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miércoles, 27 de agosto de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (4) El trauma del funeral

Aún hoy recuerdo el drama de aquella noche, cuando mi padre, por primera vez, me llevó a un concurrido funeral en una casona importante de un pueblo vecino donde trabajaba los fines de semana. 

Para la época no existían locales exclusivos para velar y despedir a los muertos, por lo tanto, el velatorio se llevaba a cabo en la propia casa o en la de quien quisiera hacer la caridad a sus parientes o rendir homenaje póstumo al difunto.

Rondaba este modesto viviente que les escribe, los siete años, y mi padre estimó normal y hasta necesario que lo acompañara hasta el mismo cuarto de velación, porque seguramente el extinto era un personaje de la región, ya que muchas personas acudieron en masa a expresarle el último adiós y a ofrecerle el pésame a la familia, agolpándose frente al portón de su casa. 

Se viene a mi memoria esa experiencia impactante no sólo por ser la primera vez que me acercaba a la ventanita de un féretro, a mirar la cara de un cadáver, sino por la angustia que, momentos antes, me produjo el encargado del portón, quien, dejando pasar rápidamente a mi padre, al notar mi presencia, se puso delante mío, en un intento por impedir mi entrada. Ante lo cual, quise entrar a la brava, con la mala suerte que el fulano fue más rápido que yo, dejándome atorado entre la hoja de la puerta y el marco, mientras me advertía con voz agresiva que tenía órdenes expresas de no dejar pasar a menores. Mi terror fue causado entonces por la viva imaginación de que estaba preso, perdiendo a mi padre, y quedándome solo entre desconocidos, por culpa de querer velar a un muerto. 

Por suerte, la tragedia inventada por mí duró poco, por cuanto mi padre giró rápidamente sobre sus pasos y le aclaró al portero que yo era su hijo, que me dejara pasar. Sentí mucho alivio y rápidamente me aferré a su mano para ir en busca del ataúd. Una vez ahí, examiné sin parpadear, a través del pequeño cristal rectangular, el rostro pálido de aquel hombre inerte, atisbando el más imperceptible movimiento de sus párpados entornados o el temblor más leve en la comisura de sus labios. Concluía al cabo de largos segundos que la muerte era precisamente eso, quedarse en absoluto quietismo, en inercia irrevocable, a merced de la inminente corrupción en una bóveda o bajo la tierra del cementerio.

Algún tiempo después, mi madre, de común acuerdo con mi padre, permitió a otra madre y a los suyos, velar en nuestra casa a su angelito, (como se le dice a un muertecito bebé), víctima de un misterioso defecto congénito. Prepararon entonces una sala, con una pequeña mesa en el centro, cubierta con un mantel blanco, donde colocaron al bebé, todavía sin ataúd; rodeado por cuatro cirios encendidos. Entonamos las respectivas oraciones, los responsos, los rosarios y, al final, siendo ya tarde de la noche, todos se fueron a dormir. Menos yo, porque me dediqué, a hurtadillas, desde la puerta cercana al diminuto difunto, entornando una y otra vez el batiente de la puerta, a espiar al bebé, bajo la luz trepidante de los cirios, a ver si de pronto, detectaba en su cara un sutil gesto, bien fuera en sus ojos o en sus labios, tratando de sorprenderlo travieso ensayando una sonrisa minúscula.

 Fue en vano. No tan tarde comprendí, aletargado por las sombras palpitantes de la habitación, ante el temblor mortuorio de los cirios, que ese bebé, así aparentara dormir con placidez, ya definitivamente no era parte de este mundo. 

Poco a poco el asunto de la muerte se me fue haciendo algo así como un tema normal. Y cuando lo cuestionábamos expuestos a sentirnos medio trágicos y desesperados, nuestro padre nos tranquilizaba argumentado que ese era uno de los tantos trances que las personas debían pasar, tarde o temprano, sin excusas ni excepciones. "Eso ha sucedido", nos advertía cuando alguien rehusaba aceptar que una persona enferma y de edad avanzaba falleciera inevitablemente. Agregaba ese consejo de que "Al mal paso darle prisa", queriéndonos inducir a convivir poco tiempo con un conflicto, a no alargar una pena más de lo necesario, a no ser perezosos en la aplicación de las soluciones a los problemas que nos afectan. "A veces, —nos recomendaba también—, hay que ser impávidos ante el infortunio, sea de cualquier naturaleza", donde impávido significaba sereno o impasible. Y de hecho, él lo fue y lo demostró a lo largo de su vida, teniendo que presenciar los funerales relativamente tempranos de su padre y de la madre, sumados a los periódicos entierros de todo el resto de sus numerosos hermanos, así como de tantos contemporáneos suyos. Además, de unos tan importantes y dolorosos como el de mamá, y los dos de sus hijos mayores. Guardadas las distancias, se asemejaba a Job, el sufriente sabio que asentía, alentado por su fe, que el Señor les había dado a sus seres queridos, y se los había quitado, porque era su voluntad. Y así convino.

Ya hacia el final de sus 95 años comentaba con aires de preocupación y desconsuelo que se sentía harto de haber velado tantos muertos en su vida. Fue cuando, con terror, comprendí que, a pesar de valerse todavía por sí mismo, de poder incluso trabajar para mantenerse y de contar todavía con varios hijos vivos, ciertamente lucía aburrido y, así suene terrible, con ganas también de partir.

Cuando conversábamos casualmente de varios asuntos, siempre terminábamos refiriéndonos a los muertos. Era cuando expresaba su admiración de que fuera tan radical el paso de este mundo a la eternidad, hasta el punto de que ya no hubiera posibilidad de retorno, de comunicación o de información leve de su suerte. Siempre estarían presentes en su recuerdo, las muertes importantes ocurridas a lo largo de su historia. Seguramente, la trágica de su sobrino Elí Cobos, la aterradora del tío Marcelo, las sangrientas de los suegros en la finca La Reforma, a causa de la violencia política.

