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miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL MAGO Y EL RATÓN

Ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales...

Versión Lebb

El mago entonces lo miró de arriba abajo intrigado de que un ratón tan insignificante viniera a pedirle solución a sus “pequeños” problemas ratonescos.

–Mis problemas grandes son dos –comenzó diciendo el paciente– : Les tengo pavor a los gatos y me gasto una enorme pereza hasta para abrir los ojos. Yo creo que si me convirtieras en gato se me acabarían los dos males.

El viejo sonrío para sus adentros, cogió de la mesa su varita mágica y mientras le tocaba con su extremo la cabecita, pronunció unas palabras como en griego, y de una vez el ratoncito quedó convertido en gato. Muy impresionado y agradecido, el antiguo roedor miedoso y perezoso pagó la cuenta con todos sus ahorros y salió de la cueva-consultorio del mago.

Sin embargo, cuando llegó al vecindario se le cruzó por delante un perro de malas pulgas, de genio mafioso que lo invitó a las carreras. Fue entonces cuando el antiguo ratón –ahora gato– se orinó de miedo y fue a esconderse en el primer hueco que encontró.

Como era de suponerse regresó a la cueva del encantador a llorarle de nuevo una solución para sus problemas de miedo y de pereza. El abuelo como tenía tanta paciencia y ganas de plata también, volvió a tomar la varita mágica y con un pase mágico lo transformó en perro.

Y así recién convertido en un perro grandulón y, tras haberle firmado al mago un pagaré por la nueva consulta, se devolvió al vecindario. Sin embargo, por el camino le cogió una pereza tan tremenda que resolvió dormir una siesta larga bajo un árbol con tan mala suerte que un tigre hambriento le puso el ojo encima y por poco las garras. Un ruido a última hora lo despertó y espantado por la idea de morir tan joven, sus patas le sirvieron de alas.

Llegó prácticamente muerto del susto, otra vez, al consultorio del brujo y con voz entrecortada le pidió el favor de que:

–¡Rápido, rápido, señor mago, conviérteme en tigre!

El sorprendido hechicero le pidió al antiguo ratón, ahora perro, que tomara respiración y se calmara un poco por cuanto los hechizos no producen efecto en los arrebatados ni en los locos, “ni en los cuerdos tampoco” –esto último lo dijo para sus adentros. Hizo el ademán de consultar unos amarillos oráculos egipcios, torció los ojos como un poseso para invocar dioses del más allá y del más acá también. Y tomando de nuevo su prodigiosa varita mágica le tocó la testa y lo convirtió en tigre.

Para probar su nueva condición física el antiguo ratoncito rugió como lo puede hacer el más bravucón tigre de la selva. Pero antes de irse, el mago le hizo estampar su garra derecha en un documento a modo de otro pagaré. (Aclaro que el brujo fiaba las consultas pero cobrando bonitos intereses. Además toda transformación generaba recargos. Por lo tanto, el ratoncito se estaba endeudando peligrosamente). Pero al nuevo tigre tampoco le importaba hipotecarse con tal de superar mágicamente sus complejos de vida

Nuevamente, pues y con aire triunfal, se dirigió al bosque, ahora con cara de tigre.

No obstante su nuevo físico, y sin sospechar que en octubre se juega a los disfraces, el antiguo ratoncito –ahora tigre–, mientras iba por las sendas hermosas del bosque bañadas de sol y salpicadas por las sombras ondeantes de los árboles, sintió tanta y tanta pereza, como una agonía, que no pudo resistirse las ganas de irse a recostar contra un tronco. Y allí, bajo el amor del cielo, se quedó profundamente dormido.

Pero no por mucho tiempo, por cuanto lo despertaron el estruendo y la algarabía de unos disparos y los perros de unos cazadores. Aterrorizado hasta los huesos se levantó a escapar por la espesura, saltando charcos, brincando cercas, dejando hasta fibras de corazón en el camino. Por fortuna, pudo librarse de los cazadores no sin rasguños, magulladuras y con varias uñas faltantes, y llegar nuevamente a la cueva del mago, el cual lo recibió en la puerta, con cara de mucha preocupación: jamás había tenido a un cliente tan insatisfecho con su trabajo, tan inconforme con todos los encantamientos, tan incorregible como ese ratón miedoso.

