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martes, 5 de octubre de 2010

HUMORISMO ETERNO
Los recuerdos de quienes se marchan primero son más nítidos y perdurables si ellos nos dejaron sonrisas y palabras amenas. Es el caso de nuestro padre
Por Luis Eduardo Botello B. (Lebb)

Don Romualdo –según la propia versión de nuestro padre– era un abuelito diminuto, de pocas carnes y con una cara de santo inocente que a nadie convencía de sus rabias extremas. Cuando él intentaba actuar como un hombre peligroso de malas pulgas, solía expresarse con las palabras más gruesas de la época que no es del caso ahora transcribir aquí. Eran entonces momentos graves para el hombrecillo que ponía cara de matón pretendiendo que sus interlocutores tuvieran miedo y se callaran por lo menos en su presencia. Pero ellos, como a los locos del parque, se le quedaban mirando con risitas bobas mientras le decían burlones: “Está hoy groserito don Romualdo, ¿no?” Y luego continuaban en sus asuntos sin prestarle más caso. Don Romualdo entonces bajaba la cabeza entre murmuraciones verdes y se marchaba.
Igual que a Don Romualdo, nuestro padre no le daba a los explosivos comportamientos de su amigo Calixto mayor importancia ni cuidado. Aunque era su arrendatario y dueño de la tienda donde mantenía el obligado crédito de los pobres, acostumbraba más bien desafiarlos con una actitud de blanco cinismo y frescura como lo era el clima bello de su finca natal El Edén.
Una tarde, cuando entró a su tienda y le hizo el pedido de rigor, don Calixto se quedó primero mirando el cuaderno de cuentas y luego, clavándole los ojos por encima de las gafas a su cliente moroso, le expresó en un duro lenguaje silencioso que sus facturas ya eran altas y que no se sentía con ánimos de fiarle más. Marbolleán –el seudónimo preferido de nuestro padre– captó de una vez el mensaje, y de una le respondió con una frase corta pero con significado amplio y desafiante: “¡Esa cuenta la puedo arreglar con tres pesos!” El viejo Calixto, que tampoco era ningún bobo, captó con rapidez el doble sentido de las palabras, pues una bala en ese tiempo valía tres pesos. En el acto, con la misma furia convincente de Don Romualdo, metió la mano por debajo del mostrador y le alzó la voz fuerte y entrecortada: “¡No hace falta que gaste los tres pesos, aquí tiene mi revólver!”
Ni remotamente pensar que nuestro padre fuera capaz de coger el arma o de atentar de alguna forma contra su amigo. Ya la broma se había pasado de color y era más sensato abandonar la tienda, como él mismo decía, con el rabo entre las piernas. No era un hombre de pendencias aunque con tragos se envalentonara y dijera en tono suficiente para que oyeran desde la esquina que era de los más duros conservadores de Gramalote.
Sí perteneció a una familia numerosa –es de imaginarse, no existían entonces canales de televisión y encima tenían que acostarse presto–. Fueron catorce hermanos. Varios de ellos se fueron temprano. Un tal Francisco era un Botello de los más rabiosos, del cual contaba mi padre que pelearse para él era prioritario. Cada vez que se la formaba a su hermano le decía con apuro meneando los brazos como boxeador: “¡Venga, no perdamos tiempo, Valentín!”
Por suerte jamás hubo riesgo de fratricidio alguno, por cuanto el tío Valentín era hombre simple y pacífico y también le apostaba al humorismo. Cada vez que regresaba de sus faenas, tras horas de camino, se empinaba en una de las colinas dominantes del Edén vociferando: “¡Nacionales, tengan el chocolate Listo!” No se sabe si lo decía porque tenía fiebre de patriotismo o delirios de héroe frustrado. O simplemente porque sentía en ese momento mucha hambre. Cosa muy explicable.

Pero hubo otro tío que tuvo la fama de los pastusos. Fue modelo de quienes permanecen rudos a pesar de estar cercados por el mundo moderno y la tecnología. Se llamaba Benito. Benito se llamaba. Y le tomaban del pelo cuando bajaba al pueblo a echarse un champú, –así le dicen a uno cuando viene de la vereda al pueblo y aspira a civilizarse–: “¡Miren, Benito, ha venido al pueblo!” Pero Benito callaba, se paseaba orondo y se fijaba en todo.
Nuestro padre no era amigo tampoco de obrar con criterio ajeno. Ni afecto a quedarse mudo sin sílaba oportuna. Cuando le preguntaban dudando de su profesionalismo, dónde había sacado el título de dentista replicaba con fina ironía: “En la Universidad de Pueblo Viejo!” Y cuando también le preguntábamos cómo se hallaba de salud nos respondía sonriente, mientras se sobaba la panza con la mano: “Estoy comiloncito, comiloncito”
¡Genial, papá, sabías responder con sabio humor las preguntas serias!

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