Sin embargo, también incluiría el tema en el repertorio de sus cuentos e historias necesarias para aprender y aprovechar la vida. Más que nadie entendía que este mundo es como una representación durante la cual, muchos actores entran al escenario un rato con sus guiones propios y luego se bajan de él. Y no vuelven a subir; no obstante, la función debe continuar seguramente con nuevos actores y otros roles. Sabía que la vida en la tierra es como una contienda donde los participantes disponen de cierto tiempo para jugar, pero que, por reglamento, unos tienen que salir y otros entrar a la cancha. Los primeros, se han de despedir con honores y gracias. Y a quienes se incorporan, se les da la bienvenida y se sigue jugando, hasta que a uno también le toque  salir. Pero antes de que eso fatal ocurra, estás invitado a desempeñarte a fondo durante tu espacio de partido. Si alguien sale antes, es justo despedirlo con lágrimas y aplausos, pero, enseguida, tú debes seguir jugando y jugando bien, con todo tu ser, con los jugadores que se quedan contigo. 

Eso lo aprendimos de nuestro agudo cuentero favorito que, de hecho, había incorporado a su repertorio narraciones con respecto al tema que nos ocupa, sobre vivos y muertos, como el de "La muerte lo aguarda en Samarcanda

la muerte lo aguarda en

 –¿Se acuerdan de un tal Anselmo? ––nos preguntaba en esa misma sesión memorables de chistes y cuentos, para que no respondiéramos–– ¿Se acuerdan de ese hombre diminuto, fatal, encaprichado con la muerte, sin instantes para vivir en paz? Cada vez que debía marcharse de viaje, se trepaba en su tarima, un montículo a la salida del pueblo, a pronunciar su discurso de despedida, que remataba de esta manera:

 ––¡Me voy muy triste, amigos míos, adiós... porque no sé si volveré! ––y concluía  con la frase:
––La muerte es tan tirana que no sé si volveré. 

Pero aparecía de nuevo la semana siguiente. Y todos se le reían en la cara. Ese era todo el chiste. Sin embargo, sobrevino un día gris, húmedo, obviamente sin público, quizá por tanta repetición, por simple broma de la misma muerte, en el cual no echó el sermón protocolario. Y se fue así, callado, sin ceremonia alguna. En esa ocasión, don Anselmo, el hombre mortuorio, de neuronas recalentadas por el licor, efectivamente no volvió jamás.

Eso más o menos pasó con nuestro padre, a principios de ese funesto julio del 2005. Una vez terminados sus trajines de ese día, temprana la noche, se enfundó en sus cobijas pamplonesas, para marcharse al universo de los sueños. Estábamos acostumbrados a que volviera, a que temprano dejara el catre a preparar su imperativo caldo de papas para el desayuno. Pero, esta vez, ya no lo hizo. Su corazón no lo dejó despertar más. 

sábado, 26 de julio de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (3) "¡Que se vea movimiento!"

Cada vez que se aprobaba democráticamente una decisión familiar para iniciar un proyecto, un paseo, un trasteo, hasta el movimiento de un catre, nuestro padre, el gran jefe, decretaba con carácter de inmaculado cumplimiento, la siguiente resolución:

Que se vea movimiento!" 

Y, al punto, todos nosotros, puestos de pie, conveníamos, firmes como militares. Nuestro vocero, el catire, el hermano de piel blanca, en medio del resto de nosotros más bien tiznados, exclamaba, dirigiéndose hacia nuestro padre, con su nativo fervor: "¡Ecolecuá!", que quiere decir: "¡Así es!", "Amén". Mucho que ver con la expresión italiana: eccoli qua. Este catire se llamaba Jesús, de inmortal recordación. Nuestro representante, muy famoso porque era apegado al papá como lo fue el apóstol Juan con respecto a su Maestro.

Y, a continuación, todos le poníamos el hombro a la empresa, empezando efectivamente las acciones individuales, las cuales, sumadas, darían el deseado fruto final. Si la cuestión era, por ejemplo, de hambre, es decir, de planes para llenar la mesa de manjares en un día especial, entonces mi hermano Mario y yo íbamos a la finca de don Martiniano por las hojas de plátano para envolver los tamales, mientras otros se quedaban en casa moliendo el maíz pilado para que las mujeres primeramente prepararan la masa, unas; y, las otras, los empacaran luego con el mejor embutido adentro. 
Otros se apersonaban de ir por leña al monte, para avivar los fogones y acomodar las ollas. Previamente unos habían ido por el maíz a la plaza, otros a la pesa a comprar la carne y el adobo, a proveerse de chocolate, de leche, de queso, de arroz para el masato. Nuestra madre obviamente estaba al frente del ministerio y coordinaba los movimientos. Nadie se quedaba ocioso. Hasta la tía cumplía el papel de fiscal, detallando, como cámara de seguridad, los detalles de la operación, detectando inclusive quiénes trataban de quedarse cortos y perezosos en sus tareas aguardando no más la hora de sentarse a la mesa. 

Era la forma práctica de acoger la mentalidad del famoso autor: "Quien quiere el fin, quiere los medios", a quien los antiguos, se le sumaban, mostrándose como personas de armas tomar, que cuestionaban ese otro refrán, según el cual, del dicho al hecho, hay mucho trecho; optando más bien por el punto seguido, más que por el punto aparte, sin solución de continuidad. Sin duda, eran épocas clásicas cuando decir era casi lo mismo que hacer. Cuando las palabras cristianas o no valían tanto como un juramento y remplazaban un garabato en un documento, hoy día en notaría: "Le doy mi palabra", aseguraba un prometiente. Y el otro respiraba feliz, con fe total en la promesa.