–Por la pinta y la prisa que traes –le dijo malhumorado– supongo que ahora vienes a que te convierta en cazador o en escopeta, o ¿me equivoco?

El antiguo roedor no sabía responder. No sólo le faltaba el aire y las fuerzas físicas, sino que también le escaseaban las ganas de pedir más magias o que lo bañaran en agua de yerbas o le echaran sahumerio contra su mala suerte. Ninguna transformación parecía surtirle efecto.

–Tu problema –concluyó diciendo el brujo, que también sabía dar buenos consejos porque había leído mucho. Por eso la importancia de leer– es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. De nada valen las varitas mágicas, ni Harry Potter, ni técnica alguna de encantamiento. Solamente lo puedes hacer tú solo.

Diciendo estas palabras ingresó a la cueva y salió en seguida con la bendita varita mágica y con un grueso libro envejecido. Palpó suavemente con su extremo la testuz del falso tigre y pronunció unas palabras como en griego, entrecerrando los ojos como un santo. Y lo convirtió, esta vez en medio de una explosión de humo, nuevamente en ratoncito.

Precisamente ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales. Y ahora enfrentaba la evaluación de su vida, ya sin mago y sin sortilegio alguno que le sirviera para justificar su paso por el mundo. Y la asfixia continuaba. Y el terror lo invadía. No le había valido ser tigre, por lo menos en apariencia, porque el problema suyo era de corazón. Y el corazón guarda fiel memoria de los defectos más profundos y obstinados. Se lo dijo el anciano mago antes de blandir la varita mágica sobre su cabeza. Pero entonces, ¿por qué no se cambió el corazón? Si el brujo se lo dijo y se lo repitió: “Tu problema es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. Solamente lo puedes hacer tú solo.”

martes, 9 de noviembre de 2010

El mundo tragicómico de los borrachitos

Han inspirado chistes, bromas y anécdotas que nos han hecho sonreír. Sin embargo, frecuentemente son protagonistas de grandes errores y tragedias.

