Translator

miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL MAGO Y EL RATÓN

Ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales...

Versión Lebb

El mago entonces lo miró de arriba abajo intrigado de que un ratón tan insignificante viniera a pedirle solución a sus “pequeños” problemas ratonescos.

–Mis problemas grandes son dos –comenzó diciendo el paciente– : Les tengo pavor a los gatos y me gasto una enorme pereza hasta para abrir los ojos. Yo creo que si me convirtieras en gato se me acabarían los dos males.

El viejo sonrío para sus adentros, cogió de la mesa su varita mágica y mientras le tocaba con su extremo la cabecita, pronunció unas palabras como en griego, y de una vez el ratoncito quedó convertido en gato. Muy impresionado y agradecido, el antiguo roedor miedoso y perezoso pagó la cuenta con todos sus ahorros y salió de la cueva-consultorio del mago.

Sin embargo, cuando llegó al vecindario se le cruzó por delante un perro de malas pulgas, de genio mafioso que lo invitó a las carreras. Fue entonces cuando el antiguo ratón –ahora gato– se orinó de miedo y fue a esconderse en el primer hueco que encontró.

Como era de suponerse regresó a la cueva del encantador a llorarle de nuevo una solución para sus problemas de miedo y de pereza. El abuelo como tenía tanta paciencia y ganas de plata también, volvió a tomar la varita mágica y con un pase mágico lo transformó en perro.

Y así recién convertido en un perro grandulón y, tras haberle firmado al mago un pagaré por la nueva consulta, se devolvió al vecindario. Sin embargo, por el camino le cogió una pereza tan tremenda que resolvió dormir una siesta larga bajo un árbol con tan mala suerte que un tigre hambriento le puso el ojo encima y por poco las garras. Un ruido a última hora lo despertó y espantado por la idea de morir tan joven, sus patas le sirvieron de alas.

Llegó prácticamente muerto del susto, otra vez, al consultorio del brujo y con voz entrecortada le pidió el favor de que:

–¡Rápido, rápido, señor mago, conviérteme en tigre!

El sorprendido hechicero le pidió al antiguo ratón, ahora perro, que tomara respiración y se calmara un poco por cuanto los hechizos no producen efecto en los arrebatados ni en los locos, “ni en los cuerdos tampoco” –esto último lo dijo para sus adentros. Hizo el ademán de consultar unos amarillos oráculos egipcios, torció los ojos como un poseso para invocar dioses del más allá y del más acá también. Y tomando de nuevo su prodigiosa varita mágica le tocó la testa y lo convirtió en tigre.

Para probar su nueva condición física el antiguo ratoncito rugió como lo puede hacer el más bravucón tigre de la selva. Pero antes de irse, el mago le hizo estampar su garra derecha en un documento a modo de otro pagaré. (Aclaro que el brujo fiaba las consultas pero cobrando bonitos intereses. Además toda transformación generaba recargos. Por lo tanto, el ratoncito se estaba endeudando peligrosamente). Pero al nuevo tigre tampoco le importaba hipotecarse con tal de superar mágicamente sus complejos de vida

Nuevamente, pues y con aire triunfal, se dirigió al bosque, ahora con cara de tigre.

No obstante su nuevo físico, y sin sospechar que en octubre se juega a los disfraces, el antiguo ratoncito –ahora tigre–, mientras iba por las sendas hermosas del bosque bañadas de sol y salpicadas por las sombras ondeantes de los árboles, sintió tanta y tanta pereza, como una agonía, que no pudo resistirse las ganas de irse a recostar contra un tronco. Y allí, bajo el amor del cielo, se quedó profundamente dormido.

Pero no por mucho tiempo, por cuanto lo despertaron el estruendo y la algarabía de unos disparos y los perros de unos cazadores. Aterrorizado hasta los huesos se levantó a escapar por la espesura, saltando charcos, brincando cercas, dejando hasta fibras de corazón en el camino. Por fortuna, pudo librarse de los cazadores no sin rasguños, magulladuras y con varias uñas faltantes, y llegar nuevamente a la cueva del mago, el cual lo recibió en la puerta, con cara de mucha preocupación: jamás había tenido a un cliente tan insatisfecho con su trabajo, tan inconforme con todos los encantamientos, tan incorregible como ese ratón miedoso.

–Por la pinta y la prisa que traes –le dijo malhumorado– supongo que ahora vienes a que te convierta en cazador o en escopeta, o ¿me equivoco?

El antiguo roedor no sabía responder. No sólo le faltaba el aire y las fuerzas físicas, sino que también le escaseaban las ganas de pedir más magias o que lo bañaran en agua de yerbas o le echaran sahumerio contra su mala suerte. Ninguna transformación parecía surtirle efecto.

