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jueves, 18 de octubre de 2012

BUENAS HISTORIAS PERRUNAS

"Alicio", un perro devoto, aún sigue esperando en vano frente al centro de salud donde su amo murió en enero de 2010. Algo semejante le pasa a "Capitán", otro can admirable que todos los días, hace ya seis años,  al caer la noche, se acuesta al lado de la tumba de su antiguo protector

 Por Lebb 


 Para Canelo, mascota excepcionalmente fiel, la cita médica de su amo no terminó jamás. Él siguió esperándolo ahí en la puerta del hospital, por espacio de 12 largos años, hasta que un fatídico 9 de diciembre de 2002 al moverse de su sitio por alguna necesidad, murió al ser atropellado por un vehículo.

En un caso similar, en el Cementerio la Piedad de Rosario, Argentina, un perro de raza Collie todavía aguarda el regreso de su amo desde 1995, en el lugar al cual llegó el dia del fallecimiento de su dueño.

En Uruguay, está la historia del negro Gaucho, que recorrió más de 50 kilómetros hasta el hospital en el cual fue recluído su amo quedándose allí hasta su muerte; luego, lo acompañó a la funeraria y a todo el velorio. Después, al cementerio. Por razones perrunas sorprendentes que el humano no entiende pero sí admira, estableció su domicilio al lado de la tumba del amo, erigiéndose como su centinela, hasta el día de su propia muerte.

Pero el caso más asombroso de "virtud" animal lo constituye indudablemente la historia de Hachikó, un perro de raza akita, fiel a morir, a quien, en 1924, Eisaburó Ueno, un profesor del departamento de agricultura en la Universidad de Tokio, adoptó como su mascota y a la cual le profesó un cariño rayano en adoración.

Desde entonces, cada día Hachikó se estacionaba en la puerta delantera del terminal de Shibuya a recibir efusivamente a su amo al final de la jornada. Esta rutina de afecto y lealtad prosiguió sin interrupciones hasta el 20 de mayo de 1925. Desgraciadamente ya el 21 de mayo, el profesor Ueno no pudo volver a casa en el tren, como de costumbre, por cuanto en plena clase había sufrido un fulminante derrame cerebral y había muerto.

 Y Hashikó, lógicamente, se quedó esa vez en la estación esperando en vano su regreso. Pero no fue sólo esa tarde que aguardó inútilmente al profesor moviendo la cola, mirando expectante la puerta del tren, listo a prodigarle sus alegres brincos de celebración y los consiguientes besos de lengua. 

Pasó el tiempo y Hashikó siguió esperando ahí, puntualmente, los nueve años siguientes, en el sitial de costumbre, justo en frente de la estación, con la misma actitud, lloviera, nevara o tronara, hasta el día en que se durmió definitivamente, quizá soñando con la idea obstinada de ver llegar otra vez al amo afectuoso y sonriente. 


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