Por Lebb

Cuentan que un borracho llegó a su casa en la pura madrugada, haciendo escándalo como es típico en la mayoría de ellos, y empezó a gritar:
“¡Reinita, ábreme la puerta, le traigo flores a la mujer más linda”. Obviamente la sufrida y cándida mujer bajó corriendo, abrió la puerta y le preguntó ansiosa, al supuesto galán:
–¿Dónde están mis flores? –A lo que el borrachito, sin vergüenza y haciéndose el loco, contestó:
–¡A ver, a ver, un momento, y ¿dónde está la mujer más linda?
El chiste no cuenta el resto, pero todo parece indicar que la mujer por lo menos le propinó unos inolvidables escobazos al borracho chistoso de su marido quien, como hacen por ahí muchos fulanos, gastan en trago todo el sueldo, son pasados con cuanta desocupada se les ofrece, descuidan el hogar, no ven por los hijos propios ni por los otros, manejan ebrios y hasta le buscan camorra a los malandrines del barrio.
Pero, las cosas tragicómicas no paran ahí. A muchos el alcohol en exceso les agiliza la lengua, es decir, se vuelven elocuentes. El tímido se torna atrevido y el serio, le da por creerse gracioso. No es raro que se sientan como si hubieran escapado de una prisión y que actúen con libertad exagerada.
A este respecto las lenguas cuentan que una vez dos borrachos iban caminando por el parque, así a bandazos, a tontas y a locas, –como caminan los borrachos– cuando de pronto pasa junto a ellos una señora muy gorda, que llevaba una sombrilla en la mano. Uno de ellos, el más atrevido, le dice al otro:
–¡Mira, ahí va un tanque!
La señora que no gozaba de buen genio lo escuchó y de una le descargó un sombrillazo en la cabeza. Fue entonces cuando el primer borracho agregó:
–¡Y es un peligroso tanque de guerra!
Claro que existen muchas personas capaces de tenerles paciencia a los borrachitos aparentemente inofensivos, como aquella otra señora que se paseaba con su hermosa hija a quien un borracho fresco y “verde”, al pasar por su lado, dijo en tono de enamorado:
–¡Adiós bizcocho!
La señora entonces halagada, creyéndose blanco del piropo se devuelve y le pide repetición:
–¿Qué dijo?
A lo cual el borracho le contesta, señalando a la bella chica de 18:
–Dije bizcocho, doña, bizcocho, no dije pan integral. El pan integral me enferma.
Pero ahí sí se le saltó el mal humor a la dama, la cual le reclamó, en voz alta:
–¿Me está tratando de fea? ¿No se ha mirado al espejo? ¡Usted es un borracho!
Y el borracho con la sonrisa tonta que los caracteriza, le comentó en la cara:
–¡Sí, es cierto, pero a mí se me pasa mañana! A usted, ¡Nunca se le pasará lo fea!
Esa es otra nota de desprestigio para los borrachines. No respetan a nadie. No respetan reglas. Ni un semáforo en rojo. Como ese homicida en potencia que una vez fue detenido por un policía de tránsito por ir en contravía y terminar estrellándose contra un poste:
-¿No vio acaso la flecha? –lo recriminó entonces el agente, preparando el talonario de comparendos.
–¡No, mi general, –respondió el borracho– tampoco vi al indio que la disparó.
Pero ya para terminar y hablando en serio. Desafortunadamente, los alcohólicos empedernidos han sido protagonistas de cantidad de tragedias que la Prensa incansablemente registra todos los días.
Para nadie es un secreto que Colombia es un país muy afectado por el alcoholismo, donde fácilmente vamos a encontrar en las vías de las ciudades y en las carreteras conductores ebrios, destructores y homicidas en potencia y en acción de inocentes peatones y de sobrios conductores.
Los juzgados se congestionan con ese tipo procesos contra personas responsables de graves destrozos en propiedad ajena y muerte irreparable de valiosas vidas humanas.
También hay gente en la cárcel que recuerda sus tragedias cuando ebrios discutieron por bobadas hasta la muerte. Y, lógicamente hay muchas lápidas en los cementerios porque unos borrachos celosos atacaron a sus mujeres, a sus hijos, a sus amigos. O se suicidaron porque en medio de su embriaguez no hallaron caminos de solución a sus problemas, ni otro chance sentimental a sus vidas de despecho. O simplemente murieron víctimas de los efectos del licor sobre el organismo, por daños en el hígado, en el páncreas, por problemas digestivos, por cánceres o problemas cardiovasculares, entre otros.
Pero no necesariamente los borrachitos escriben biografías plagadas de chistes simples, o historias de grandes crímenes. Muchos de ellos son personas que se consumen en el anonimato, que van quemando torpemente millones de neuronas día tras día, a manos del licor, en rituales permanentes de charlas estériles y de vidas improductivas que no benefician a nadie. Se podría decir que son como desertores simplones de la historia.

HUMORISMO INOLVIDABLE

Aquella mañana regresó nuestro padre de la plaza de mercado no sólo trayendo la gallina de echarle a la olla sino que también volvió más optimista que de costumbre, luciendo una sonrisa amplia de satisfacción. Fue siempre partidario del buen comer y del buen beber y de intercambiar palabras jocosas con quien se encontrara a su paso: “El carnicero me dijo cuando me despedía, ––nos explicó sin esperar la pregunta–– ‘adiós joven’. Y allá por la calle sexta, Don Eliseo, ese hombre culto que ustedes conocen, me saludó con su tradicional ‘Buenos días, caballero noble’” Y pasó enseguida muy orondo a la “operatoria”, como solía llamar a su sitio de trabajo donde moldeaba las dentaduras y se ocupaba de otros menesteres dentales.

