Aquel discípulo anduvo errante durante mucho tiempo en busca de la razón de su paso por este mundo. Y al final, bajo un cielo fresco, se percató de que el color de la vida era fácil de apreciar y de aplicar: él había nacido para algo divertido y redentor.. había nacido, como todo el resto de la creación, sencillamente para BENDECIR!
Por LebbCuentan que una vez un joven discípulo abandonó a su maestro y, por arrebatos de aventurero espiritual, se fue de andariego loco por el desierto, víctima del sinsentido de la vida.
Tras andar muchas horas terminó agotado, bajo la gravedad del sol y del polvo, con sed y hambre delirantes, ansiando con el alma y con el cuerpo los bienes oportunos del pan, del agua y de la sombra. Pero antes de que lo abrumara la desesperación y como respuesta gratuita a sus sentidas peticiones, descubrió a lo lejos, en medio de las ardientes dunas, la prodigiosa bendición de un oasis.
De una vez, sin mediar reflexión científica o razones prácticas para descartar un espejismo, emprendió carrera desenfrenada hacia el sitio donde ciertamente se erguían altas palmeras, crecían árboles frutales y la frescura de un arroyo de cristal se deslizaba musicalmente sobre guijarros blancos y arena. Allí, admirado y agradecido de corazón, tras inclinarse a beber, se recostó contra uno de aquellos árboles deliciosos a paladear sus frutos y a degustar extasiado el portentoso fresco del lugar.
Cuentan que cuando ya estaba a punto de partir, el discípulo lleno, satisfecho y descansado, se volvió hacia las palmeras, hacia los frutales, hacia el manantial, hacia el cielo y, con el alma iluminada, les dijo:
— ¡Oh, árboles y creación entera! ¿Qué bendiciones os puedo dedicar? ¿Que vuestros frutos sean dulces? ¡Ya son deliciosos! ¿Qué vuestra frescura y belleza sean abundantes? ¿Para qué si ya sois un paraíso?
Entonces guardó silencio, y resolvió dejarse acariciar por la poesía del oasis transfigurada en verde brisa y en sonoro silencio de amor. Y empezó entonces a interiorizar la lección sobre un valor fundamental que infunde sentido, gracia y color a nuestra presencia en este mundo: Empezó a entender que debía de imitar no al desierto sino al oasis: Había que bendecir con la propia vida.
Pero bendecir con hechos y frutos del corazón. Bendecir con obras y sentimientos sinceros, a quienes lo necesitan o no lo necesitan. Y aunque la palabra tiene magia y atrae energías saludables hacia las personas que bendecimos, primariamente hay que bendecir con nuestros bienes, con nuestra vida, con nuestro apoyo, con las sonrisas, con las manos, con la mirada, con los gestos, sin rehusar un favor, sin egoismos, sin odios, omisión, indiferencia, orgullo...
Entendió entonces su intimidad que él había sido producto de una bendición. Y que por lo tanto su vocación miraba a eso, a bendecir también. Al continuar la marcha, ––porque no podía quedarse allí para siempre––, observó la alegría en el vaivén de las hojas ante el buen humor del viento y no pudo menos que sonreir también. Observó asimismo la obra redentora del agua clara y el destino nutritivo de las especies vegetales. Y entonces no pudo aguantar las ganas de saltar, alabar y bendecir la vida, recordando las palabras del principal Maestro: "¡Venid al Reino, BENDITOS de mi Padre!"
Por fin podía volver a los suyos, donde el maestro y la comunidad, pues tenía clara la tarea de su vida:
Había nacido para algo divertido y redentor... había nacido, como el oasis y todo el resto de la creación, sencillamente para bendecir. Y, además, era apremiante empezar sin demora la tarea.
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