–Tu problema –concluyó diciendo el brujo, que también sabía dar buenos consejos porque había leído mucho. Por eso la importancia de leer– es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. De nada valen las varitas mágicas, ni Harry Potter, ni técnica alguna de encantamiento. Solamente lo puedes hacer tú solo.

Diciendo estas palabras ingresó a la cueva y salió en seguida con la bendita varita mágica y con un grueso libro envejecido. Palpó suavemente con su extremo la testuz del falso tigre y pronunció unas palabras como en griego, entrecerrando los ojos como un santo. Y lo convirtió, esta vez en medio de una explosión de humo, nuevamente en ratoncito.

Precisamente ese ratoncito recordaría años más tarde, cautivo en una trampa mortal y con la aterradora sensación de haber vivido en vano, el día aquel cuando acudió al mago de la región en busca de ayuda para dos de sus grandes problemas existenciales. Y ahora enfrentaba la evaluación de su vida, ya sin mago y sin sortilegio alguno que le sirviera para justificar su paso por el mundo. Y la asfixia continuaba. Y el terror lo invadía. No le había valido ser tigre, por lo menos en apariencia, porque el problema suyo era de corazón. Y el corazón guarda fiel memoria de los defectos más profundos y obstinados. Se lo dijo el anciano mago antes de blandir la varita mágica sobre su cabeza. Pero entonces, ¿por qué no se cambió el corazón? Si el brujo se lo dijo y se lo repitió: “Tu problema es que naciste con un corazón de ratón. Y mientras en tu pecho palpite tal corazón, no dejarás jamás de tener miedo. Ahí también anida tu pereza hacia la acción, hacia el cambio, hacia la productividad de la vida. Me da mucha pena contigo, amigo, pero si hay cosa en este mundo que yo no puedo ni me atrevo a hacer es la de cambiarte el corazón, ratoncito. Solamente lo puedes hacer tú solo.”

martes, 9 de noviembre de 2010

El mundo tragicómico de los borrachitos

Han inspirado chistes, bromas y anécdotas que nos han hecho sonreír. Sin embargo, frecuentemente son protagonistas de grandes errores y tragedias.

