Cuando nos reuníamos en el pasado a intercambiar sanas historias, apuntes o anécdotas jocosas, estábamos perpetuando una tradición ancestral muy valiosa y, de paso estábamos, para no contrariar a la abuela, avanzando hacia el paraíso...
Por Lebb (Observador 19)
Cuando nos reuníamos familiarmente en el pasado remoto a intercambiar sanas historias, apuntes o anécdotas jocosas, estábamos perpetuando una tradición ancestral muy valiosa y, de paso estábamos, para no contrariar a la abuela, ganando indulgencias por cuanto sonreir y divertirse a lo bien es una manera cristiana de ir avanzando hacia el paraíso. En aquel tiempo, por ejemplo, al cual nos veníamos refiriendo en la edición anterior, nuestro padre al escuchar mentar la palabra "chistera" de labios de la más respetada oyente, se precipitó hacia un viejo mueble de gaveta y estantes asegurados con vidrios de donde extrajo de uno de ellos un gran libro de pasta irreconocible y edad avanzada, que abrió solemenemente delante de nosotros. Tras una búsqueda paciente en sus páginas, declaró: "Chistera es... ––dijo–– un sombrero, una cesta...No es a lo que se refiere la señora. ––Miró a nuestra madre con sonrisita burlona y añadió:–– Pero es una palabra castiza y podría como regionalismo referirse a la capacidad típica de una persona de contar chistes a su manera. Es decir, existe y la contempla el diccionario Larousse. Se escribe así y se pronuncia "Larús". ––Simulaba ser un profesor de Idiomas––.
Marbolleán, como solía firmar sus escritos, era afecto a la corrección idiomática y a la bella expresión de las realidades naturales y humanas. De ahí el culto hacia el cortejo, a los poemas y hacia las canciones románticas, que conformaron el repertorio propio de sus serenatas en aquellos tiempos cuando las mujeres eran duras de atrapar y entonces había que llegar a su corazón por las exigentes trochas del verso, de las notas musicales y del verbo conquistador. (Ahora parece que ya no hay "trochas", sino carreteras pavimentadas).
De todo aquel trajinar sentimental quedó indudablemente su espíritu poético y ensoñador. Y claro, quedó un tiple bueno y sonoro, feliz sobreviviente de tantos años que sí fueron capaces de enterrar sus enamoramientos imposibles y de cremar sus fallidas ilusiones difuntas, mas no su visión de encanto y apego por la vida. Para nosotros que todavía no éramos víctimas de nostalgias vanas, resultaban estimulantes los momentos cuando él precisamente descolgaba de una puntilla de la pared el memorable instrumento y empezaba a digitar con sus grandes dedos sus finas cuerdas, las cuales, en el acto, sembraban el aire de notas y de rimas.
Entonces podía declarar una sorpresiva pausa y preguntar. por ejemplo:
––¿Se acuerdan de un tal Anselmo? ¿Hombre fatal, obsesionado por la muerte, sin instantes para vivir tranquilo? ––Sí nos acordábamos. Cada vez que tenía que marcharse de viaje, se encaramaba en un montículo a la salida del pueblo y hacía un discurso de despedida, que terminaba así:
––¡Me voy, amigos, adiós... No sé si volveré! ––y remataba con la frase:
––La muerte es tan tirana que no sé si volveré. ––Pero siempre volvía. Y ese era todo el chiste. Siempre volvía. Hubo un día en que no echó el discurso y se fue. En esa vez, sí no volvió. (Continuará)
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