Sin duda, le habían estimulado el orgullo propio y perfumado la autoestima. Pero a él no le hacía mucha falta que lo adularan o lo hicieran reír. Él mismo se hacía el ambiente, buscaba la charla, echaba sus chistes, aprovechaba detalles de las circunstancias para hacer bromas o echar un cuento de su repertorio. Le gustaba vestir de traje y corbata como un personaje importante, así no tuviera los diplomas de profesional ni la etiqueta de los franceses.

Ya por la noche, en torno a la mesa o de pronto en la sala, no faltaba alguna voz que le solicitara cualquier cuento de su repertorio. O inclusive alguien le señalaba cuál historia en concreto quería escuchar. Esa noche, por ejemplo, nos reunimos durante la comida, a compartir aquel queso memorable, proveniente de la finca del Edén, con arepa y calentado –eran las épocas en que por lo general las familias cenaban todas en pleno– y fue cuando nos empezó a platicar sobre las costumbres de su hermana precisamente allá en el campo. Esta tía la queríamos porque preparaba el mejor queso del mundo y entre otras cosas, solía salir al patio, cuando escuchaba en el cielo el ruido de un avión. No muy gustosa de la era moderna, lo miraba un rato y al final refunfuñaba, malhumorada: “¡Ociosos!” Y si mal no recuerdo, –como era “goda” innata– cuando le hablaban de los otros, de una vez rezongaba diciendo: “¡Ah, arrastrados liberales!”

Pero esa noche, el público pidió el cuento del bobo y la luna. Entonces nuestro padre sin hacerse de rogar comenzaba:

“El cuento es que una vez unos campesinos mandaron a su hijo –no muy aventajado intelectualmente y que recién se había graduado de bachiller– a estudiar a la Capital donde estuvo varios años en casa de uno de sus tíos supuestamente estudiando en la universidad. Al cabo de ese tiempo regresó al campo con ínfulas de doctor y ademanes de filósofo. Fue cuando vio en el pasto un azadón y con aire citadino de extrañeza preguntó a los papás: “Y ¿Esto cómo se llama?” Pero como no había dejado en el fondo de ser bobo, por descuido pisó el metal y el palo le voló hasta la cara: “¡Ah, ––gritó dolorido–– maldito azadón!” (De esa manera recordó el nombre que pretendía haber olvidado).

Pero lo peor ocurrió –siguió contando nuestro padre– por la noche, cuando salieron todos a mirar las estrellas. (Una linda poesía que no se escribe ni se lee, sino que se vive.)

Los padres del muchacho estaban entonces orgullosos de volver a tenerlo a su lado, tras sus largos años de estudio en la Capital. Esa noche pues el bobo se quedó mirando fijamente la luna, con semblante de científico, mientras los papás lo admiraban y comentaban entre ellos: “Está meditando en los profundos secretos del Universo”. Al cabo de un buen rato, el supuesto sabio se volvió hacia ellos para concluir solemnemente: “¡Papá, mamá, he descubierto que esta luna se parece a la de Bogotá!”

Y de inmediato otra voz solicitaba el cuento del muchacho que se fue a confesar porque estaba arrepentido de decir malas palabras o porque no sabía confesar bien los pecados. Y nuestro padre entonces nos recordaba las dos historias. Una era la del labriego que fue al confesonario y le dijo al Padre que se acusaba de su pésima costumbre de decir a todo trance la palabra “jediondo”. El santo párroco comenzó a darle consejos, a persuadirlo de que toda palabra ociosa u ofensiva para el prójimo atrae el castigo de Dios. Entre otras cosas le dijo, –para reforzar el propósito de la enmienda–, que el Ángel de la Guarda, cada vez que él pronunciaba esa fea palabra se retiraba de su lado, como en una exhalación, siete leguas de distancia. Fue entonces cuando el supuesto penitente lo interrumpió asustado, exclamando: “¡Ah, JEDIONDO, de rendirle!”