 Aprendimos entonces que las obras son las que deben hablar en vez de las palabras, que lo práctico ha de probar la teoría; que el mundo se transforma y cambia más con el movimiento que con la pasividad,  con las obras, mejor que con la simple teoría. Permanecer sentados en torno a una mesa, o reunidos solamente hablando, así sea sobre temas sagrados de salvar el mundo, de redimir pobres y consolar a los tristes, detrás de un escritorio, o meditabundos en la cama, haciendo pereza con las almohadas, era sencillamente perder el tiempo, o malgastar la vida: Era como cometer prácticamente pecados de omisión. Entendería yo muchos años adelante por qué, a nivel de ciudadanos aptos para votar, el ocupar dos o tres horas escuchando discursos populistas de políticos ociosos, de verborrea inútil, es una verdadera desgracia para el espíritu y de maldición para la vida, no sólo personal, sino también para la democracia vital de una nación entera.

Al lado de eso, también aprendimos que se puede espolear la actividad de los remisos pulsando con cierta picardía las cuerdas de su orgullo. Nuestro padre lo hacía. Así como era capaz, con esos dedos robustos de manos incansables, de sacar acordes gratos y refinados a su tiple, se acercaba a quien  padecía la tentación de la flojera, y lo tocaba psicológicamente, diciéndole en tono sutilmente desafiante: 

"Si no le da pereza, vaya a la tienda a comprar pan". 

En seguida, a uno se le encendía en el cerebro un testigo de indignación, mientras murmuraba incómodo:  "Está insinuando que soy perezoso? ¡Claro que iré a la tienda!" Entonces él se carcajeaba recordándonos el cuento del muchachito corto y perezoso que quería, -como a muchos chicos les sucede hoy día-, enriquecerse rápido y sin trabajar un comino, es decir, nada. (https://interlebprensa.blogspot.com/2015/10/humorismo-inolvidable-el-diablo-y-el.html

También nos serviría esta política existencial de "que se vea movimiento", para diagnosticar al instante que los proyectos o las promesas, sin acciones inmediatas, así se pregonen en con bombos y platillos, son cadáveres con anticipación. Nomás el hecho de asomarnos al escenario donde debería haber movimiento, y no detectar a los actores en acción, sólo meros personajes ornamentales, concluíamos que, sobre las tablas, no había indicios de productividad, nada por aquí, nada por allá, nada interesante o realista. 

De hecho, si alguien nos solicitaba informes o pedía un reporte de resultados de determinado evento, o referencias positivas de algún personaje, no nos extendíamos en informes inoficiosos, describiendo detalles. Solamente declarábamos: "No se ve o no se le ve movimiento". Eso era suficiente. 


lunes, 7 de julio de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (2) Un dentista tegua, pero competente

 Ya había hecho la respectiva anotación del abono final del cliente en su propio libro de contabilidad, con esa cuidadosa caligrafía que había aprendido en la única escuela donde había cursado las materias elementales de los primeros niveles únicamente. Cuando algún inspector almidonado irrumpía sorpresiva y oficialmente en su consultorio para constatar el diploma de su profesionalismo universitario, él, —bromeando para sus adentros—, le respondía que lo había obtenido, con méritos suficientes, en una universidad de cuyo nombre no podía acordarse, pero que un incendio, de vieja data en el consultorio, lo había reducido desgraciadamente a cenizas. 

Más tarde, a nosotros nos contaba los pormenores de la visita, agregando que le había dicho al inspector —ni corto ni perezoso—  que él había estudiado en la universidad de Pueblo viejo. A veces, —argumentaba, en las  visitas periódicas de esos fiscales, que el diploma había quedado bajo los escombros del consultorio por la acción devastadora del famoso terremoto de Cúcuta, que de verdad ocurrió, no solamente en esa capital, sino en todos los pueblos circunvecinos. Pocos de esos fiscales ahondaban en el supuesto pasado académico de nuestro padre, ni cuestionaban en qué universidad en verdad supuestamente se había titulado, sospechando seguramente que ejercía, tras muchos años de práctica, su profesión de dentista, heredada de algún anciano maestro. Y lo dejaban en paz por algún tiempo. Pero siempre sabía don Marcos que ellos volverían pasado un tiempo después. Y para ese entonces él ya estaría listo y sin miedo, con una excusa perfecta para impedir que le sellaran la "operatoria". Al fin y al cabo, no existían quejas ni demandas contra la calidad de sus trabajos o por ejercer como odontólogo sin las respectivas credenciales.

Además, -y eso jugaba a su favor-  había obtenido sus competencias odontológicas, (como ya lo mencionamos anteriormente), no sólo por las clases privadas recibidas de aquel odontólogo patriarcal, don Bruno Escalante, sino también, por su larga y meritoria dedicación al oficio capitalizada durante tantos años productivos. 

Ya lo había afirmado un reconocido filósofo cuando le preguntaron cómo se asume y perfecciona una profesión: "Es cierto -dijo- que la teoría se puede asimilar en los claustros de las universidades, a través de textos pertinentes a las materias de la disciplina deseada, (Y de hecho, los diplomas testimonian el hecho), pero siempre la experiencia será ocasión y aportará pruebas de que se es competente en ese oficio. De tal manera que, bien podríamos validar la expresión de que la práctica positiva hace al maestro". 

Ese fue el caso de Marbolleán, nuestro dentista empírico, no reconocido profesional por una Facultad, sino por su condición de autodidacta, más el aval de su experiencia probada y aceptada por el medio donde se desempeñó. Pero eso ahora es lo que menos importa. Lo válido ahora y lo meritorio es que fue capaz de desempeñar con eficiencia y éxito la profesión que adoptó por legítima vocación. A ciento quince años de su nacimiento en Gramalote, en el municipio original que se desestabilizó hace unos años, damos fe de que su vida fue meritoria, productiva y digna de alabanza, a pesar de los defectos o las deficiencias que como humano normal haya tenido.   