Por Lebb

Cuentan que un borracho llegó a su casa en la pura madrugada, haciendo escándalo como es típico en la mayoría de ellos, y empezó a gritar:
“¡Reinita, ábreme la puerta, le traigo flores a la mujer más linda”. Obviamente la sufrida y cándida mujer bajó corriendo, abrió la puerta y le preguntó ansiosa, al supuesto galán:
–¿Dónde están mis flores? –A lo que el borrachito, sin vergüenza y haciéndose el loco, contestó:
–¡A ver, a ver, un momento, y ¿dónde está la mujer más linda?
El chiste no cuenta el resto, pero todo parece indicar que la mujer por lo menos le propinó unos inolvidables escobazos al borracho chistoso de su marido quien, como hacen por ahí muchos fulanos, gastan en trago todo el sueldo, son pasados con cuanta desocupada se les ofrece, descuidan el hogar, no ven por los hijos propios ni por los otros, manejan ebrios y hasta le buscan camorra a los malandrines del barrio.
Pero, las cosas tragicómicas no paran ahí. A muchos el alcohol en exceso les agiliza la lengua, es decir, se vuelven elocuentes. El tímido se torna atrevido y el serio, le da por creerse gracioso. No es raro que se sientan como si hubieran escapado de una prisión y que actúen con libertad exagerada.
A este respecto las lenguas cuentan que una vez dos borrachos iban caminando por el parque, así a bandazos, a tontas y a locas, –como caminan los borrachos– cuando de pronto pasa junto a ellos una señora muy gorda, que llevaba una sombrilla en la mano. Uno de ellos, el más atrevido, le dice al otro:
–¡Mira, ahí va un tanque!
La señora que no gozaba de buen genio lo escuchó y de una le descargó un sombrillazo en la cabeza. Fue entonces cuando el primer borracho agregó:
–¡Y es un peligroso tanque de guerra!
Claro que existen muchas personas capaces de tenerles paciencia a los borrachitos aparentemente inofensivos, como aquella otra señora que se paseaba con su hermosa hija a quien un borracho fresco y “verde”, al pasar por su lado, dijo en tono de enamorado:
–¡Adiós bizcocho!
La señora entonces halagada, creyéndose blanco del piropo se devuelve y le pide repetición:
–¿Qué dijo?
A lo cual el borracho le contesta, señalando a la bella chica de 18:
–Dije bizcocho, doña, bizcocho, no dije pan integral. El pan integral me enferma.
Pero ahí sí se le saltó el mal humor a la dama, la cual le reclamó, en voz alta:
–¿Me está tratando de fea? ¿No se ha mirado al espejo? ¡Usted es un borracho!
Y el borracho con la sonrisa tonta que los caracteriza, le comentó en la cara:
–¡Sí, es cierto, pero a mí se me pasa mañana! A usted, ¡Nunca se le pasará lo fea!
Esa es otra nota de desprestigio para los borrachines. No respetan a nadie. No respetan reglas. Ni un semáforo en rojo. Como ese homicida en potencia que una vez fue detenido por un policía de tránsito por ir en contravía y terminar estrellándose contra un poste:
-¿No vio acaso la flecha? –lo recriminó entonces el agente, preparando el talonario de comparendos.
–¡No, mi general, –respondió el borracho– tampoco vi al indio que la disparó.
Pero ya para terminar y hablando en serio. Desafortunadamente, los alcohólicos empedernidos han sido protagonistas de cantidad de tragedias que la Prensa incansablemente registra todos los días.
Para nadie es un secreto que Colombia es un país muy afectado por el alcoholismo, donde fácilmente vamos a encontrar en las vías de las ciudades y en las carreteras conductores ebrios, destructores y homicidas en potencia y en acción de inocentes peatones y de sobrios conductores.
Los juzgados se congestionan con ese tipo procesos contra personas responsables de graves destrozos en propiedad ajena y muerte irreparable de valiosas vidas humanas.
También hay gente en la cárcel que recuerda sus tragedias cuando ebrios discutieron por bobadas hasta la muerte. Y, lógicamente hay muchas lápidas en los cementerios porque unos borrachos celosos atacaron a sus mujeres, a sus hijos, a sus amigos. O se suicidaron porque en medio de su embriaguez no hallaron caminos de solución a sus problemas, ni otro chance sentimental a sus vidas de despecho. O simplemente murieron víctimas de los efectos del licor sobre el organismo, por daños en el hígado, en el páncreas, por problemas digestivos, por cánceres o problemas cardiovasculares, entre otros.
Pero no necesariamente los borrachitos escriben biografías plagadas de chistes simples, o historias de grandes crímenes. Muchos de ellos son personas que se consumen en el anonimato, que van quemando torpemente millones de neuronas día tras día, a manos del licor, en rituales permanentes de charlas estériles y de vidas improductivas que no benefician a nadie. Se podría decir que son como desertores simplones de la historia.

HUMORISMO INOLVIDABLE

Aquella mañana regresó nuestro padre de la plaza de mercado no sólo trayendo la gallina de echarle a la olla sino que también volvió más optimista que de costumbre, luciendo una sonrisa amplia de satisfacción. Fue siempre partidario del buen comer y del buen beber y de intercambiar palabras jocosas con quien se encontrara a su paso: “El carnicero me dijo cuando me despedía, ––nos explicó sin esperar la pregunta–– ‘adiós joven’. Y allá por la calle sexta, Don Eliseo, ese hombre culto que ustedes conocen, me saludó con su tradicional ‘Buenos días, caballero noble’” Y pasó enseguida muy orondo a la “operatoria”, como solía llamar a su sitio de trabajo donde moldeaba las dentaduras y se ocupaba de otros menesteres dentales.

Sin duda, le habían estimulado el orgullo propio y perfumado la autoestima. Pero a él no le hacía mucha falta que lo adularan o lo hicieran reír. Él mismo se hacía el ambiente, buscaba la charla, echaba sus chistes, aprovechaba detalles de las circunstancias para hacer bromas o echar un cuento de su repertorio. Le gustaba vestir de traje y corbata como un personaje importante, así no tuviera los diplomas de profesional ni la etiqueta de los franceses.

Ya por la noche, en torno a la mesa o de pronto en la sala, no faltaba alguna voz que le solicitara cualquier cuento de su repertorio. O inclusive alguien le señalaba cuál historia en concreto quería escuchar. Esa noche, por ejemplo, nos reunimos durante la comida, a compartir aquel queso memorable, proveniente de la finca del Edén, con arepa y calentado –eran las épocas en que por lo general las familias cenaban todas en pleno– y fue cuando nos empezó a platicar sobre las costumbres de su hermana precisamente allá en el campo. Esta tía la queríamos porque preparaba el mejor queso del mundo y entre otras cosas, solía salir al patio, cuando escuchaba en el cielo el ruido de un avión. No muy gustosa de la era moderna, lo miraba un rato y al final refunfuñaba, malhumorada: “¡Ociosos!” Y si mal no recuerdo, –como era “goda” innata– cuando le hablaban de los otros, de una vez rezongaba diciendo: “¡Ah, arrastrados liberales!”