“El otro muchacho penitente ––siguió el narrador– se acercó al confesonario y se arrodilló justo al lado de un canasto de huevos que una señora había llevado al pueblo para venderlo en la plaza. El padre entonces le pidió que confesara sus pecados. Y él comenzó diciendo: “Padre, me acuso de que me robé un huevo” El confesor en seguida lo exhortó a la honestidad, a la rectitud de conciencia, al cumplimiento del séptimo mandamiento. Y luego, le pidió que continuara el relato de sus faltas personales. “Padre, me acuso ––prosiguió el joven feligrés– de que me robé otro huevo” El Padre, un poco molesto, reprendió al muchacho porque no contaba las faltas completas: “¡Dígame de una sola vez, ¿cuántos huevos se robó por todos?” El muchacho que no sabía lógicamente confesarse y ni siquiera tenía respeto por el sacramento le contestó con cinismo: “¡Padre, no me presione. Es que no sé todavía cuántos huevos. Hay tantos en el canasto!”

Y así de esa manera entretenida, sin televisión y sin Internet, pasábamos el tiempo nocturno antes de irnos a conciliar el sueño, no sin antes adelantar el respectivo protocolo de las “Buenas noches”.

Sucedía que nuestra madre, como le decía “Ole” a nuestro padre, nos contagió la costumbre. Entonces, dirigiéndonos a él con el original “¡Ole!”, le dábamos las buenas noches al “Joven” y le deseábamos felices sueños al “caballero noble”.

Él se reía y nos devolvía los buenos deseos. Ahora yo sé que él donde quiera se encuentre todavía celebra la broma y la palabra festiva y que a pesar de nuestras arrugas y de nuestras ignorancias o la falta de títulos nobiliarios, nosotros sus hijos siempre seremos “jóvenes, damas y caballeros nobles” Y que ojalá el patrimonio no se pierda y que “la leyenda continúe”.

Por Lebb.

martes, 5 de octubre de 2010

HUMORISMO ETERNO
Los recuerdos de quienes se marchan primero son más nítidos y perdurables si ellos nos dejaron sonrisas y palabras amenas. Es el caso de nuestro padre
Por Luis Eduardo Botello B. (Lebb)

Don Romualdo –según la propia versión de nuestro padre– era un abuelito diminuto, de pocas carnes y con una cara de santo inocente que a nadie convencía de sus rabias extremas. Cuando él intentaba actuar como un hombre peligroso de malas pulgas, solía expresarse con las palabras más gruesas de la época que no es del caso ahora transcribir aquí. Eran entonces momentos graves para el hombrecillo que ponía cara de matón pretendiendo que sus interlocutores tuvieran miedo y se callaran por lo menos en su presencia. Pero ellos, como a los locos del parque, se le quedaban mirando con risitas bobas mientras le decían burlones: “Está hoy groserito don Romualdo, ¿no?” Y luego continuaban en sus asuntos sin prestarle más caso. Don Romualdo entonces bajaba la cabeza entre murmuraciones verdes y se marchaba.
Igual que a Don Romualdo, nuestro padre no le daba a los explosivos comportamientos de su amigo Calixto mayor importancia ni cuidado. Aunque era su arrendatario y dueño de la tienda donde mantenía el obligado crédito de los pobres, acostumbraba más bien desafiarlos con una actitud de blanco cinismo y frescura como lo era el clima bello de su finca natal El Edén.
Una tarde, cuando entró a su tienda y le hizo el pedido de rigor, don Calixto se quedó primero mirando el cuaderno de cuentas y luego, clavándole los ojos por encima de las gafas a su cliente moroso, le expresó en un duro lenguaje silencioso que sus facturas ya eran altas y que no se sentía con ánimos de fiarle más. Marbolleán –el seudónimo preferido de nuestro padre– captó de una vez el mensaje, y de una le respondió con una frase corta pero con significado amplio y desafiante: “¡Esa cuenta la puedo arreglar con tres pesos!” El viejo Calixto, que tampoco era ningún bobo, captó con rapidez el doble sentido de las palabras, pues una bala en ese tiempo valía tres pesos. En el acto, con la misma furia convincente de Don Romualdo, metió la mano por debajo del mostrador y le alzó la voz fuerte y entrecortada: “¡No hace falta que gaste los tres pesos, aquí tiene mi revólver!”
Ni remotamente pensar que nuestro padre fuera capaz de coger el arma o de atentar de alguna forma contra su amigo. Ya la broma se había pasado de color y era más sensato abandonar la tienda, como él mismo decía, con el rabo entre las piernas. No era un hombre de pendencias aunque con tragos se envalentonara y dijera en tono suficiente para que oyeran desde la esquina que era de los más duros conservadores de Gramalote.
Sí perteneció a una familia numerosa –es de imaginarse, no existían entonces canales de televisión y encima tenían que acostarse presto–. Fueron catorce hermanos. Varios de ellos se fueron temprano. Un tal Francisco era un Botello de los más rabiosos, del cual contaba mi padre que pelearse para él era prioritario. Cada vez que se la formaba a su hermano le decía con apuro meneando los brazos como boxeador: “¡Venga, no perdamos tiempo, Valentín!”
Por suerte jamás hubo riesgo de fratricidio alguno, por cuanto el tío Valentín era hombre simple y pacífico y también le apostaba al humorismo. Cada vez que regresaba de sus faenas, tras horas de camino, se empinaba en una de las colinas dominantes del Edén vociferando: “¡Nacionales, tengan el chocolate Listo!” No se sabe si lo decía porque tenía fiebre de patriotismo o delirios de héroe frustrado. O simplemente porque sentía en ese momento mucha hambre. Cosa muy explicable.