Me parece verlo ahí, en el patio de la casa, acomodándose los marcos grandes de sus gafas, para detallar mejor el producto de su trabajo, sosteniendo descuidadamente en sus labios cerrados el cigarrillo cuyo extremo se calcinaba larga e inútilmente hasta desplomarse. Cada vez que se derrumbaba la ceniza de su cigarro, se despojaba de sus gafas para dedicarnos una pausa y decirnos algo. Entonces dejaba la pieza dental sobre la mesa y se tomaba un receso para contarnos una historia o para dedicarnos alguno de sus dichos sabios que nos inculcaba también con sus actuaciones cotidianas, o sea, con su ejemplo. 

"Uno en la vida no debe ser ni corto ni perezoso". ---Nos decía, por ejemplo. Para que evitáramos dos males psicológicos, que perjudican gravemente nuestra productividad: La timidez y la pereza. Y, de hecho, él no fue ni lo uno ni lo otro. 

Recordaba acto seguido a nuestro tío Valentín, el hermano más adicto al cultivo de la tierra, a las faenas del Edén, como se llamaba la finca  paterna donde crecieron. Tras una épica jornada de labranza, el tío, conocido por sus ocurrencias flojas, se apostaba en una de las altas colinas que dominaban la casona, para desde allí pegar un grito cuyo eco parecía resonar en el mundo entero: "¡Nacionales -vociferaba- tengan el chocolate listo!" Es de recordar que tomar chocolate era celebración. Y brindar chocolate, batido por nuestra madre en el fogón de leña, y servido por las hermanas en tazas humeantes, era ofrenda ilustre para agasajar personajes. El tío Valentín era modelo, primero, del trabajador abnegado; y, segundo, genio y figura del humor y la simplicidad. Una forma visible de proporcionar lecciones morales sin teoría sobrante, sin palabras superfluas. Había entonces, como san José, dignificar el trabajo y hacerlo con gusto, sin quejumbres. Y reunirse en familia a celebrar la unidad familiar, a dar gracias por las bendiciones cotidianas de la tierra, eran formas respirables de nuestra fe cristiana. 

miércoles, 2 de julio de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (1) Marbolleán y el amuleto de la calavera


Don Marcos en sus años mozos
Nuestro padre, —Don Marcos para los vecinos, o Marbolleán para las letras, así no haya dejado muchas, (Aunque hubiera podido ser autor de libros: el talento respectivo no le era ajeno)—, mientras andaba y desandaba por su "operatoria", iba rotando en su mano y abrillantando una y otra vez la prótesis dental que entregaría al siguiente día. 

("Operatoria", así bautizó su sitio de trabajo donde artesanalmente manufacturaba sus prótesis dentales. Había aprendido el arte de la odontología observando y escuchando a un veterano en la materia, no titulado pero competente en sus labores, al cual le había entregado el préstamo de cien pesos que su mamá, doña Josefa Molina le había concedido, en un generoso gesto maternal deseando que se preparara bien para su porvenir, aprendiendo un arte. Hizo entonces contrato con ese dentista empírico, o tegua, como sin pena, lo describió en aquella ocasión cuando le preguntamos por los principios de su profesión, para que le transmitiera sus habilidades dentales, las cuales, a su vez, él había heredado de otro antecesor suyo, (otro "tegua", seguramente, que compartía sus saberes como una especie de económica tradición comercial. 

Entre otras cosas, de tan buen maestro, nuestro padre aprendió a forjar el oro para hacer puentes o encapsular dientes, para adecuar las bocas de tantos urgidos de sonrisas que mostrar o desesperados por sus muelas desahuciadas: Mentaría muchas veces con gratitud el nombre de ese personaje que lo encauzó por tal arte lucrativo de la dentistería, el tal Bruno Escalante, su maestro no titulado, insistiendo también, con cierto tono triunfal, que había llegado a ser un odontólogo empírico, —moldeado por la práctica y la tradición—, con una numerosa clientela satisfecha con su desempeño y agradecida con sus buenos trabajos. Muchos años después, cuando ya empolvados, colgaban nuestros diplomas de la pared, apuntaría con orgullo que gracias a las muelas había sacado a su numerosa familia adelante. Una hazaña por la cual lo mantendremos, para siempre, en el pedestal de nuestros más caros y gratos recuerdos, reconociendo su ingenio, su esfuerzo y esa admirable capacidad de trabajo que mantuvo más allá de sus 95 años, hasta esa noche, víspera de su muerte, cuando precisamente estuvo rotando entre sus manos y lustrando una de sus últimas prótesis dentales que esperaba entregar el día siguiente. 

Pero ahora, mucho antes de esa fatídica fecha del 2 de julio del 2025, enfundado en su clínica bata blanca, encorbatado, aspirando perezosamente un cigarrillo, va girando en su mano, ahí en su "operatoria", y pulimentando la pieza dental prometida para la mañana siguiente. Iba hasta la ventana a detallar el paso de los vecinos tan apreciados por él, deseando asimismo, al regresar hacia la entrada, la llegada de bocas con plata, necesitadas de su talento. 

Al no ver indicios de clientela, se devolvía a inspeccionar, frente al cancel de la ventana, su trajinada silla giratoria reclinable, ya de cuero arrugado a la cual sobaba afanoso con un trapo. Ojeaba de arriba abajo su espigada máquina de brazo, la máquina fresadora que enloquecía rotativamente los diminutas brocas, en su tarea estresante de batallar contra las caries; luego detallaba atento la mesita donde se perfilaban las dentuzas, los elevadores y otras herramientas de precisión destinadas a cantidad de procedimientos bucales. Detallaba, acto seguido, los trabajos ya terminados, de clientes que dilataban su decisión de estrenarlos por falta de billete.