Pero esa noche, el público pidió el cuento del bobo y la luna. Entonces nuestro padre sin hacerse de rogar comenzaba:

“El cuento es que una vez unos campesinos mandaron a su hijo –no muy aventajado intelectualmente y que recién se había graduado de bachiller– a estudiar a la Capital donde estuvo varios años en casa de uno de sus tíos supuestamente estudiando en la universidad. Al cabo de ese tiempo regresó al campo con ínfulas de doctor y ademanes de filósofo. Fue cuando vio en el pasto un azadón y con aire citadino de extrañeza preguntó a los papás: “Y ¿Esto cómo se llama?” Pero como no había dejado en el fondo de ser bobo, por descuido pisó el metal y el palo le voló hasta la cara: “¡Ah, ––gritó dolorido–– maldito azadón!” (De esa manera recordó el nombre que pretendía haber olvidado).

Pero lo peor ocurrió –siguió contando nuestro padre– por la noche, cuando salieron todos a mirar las estrellas. (Una linda poesía que no se escribe ni se lee, sino que se vive.)

Los padres del muchacho estaban entonces orgullosos de volver a tenerlo a su lado, tras sus largos años de estudio en la Capital. Esa noche pues el bobo se quedó mirando fijamente la luna, con semblante de científico, mientras los papás lo admiraban y comentaban entre ellos: “Está meditando en los profundos secretos del Universo”. Al cabo de un buen rato, el supuesto sabio se volvió hacia ellos para concluir solemnemente: “¡Papá, mamá, he descubierto que esta luna se parece a la de Bogotá!”

Y de inmediato otra voz solicitaba el cuento del muchacho que se fue a confesar porque estaba arrepentido de decir malas palabras o porque no sabía confesar bien los pecados. Y nuestro padre entonces nos recordaba las dos historias. Una era la del labriego que fue al confesonario y le dijo al Padre que se acusaba de su pésima costumbre de decir a todo trance la palabra “jediondo”. El santo párroco comenzó a darle consejos, a persuadirlo de que toda palabra ociosa u ofensiva para el prójimo atrae el castigo de Dios. Entre otras cosas le dijo, –para reforzar el propósito de la enmienda–, que el Ángel de la Guarda, cada vez que él pronunciaba esa fea palabra se retiraba de su lado, como en una exhalación, siete leguas de distancia. Fue entonces cuando el supuesto penitente lo interrumpió asustado, exclamando: “¡Ah, JEDIONDO, de rendirle!”

“El otro muchacho penitente ––siguió el narrador– se acercó al confesonario y se arrodilló justo al lado de un canasto de huevos que una señora había llevado al pueblo para venderlo en la plaza. El padre entonces le pidió que confesara sus pecados. Y él comenzó diciendo: “Padre, me acuso de que me robé un huevo” El confesor en seguida lo exhortó a la honestidad, a la rectitud de conciencia, al cumplimiento del séptimo mandamiento. Y luego, le pidió que continuara el relato de sus faltas personales. “Padre, me acuso ––prosiguió el joven feligrés– de que me robé otro huevo” El Padre, un poco molesto, reprendió al muchacho porque no contaba las faltas completas: “¡Dígame de una sola vez, ¿cuántos huevos se robó por todos?” El muchacho que no sabía lógicamente confesarse y ni siquiera tenía respeto por el sacramento le contestó con cinismo: “¡Padre, no me presione. Es que no sé todavía cuántos huevos. Hay tantos en el canasto!”

Y así de esa manera entretenida, sin televisión y sin Internet, pasábamos el tiempo nocturno antes de irnos a conciliar el sueño, no sin antes adelantar el respectivo protocolo de las “Buenas noches”.

Sucedía que nuestra madre, como le decía “Ole” a nuestro padre, nos contagió la costumbre. Entonces, dirigiéndonos a él con el original “¡Ole!”, le dábamos las buenas noches al “Joven” y le deseábamos felices sueños al “caballero noble”.

Él se reía y nos devolvía los buenos deseos. Ahora yo sé que él donde quiera se encuentre todavía celebra la broma y la palabra festiva y que a pesar de nuestras arrugas y de nuestras ignorancias o la falta de títulos nobiliarios, nosotros sus hijos siempre seremos “jóvenes, damas y caballeros nobles” Y que ojalá el patrimonio no se pierda y que “la leyenda continúe”.

Por Lebb.