Pero hubo otro tío que tuvo la fama de los pastusos. Fue modelo de quienes permanecen rudos a pesar de estar cercados por el mundo moderno y la tecnología. Se llamaba Benito. Benito se llamaba. Y le tomaban del pelo cuando bajaba al pueblo a echarse un champú, –así le dicen a uno cuando viene de la vereda al pueblo y aspira a civilizarse–: “¡Miren, Benito, ha venido al pueblo!” Pero Benito callaba, se paseaba orondo y se fijaba en todo.
Nuestro padre no era amigo tampoco de obrar con criterio ajeno. Ni afecto a quedarse mudo sin sílaba oportuna. Cuando le preguntaban dudando de su profesionalismo, dónde había sacado el título de dentista replicaba con fina ironía: “En la Universidad de Pueblo Viejo!” Y cuando también le preguntábamos cómo se hallaba de salud nos respondía sonriente, mientras se sobaba la panza con la mano: “Estoy comiloncito, comiloncito”
¡Genial, papá, sabías responder con sabio humor las preguntas serias!

domingo, 3 de octubre de 2010

TODOS SOMOS BUENOS


La verdad es que todos somos buenos para muchas cosas y la sociedad se beneficiaría enormemente si todos aportáramos la cuota de esfuerzo y desempeño que nos corresponde. Por eso es necesario aprender a valorar lo positivo y las grandes capacidades de las personas, impulsarlas y dejarlas funcionar