Los pacientes en potencia, que venían por la calle y se aproximaban hasta la puerta a leer en la placa: Marco Antonio Botello – Dentista, habían sido atraídos por la publicidad de quienes ya habían experimentado las bondades de los trabajos dentales de nuestro padre. Claro que también se presentaban por motivo extremo de dolor de muelas y no tenían opción de elegir entre otros odontólogos ya que, por la época, no abundaban en la población. 

Una vez adentro, los candidatos a clientes, se entretenían analizando con respeto la silla, la fresadora y el intimidante instrumental. Luego se detenían a explorar, a través de los altos vidrios de una vitrina, una exhibición de dientes en tablillas, además de chapas en encías de yeso, como una especie de menú a pedir de boca.

Se desplegaban otros insumos dentales; pero, al final, se sobresaltaban al descubrir encima de la vitrina blanca, al pie de una enorme escultura de un perro acezante, una  calavera fantasmal, bien conservada. Y, en el acto, medio asustados por la evocación del más allá, le pedían explicaciones a nuestro padre, sobre quién había sido el decapitado y por qué conservaba ahí lo que debería mantenerse en un osario cerrado del cementerio. 

Él los calmaba con su charla franca y jocosa aduciendo que la calavera pertenecía a doña Raimunda, la buena madre suya, o sea, nuestra desconocida abuela, de memoria sacra, que lo motivó, de palabra, de obra y sin omisión, a que aprendiera el arte de la odontología, a diferencia de sus hermanos que no estudiaron y sí tuvieron que dedicarse al cuidado dócil de la tierra y, por lo tanto, no pasaron de ser sacrificados peones de la comarca. 

Parece ser que desde ese patrocinio maternal, nuestro padre, abrigó hacia nuestra nona un fuerte afecto de agradecimiento; tanto que, cuando ella murió, deseó tener consigo un recuerdo suyo muy personal, una especie de reliquia o de talismán de buena suerte, para atraer más y mejores clientes. Pero, tuvo que esperar, tras su triste partida, como unos diez años para obtener su venerada calavera. Estuvo pendiente entonces, cuando exhumaron sus restos, para quedarse con esa parte importante de su esqueleto, seguramente sin la aprobación del resto de sus hermanos. 

Nos acostumbramos a ver la calavera en su operatoria y conservamos la idea de que, a su manera excepcional, le estaba brindando a su benefactora una especie de reconocimiento por su apoyo y él mismo parecía sentirse como acompañado, de esa forma tan peculiar por ella. No sabemos con certeza si rezaría por ella, si evocaría su intercesión en las tareas dentales, si sería un rudo recordatorio de que debemos vivir cumpliendo nuestros sueños y tareas, pero sin ignorar el rudo final que nos aguarda.

No fueron pocos los intentos de nuestra madre y de muchos consejeros de la época, por persuadir a nuestro dentista de que depositara ese cráneo en un osario como medida de respeto hacia su benefactora. Siguió, de todos modos, llevando consigo la calavera como un talismán mortuorio, a todos los lugares donde podía montar su consultorio, que no fueron pocos, porque de verdad fue un dentista nómada que, a semejanza de muchos antepasados suyos, trashumaba de un lugar bueno a otro mejor en busca de más ingresos que redundaran en mayores condiciones de vida para los suyos.

Cuando llegó la pesarosa hora de depositar los restos de nuestro padre en la respectiva bóveda, estuvimos de acuerdo en que incluyéramos en el ataúd, para honrar la memoria de la abuela y acolitar la voluntad de su hijo, la bendita calavera. En cierto sentido, fue una solución inteligente de que los huesos de nuestro gran padre y el cráneo de nuestra abuela, continuaran habitando juntos. Hoy día todavía  siguen unidos en el osario de una iglesia, donde, en una atmósfera solemne, reciben la música y las oraciones de las misas, y ascienden los ecos de los tedeums y los responsos, hasta el infinito donde realmente se encuentran , abogando por su eternidad feliz. 

lunes, 14 de abril de 2025

¡TE HIZO A TI!

  "Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; ¡dadles vosotros de comer!"

 De pie, frente al Sagrario, un discípulo elevaba a Dios sus últimas quejas, casi a punto de abandonar su fe. Como un jeremías irreverente se lamentaba, a viva voz, de la supuesta inoperancia del corazón bondadoso de Dios, en estos términos: 

 "A mí me parece que tú, ¡Oh Dios misericordioso! ―gemía para sus adentros―, te muestras sordo y ciego ante tantos males, abusos y conflictos que abruman este mundo". 

"Con seguridad ―siguió murmurando ante el Santísimo―, si bajaras reencarnado otra vez del cielo y te ocuparas personalmente de obras imposibles para nosotros, como, por ejemplo, las de sanar enfermos, la de resucitar muertos, la de saciar con peces y panes a las multitudes; o la de imponer la paz total por toda la faz de la tierra, se acabaría la indiferencia hacia ti y aumentaría la fe en tu existencia". 

"Si así lo hicieras, —parecía concluir triunfante el devoto, con su osada propuesta— lógicamente, nuestra fe sería muy grande, te alabaríamos mejor y, además, predicaríamos entusiastas tu evangelio de vida eterna a todas las personas que, de inmediato, se volverían fieles devotos tuyos".

Sucedió entonces que Dios, (habituado desde siempre a las necias quejumbres de sus criaturas), le envió, como en los tiempos de los profetas, un emisario suyo, en la persona de otro seguidor de Cristo; al cual nuestro primer discípulo lo tenía en alta estima por ser buena gente, por sus altas virtudes, como, por ejemplo, la de gozar de buen oído y la de mantener gran curiosidad informativa por la conducta humana. Emergiendo entonces de entre las altas cortinas que rodeaban el Sagrario, desde donde venía espiando, se aproximó al hombre, que permanecía de pie, como el fariseo del templo y, tras saludarlo religiosamente, le comentó en tono comprensivo:

"Me doy cuenta de que estás muy indignado por la supuesta ineficacia de la omnipotencia de Dios ante el creciente número de desgracias y penalidades que asedian a la humanidad”.

