamorada, segura de haberse ganado la lotería en amores y en fortuna. Ella era joven y bella,  morena chispeante, jovial y, como muchas chicas se ponía firme y se excitaba cuando estaba al frente de uniformados. Y por eso tal vez le consagró su pensamiento y lógicamente el corazón al oficial cuyos compañeros marcharon en la iglesia, desenfundando sables y haciendo calle de honor, entre otras rutinas marciales.

  Pero a diferencia de los cuentos de hadas cuyas princesas empiezan la dicha al matrimoniarse con sus príncipes, para Bertha, aquella noche con tan funesto obsequio, comenzó una vida de incertidumbres, de miedos y de sospechas. El teniente de su corazón, por su parte, parecía carecer de explicaciones y de nada servía su inteligencia militar para descubrir a la bromista que les había enviado una cabezota de res, de filosos cachos aun sangrantes, escoltados por tres gruesos plátanos verdes. 

  Cuentan los observadores que ni en las telenovelas habían presenciado una escena tan salvaje como aquella. Pero diferente a las telebobelas, Bertha no se desmayó ni se entregó a morir. Esa misma noche hizo desaparecer los cachos y los plátanos, dio por terminada la fiesta y se fue a dormir sola. Y procuró olvidarse del asunto y llevar una vida lo más normal posible con su nuevo esposo a pesar del fatídico simbolismo de aquel regalón el día de su matrimonio.

  Un año después, vino a tener otra gran sorpresa al parecer relacionada con la primera. Estando atareada en las labores naturales de las amas de casa, sintió golpes apresurados en la puerta y el sonido alborotado propio de zapatos como cuando alguien escapa asustado. Halló en el portal, sobre un tapete donde se leía en inglés Welcome, un bebé de pocos meses en un canasto, envuelto en “pobres y humildes pañales”. 

  Bertha Espinel entonces, conmovida y con la caridad maternal disparada, resolvió acoger en su casa el pedido no solicitado de la cigüeña: conversó con el teniente de su corazón, le expresó su deseo de adoptarlo y, una vez cumplidas las formas legales, el chico aparecido misteriosamente como los cuernos aquellos de la noche de bodas, entró a formar parte de la casa.

  Y aunque suplió una necesidad familiar por cuanto Bertha no podía tener hijos y el teniente lo deseaba mucho, el matrimonio entró en una fase de deterioro y en vías de extinción. Aseguran las comunicadoras populares que por fin la señora de los cachos, ––es decir, la señora que había recibido de regalo unos cachos––, había atado cabos llegando a la conclusión de que en la vida del teniente existía lógicamente una mujer de cuernos tomar que se había propuesto acabar con su matrimonio.  

  No había contado al respecto que durante los años de convivencia con el teniente de su corazón, la joven señora había venido recibiendo llamadas de mujer alertándola sobre las supuestas infidelidades del marido. No se sabe si por quererlo mucho, o porque no deseaba armarle escándalo ni pelea, no le reclamó nada, mantuvo la compostura, guardó las apariencias. Al fin y al cabo, ese teniente prolongaba la fama ganada por el común de los militares según la cual ellos son machistas, se las dan de guapos e imponen su dominación y capricho con sable, bolillo y pistola. Otras comunicadoras independientes, es decir, que no pertenecían a ninguna agencia de noticias, alcanzaron a informar que le habían visto a Bertha rastros de sable en las costillas y resto de bolillo en las espaldas. Pero nada confirmado.

  De todos modos, el matrimonio terminó pronto. Él se fue con otra y ella le entregó el corazón a otro señor, el cual no había conocido para nada su historial. Nuestras informantes nos dijeron que no era raro que el teniente se hubiera quedado de pronto con la autora intelectual del chasco aquel. Por su parte, el chico hoy ya muy crecido y con imagen y semejanza de teniente,  vive con su supuesto padre adoptivo.

  En un encuentro inesperado, a la salida de una Misa, encontramos a Bertha Espinel, después de muchos años. Parece haber recuperado, (así tenga el colesterol un poco alto), la chispa de la vida, pues  nos saludó con una sonrisa amplia dejando al descubierto aquella buena dentadura que le admiramos cuando todavía no le marchaba al teniente. Su hablar había vuelto a ser rápido y entusiasta. Sus ojos habían recobrado gran parte del brillo original y su caminar hacia el vehículo que la esperaba fue atlético y llamativo. Todavía le quedaba mucho de sus grandes atributos como bailarina y morena expresiva. Eso era lo más importante. A pesar de haber quedado, en cierto modo, convertida en escombros por la infidelidad y el desamor, había sido capaz de volver a levantarse para amar otra vez y hacerlo mejor.

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