Cuenta la parábola que una vez un burro se miró al espejo de cuerpo entero y se vio entonces todavía joven y bello (bueno, no tan joven ni bello, pero sí aun con ganas de seguirle el paso a alguna burrita de la comarca y capaz todavía de trotar a su ritmo por el mundo).
Sin embargo, su patrón –y eso se lo habían contado con pelos y señales los chismosos del bosque– no pensaba lo mismo, por aquello de que una cosa es la que piensa el burro y otra quien lo está enjalmando. Y en este caso su amo estaba pensando que el desvalorizado asno ya estaba “quemado” –así se le dice a quien por los años o por la rutina o la pensión o cualquier otro virus laboral ya no luce competente–, que estaba más bien “listo pa’ la foto” ––como canta el vallenato––, es decir, estaba preparado más bien para evolucionar en jamón en una salsamentaria clandestina, si su carne pasaba la prueba mínima de calidad; o si no para volverlo pellejo, si es que también pasaba la evaluación mínima del curtidor, quien lo enviaría tras un breve proceso de “mutación” física a la fábrica de taburetes rústicos.
Pero como dije al principio, el pollino al contemplar su enorme estampa en la luna, (en la luna del espejo, por supuesto) desestimó en absoluto los conceptos de su hasta entonces dueño y señor y le importaron un rábano los planes criminales que aquél ya había preconcebido para su humanidad. Fue entonces, según cuentan los hermanos Grimm, cuando resolvió invocar el poder de su auto estima para valorarse a si mismo y reciclar –como repite el profesor ecológico– uno de sus sueños mejor protegidos, como era el de convertirse en un músico cotizado (de por sí ya era un excelente rebuznador), precisamente en la hospitalaria población de Bremen, academia de maestros musicales de la época en la cual vivía nuestro burro genial.
Pero, la cosa no para ahí. Don Burro –hay que comenzar a llamarlo con respeto– comienza a ver valores en los colegas que encuentra a su paso. En el perro echado ve otro genio en potencia. Igualmente en el gato melancólico y en el gallo acomplejado; todos ellos tildados por sus propietarios de inservibles y sobrantes. De ahí que, con la certeza de que todavía tenía derecho y poder de escribir historia (bueno , por lo menos, un cuento), consiguió persuadirlos en su camino a la libertad de que ellos tenían vida por delante y muchas cualidades aún por utilizar.
Todos parecían castigados por sus amos por cuanto éstos mostraban una especie de ignorancia o desconocimiento hacia sus valores y más que todo porque no le hallaban ahora uso práctico a los mismos, habiendo alcanzado madurez en su especialidad y experiencia invaluable durante sus años de trabajo tenaz, sobre todo el gato que se desvelaba acosando ratonas.
Lo propio experimentan quienes han laborado como docentes o empleados en los colegios o en las empresas. Dotados de brillantes aptitudes, también se convierten en agentes rutinarios del quehacer común sin pena ni gloria. Los jefes no logran ponerse al tanto, no consiguen informarse para qué son buenos sus empleados, entonces dejan perder como el agricultor buenas cosechas por no sembrar bien, por no cultivar adecuadamente sus facultades.
Afortunadamente, el “caballo gris” –como bautizó el gallo a su amigo el burro en quien reconoció aquellas cualidades del buen líder para quien todos sus compañeros son buenos y valiosos– les iluminó el cerebro -como decía mi abuela–y ellos entonces pudieron a su vez recuperar la conciencia de su dignidad con la auto estima y entregarse a la misión de buscar la definitiva realización de sus gustos finales.
Supongo que ya a estas alturas conoces la historia de estos supuestos músicos de Bremen para quienes la búsqueda de la felicidad musical fue simplemente un pretexto para lograr, unidos en el empeño y en la combinación de sus capacidades individuales, condiciones óptimas de vida.
Pero el punto final de todo este cuento, mi buen amigo, –perdóname si soy repetitivo– es que todos somos buenos para muchas cosas. No hay que esperar por los siglos de los siglos a que nuestros padres, profesores o administrativos se inclinen ante nuestros valores y nos brinden en bandeja reconocimiento y condiciones doradas para su desarrollo y productividad.
Despertemos el tigre que hay en nosotros, es decir, avivemos el liderazgo propio, creamos en nosotros mismos, pongamos al servicio de los demás los multiformes talentos que nos adornan. Me llamó sobremanera la atención el dibujo que encabezó el artículo en la portada donde todos los chicos, ante la pregunta del profesor, levantaron delirantes las manos ansiando responder primero. Fue entonces cuando se me prendió el bombillo y me dije: ‘Realmente todos somos buenos’.
Por eso no deberías perder ninguna evaluación, porque evaluar es valorar. Y como tú vales tanto y lo que haces también, se supone que –así no te sepas el verbo To be–, deberías tener buena nota. (¿Será posible tanta belleza?)