Extrañado por la inesperada intromisión de su amigo, el hombre le preguntó en seguida si estaba de acuerdo en que Dios, "en quien hemos depositado toda nuestra fe, calla, permite y deja pasar, sin intervenir para mejorar el mundo".

Su amigo, sin responder a su pregunta y sin abandonar el buen genio, lo invitó a salir del templo, con ánimo de hablar sobre el asunto mientras daban un paseo y disfrutaban de la frescura y belleza del paisaje. Aceptando la invitación, alzó un pequeño morral donde llevaba viandas para su casa, se persignó de rapidez, y, tras media vuelta, buscó la salida. Camino a la puerta, en términos conciliadores, su amigo retomó la charla, diciéndole: 

“Creo que más bien tú supones que Dios calla, permite y deja pasar, sin intervenir para mejorar el mundo, como lo imaginaron aquel día los discípulos en la barca durante la tempestad en el mar de Galilea, mientras Jesús dormía. 

Una vez en el atrio del templo, creyeron estar seguros de las gracias de un sol pleno y de las bendiciones de la creación entera; pero, las cosas no se veían nada inspiradoras, porque el día estaba levemente lluvioso y sombrío. No obstante, los dos peregrinos recorrieron inicialmente unas calles angostas y empedradas de la aldea y, luego, enfilaron sus pasos peregrinos por un sendero ancho y espacioso, flanqueado unas veces por chozas, otras por árboles, a veces por nada. 

Al cabo de unos minutos de marcha, descubrieron en la nada del camino, a una niña desgreñada, andrajosa, hecha una sopa, que extendía sus manos suplicantes a quienes pasaban implorando de ellos el "amor de Dios" para salvarse de su miseria mortal. Pero, nadie se conmovía, nadie le ofrecía nada, todos pasaban de largo, sin reparar en ella. Fue una experiencia aterradora para el peregrino, el cual, con el corazón a punto de infartar, codeó al compañero, gritando: 

“¡Abre los ojos, amigo, y dame la razón: Estás observando cómo Dios, que lo ve todo, parece no importarle que la gente rehúse proporcionarle ropa, comida, albergue a esta niña que se está muriendo de hambre: debería enviarle desde el cielo, por lo menos, un ángel caritativo con un manto repleto de alimentos, ¡con un vestido para que...! —Y se interrumpió desfallecido por la decepción— ¡Definitivamente el caso de esta niña es humanamente insoluble, y él, consciente de eso, no hace nada! En cambio, si quiere que creamos en Él, en su amor, ¡en su Providencia!”.

Hubo un silencio tan profundo que hasta las gotas de la lluvia retumbaban al chocar contra el suelo. Fue cuando el amigo, como el profeta que "denuncia a su pueblo sus delitos y a la casa de Jacob sus pecados", le empezó a explicar las verdaderas exigencias de la misericordia divina ante la cual se doblega un corazón creyente. Pasó a decirle cómo la fe no se demuestra con meras palabras o puras oraciones ante el Santísimo, sino que asume forma y sustancia mediante la realidad de las obras. "Muéstrame tu fe muerta sin obras —le citó a Santiago—, que yo con mis obras, te probaré mi fe".

Pero el discípulo seguía enfadado y terco, sin atender razones teológicas, que no fueran las del apóstol Tomás, que exigía ver las obras de Dios para creer. Para él era Dios el que antes debía actuar directamente, cuando el prójimo experimentaba necesidades extremas que no podían seguramente satisfacer sus otros prójimos, como en el caso de la multiplicación de los panes, o de la resurrección de Lázaro o del hijo de la Viuda. Y alzando el rostro hacia el cielo, desafiante y rudo, exclamó al Infinito, al Omnipotente:

"¿Qué has hecho en el caso de esta niña y de su familia a punto de perecer?" Y se quedó como a la espera de una respuesta. Mientras tanto, le iba siendo oneroso el peso del morral con el mercado para la casa, e intentaba como descargarlo. Repitió de nuevo la pregunta, por si acaso la divina Providencia estuviera aparentando indiferencia. Fue cuando, inspirado providencialmente su amigo, le respondió en su lugar, diciéndole: "¡Claro que ha hecho algo! Ha hecho mucho: ¡Te ha hecho a ti!" 

El Espíritu que estuvo presente en la santificación del caos, el mismo que protagoniza las teofanías, que hace sabios a unos, y héroes a otros, que “llama a las cosas que no son para que sean”, hizo el resto en el corazón del discípulo.

Apenas oyó la frase “¡Te ha hecho a ti!”, regresó presuroso al lado de la chica, se despojó del morral, y lo depositó emocionado en sus brazos suplicantes. Con una sonrisa y sin palabras ella le expresó un gracias profundo, y, además, lo granjeó con un gesto de admiración hacia él primero; y luego hacia el Cielo que se iluminó con un relámpago.
 
Cuando sobrevino el trueno, el amigo del discípulo comprendió que Dios seguía “trabajando”, mediante las buenas acciones de sus embajadores, como lo ha hecho siempre y lo seguirá haciendo. En cuanto a su amigo, es seguro que no volverá a permanecer soberbio quejándose ante el Sagrario, sino más bien, de rodillas, "bendiciendo su nombre y cantando sus alabanzas", porque sus obras lo acompañan.
 

martes, 11 de febrero de 2025

FIDELIO SE VUELVE MUY VIEJO


Fidelio es un joven genial que marcha un poco perplejo por su mundo.  Y es precisamente a través de sus sueños enrevesados como revela sus inquietudes, sus anhelos, su mezcla, en fin, de sabias chifladuras e intensas pasiones por la vida. He aquí uno de ellos, que lo tuvo precisamente ahora en la celebración de los abuelos... ¡Analízalo!


Por Lebb

Fidelio se halló, de buenas a primeras, al pie de unas extensas colinas, casi desérticas, iluminadas de amarillo por unos rayos de sol poniente medio hundido en espesas nubes grises.

 Empezaba a sorprenderse de la soledad y de los aullidos del viento, cuando percibió a lo lejos unas figuras oscuras y encorvadas subiendo despacio y difícilmente hacia el sol, como trepando hacia su ocaso.  

Nuestro joven experimentó una extraña mezcla de terror y, a la vez, de melancolía. Esas siluetas se le antojaron moribundos que ascendían gimiendo hasta el elevado horizonte a morir dignamente acompañados por el sol.

 Y sí, efectivamente, eran ancianos esas sombras, pero estaban tan faltos de vigor que apenas avanzaban milímetros en su desesperada faena en pos del ocaso teñido de arreboles. Tanto fue el pesar de Fidelio y la fuerza mental en favor de los abuelos heroicos para que alcanzaran el sol, que cayó de rodillas sobre la hierba escasa y amarilla como cediendo a un peso insoportable de años infinitos de miseria y frustraciones.

 Se dio cuenta con horror que había entonces avejentado y que experimentaba en su humanidad los males severos de sus largos años. "Tengo sed", se quejó desesperado buscando en torno suyo, con ojos despavoridos dónde saciarla. 

No todo era tan malo para Fidelio en esta pesadilla, porque, descubrió enseguida, cerca de donde se hallaba postrado, un arroyo que bajaba serenamente desde las montañas. Se arrastró lo más ligero que pudo hasta su orilla y se inclinó entonces sobre el espejo del manantial a matar la sed no sin antes detallar horrorizado las hondas arrugas en su cara y sus manos esqueléticas. Sobrepuesto a la depresión de ver su cuerpo tan achacado sumergió furioso sus labios trémulos en el agua y tomó tanto que secó la fuente.  Luego, oyó en su interior una especie de orden: "¡Levántate y anda!" Obedeció lenta y sufridamente. Cuando ya se había levantado, alzó la vista y ya no detectó figuras oscuras y encorvadas subiendo despacio y difícilmente hacia el sol, como trepando hacia su ocaso.

Habían desaparecido todas esas sombras y él era el único que trepaba hacia el ocaso, a compartir la muerte del sol. Se le cuajaron las últimas lágrimas no más al salir de sus ojos porque andaba inmensamente solo, con apenas alientos de moverse, sin asomos de ilusión que no fuera el morirse desolado y rápido. Le dolieron en los huesos los recuerdos cuando disfrazado de Power Ranger correteaba por la estancia, saltando muros y blandiendo heroicamente su enorme espada de juguete. 

 Ahora, para su desespero, hasta el bastón se le escurría de las manos sudadas. Le crujían en los huesos los recuerdos cuando su padre lo encaramaba en las rodillas a contarle cuentos y a derrocharle caricias a la vista de la hermana mayor y de la madre, que celebraban la escena con chistes y amplias sonrisas.

Lo lastimaron, en fin, las imágenes luminosas de su juventud cuando rodeado de alegres amigos festejaban juntos los cumpleaños, las conquistas, los triunfos de un equipo, la Navidad y el año nuevo, o detallaban las crónicas del barrio, o se sobresaltaban con las noticias locas del mundo. 

No sabía precisamente si era gracia o desgracia haber superado en años a sus amigos ya sepultados. No sabía si había entendido alguna vez el sentido y la gracia de haber pasado por el mundo. Le pareció que había desperdiciado muchas posibilidades de protagonizar eventos importantes en el escenario de su historia.

 Tanto afectaron a nuestro anciano Fidelio, la mezcla de sus demoledores recuerdos y sus remordimientos, y tanta su vana longevidad, que no pudo alcanzar la cima de la montaña,  a compartir el ocaso del sol, que aparatosamente se derrumbó de bruces sobre la hierba. Quiso entonces voltearse hacia el cielo, porque siempre le habla gustado hacerlo, desde chico cuando se bebía los vientos y se calentaba, barriga arriba, contemplando el firmamento, pero, ahora, era incapaz de hacerlo. La corta hierba reseca le chuzaba los ojos, le cepillaba cruelmente las narices y le taponaba macabramente el escaso aire de los pulmones.

Doña Ruperta, la coautora de sus días, para fortuna suya, vino a recogerlo, a levantarlo, porque se había caído de la cama, precisamente de narices, enredado entre sus colchas. Menos mal que era duro de chatas y no más se le sumieron un poco no más.

 -¡Huy! madre, -Exclamó Fidelio, mientras se incorporaba- ¡Es muy duro llegar a viejo! ¡Terrible! ¡Insoportable!

Doña Ruperta se quedó pasmada, sin atinar a explicarse las palabras de su hijo. Sin embargo, se sonrió y lo ayudó a meterse de nuevo bajo las cobijas.

¡Te quiero, mi vieja, y te admiro y te felicito -le dijo exaltado finalmente- y te acompañaré hasta el final, amándote comprensivo hasta mucho más allá de tu ocaso.

 Ella no entendió eso del "ocaso", pero presumió que era una hermosa expresión y se retiró risueña imaginando que su bello y amado Fidelio había nacido para lograr muchas cosas en su vida y quizá también para ser un gran poeta.

 



viernes, 19 de abril de 2024

LA CONVERSIÓN AL PETRISMO Y LA APOSTASÍA DE DON PEPE

 Don Pepe, un ciudadano de sano perfil, se dejó convencer de que el petrismo humano era el cambio hacia la salvación bendita del país. 
"¡Combatiremos—le predicaron fogosos en la campaña electoral— la corrupción y los vicios de la actual democracia: Con el socialismo 
de nuestro venerado presidente  —agregaron, con la vehemencia de la primera línea—, vamos a tener una sociedad feliz donde todos compartiremos todo, a nadie faltará nada, el poder será nuestro, las riquezas serán mías y tuyas. Nadie estará arriba, nadie estará abajo. Todos viviremos sabroso”. Don Pepe, en el acto, entusiasmado hasta los huesos, se convirtió en petrista.

Lo más impactante ocurrió días después de su fanática conversión, cuando uno de los fervientes petristas se presentó risueño en la puerta de su casa, y lo saludó sospechosamente cariñoso:


—Compañero, don Pepe,-empezó diciendo—, ¡qué bien que tú y yo pertenezcamos al gobierno del cambio! Este pueblo y la nación en general, a la luz de la fe socialista, serán el paraíso, por cuanto aplicaremos sus principios, uno de los cuales, establece el imperativo de compartir con alegría lo que se posee con quien no tiene esa dicha, Y como tú tienes dos burros —continuó diciendo mientras miraba ansioso hacia el solar—, y yo no tengo ninguno, tú deberías compartir conmigo uno de ellos. Yo quedo muy contento. Tú quedas, el doble, porque hay 'más alegría en dar que en recibir'.


Pepe vaciló unos instantes porque no estaba entrenado para desprenderse de sus bienes así de fácil. Mucha plata le habían costado a él y a su mujer sus dos burros, que eran como socios claves de su empresa familiar; pero, para probar su lealtad a la ideología del caudillo, para que hubiera paz total con su vecino, terminó accediendo a sus pretensiones:


–Si eso es así, –le dijo dócilmente– ¡llévate uno!


Y el vecino, al instante, sonrió satisfecho, porque el socialismo había funcionado, a la perfección, para él. De inmediato, fue y enlazó feliz al mejor burro de los dos y se lo llevó corriendo a su casa, (tanto como el burro podía hacerlo, obviamente).


Al caer la tarde, la mujer de don Pepe volvió a la casa y, como es de suponerse, se dio cuenta de la ausencia del animal y, de una vez, puso su grito en el cielo, llamando a descargos al primer sospechoso de la desaparición del burro:


–Pepe, —lo interpeló— ¿Dónde está mi burro? Yo dejé esta mañana aquí dos burros... (O, ¿tres?) El tuyo está ahí, el de orejas más largas; el mío, ¿a dónde se fue?


Don Pepe, mirándola temeroso y con la sensación de haber sido mañosamente engañado, le refirió en detalle cuanto había pasado con el vecino socialista, de que con su dulzonería verbal en materia de compartir, de ser iguales en tenencias y ambiciones, lo había convencido de regalarle a él, supuesto pobre copartidario, uno de sus burros, a fin de que el generoso sistema pudiera proclamar sus ideales de armonía social perfecta, eliminando la explotación, superando el desequilibrio y transformando la sociedad de menesterosa y esclava en un reino de abundancia y libertad.


–¡Eso es pura m... –se contuvo y se corrigió– m...mera basura de palabras! Te han tumbado.


Sin embargo, don Pepe, todavía con fe partidista no desconfiaba completamente del vecino, deseaba creer que él había obrado por claros impulsos dogmáticos políticos y no por bajos instintos de un ladrón de burros. Entonces su mujer, como buena santandereana, captó por telepatía sus ondas cerebrales encontradas, es decir, se dio cuenta de que su marido ingenuo aún conservaba esperanzas de que las intenciones del vecino habían sido cristianas, y, por eso, le propuso:


–Si tanta es tu fe en esos bellos principios socialistas, pon a prueba entonces los dogmas petristas del vecino: Me consta que él tiene varias vacas allá en su establo, y nosotros no tenemos ninguna. ¡Ve, pues, devuélvele las lindas palabras de compartir con alegría y demás, y, enseguida, pídele que comparta también contigo una vaca!


Y así convino don Pepe, con la moral en alto, por efecto de sus ilusiones petristas. Fue entonces en seguida hasta su casa, lo saludó potencialmente cariñoso desde la puerta y, acto seguido, comenzó su discurso:


—¡Copartidario socialista! ¡La paz total esté contigo! —procuró ser muy convincente—,Como tú invocas los sueños de igualdad, los imperativos de compartir y otras pautas del bien común, quiero hacerte la solicitud de que, como tú posees varias vacas y yo no tengo ninguna, compartas conmigo, por lo menos, una de ellas.


Fue entonces cuando el vecino dejó escapar una risita burlona, y cínicamente le contestó: 


–¡No, compañero don Pepe! Es que no te había explicado completamente de qué manera se manejan íntimamente algunos principios dentro del sistema. Por ejemplo, —ahondando más en la ideología de nuestro estado socialista—, ese principio de compartir con quien no tiene, solamente funciona cuando se trata de burros. Por eso a mí me funcionó. Pero para ti no funciona, porque yo, por una parte, soy miembro importante del partido; y, por otra, tengo vacas y, por lo tanto, no estoy obligado a compartirlas.


Don Pepe se llevó entonces con frustración las dos manos a la cabeza como para contener un fuerte trauma en su cerebro. Quiso por un instante coger piedras para arrojarlas contra la casa del vecino mostrando con destrozos su descontento, como lo hacen las primeras líneas belicosas del partido. Pero se contuvo. Decidió que volverse delincuente no era opción para él.  Prefirió más bien masajearse iracundo los pocos pelos de la cabeza,  desconsolado:


¡Mucho burro yo, y este tipo tan vaca! —Murmuró. Y a continuación, agregó, en un intento desesperado por achicar el problema—. Entonces, amigo, hagamos una cosa. Por lo menos, devuélveme el burro, porque ese le pertenece a mi mujer. Y ella no es petrista.


—¡Eso tampoco se va a poder! —le repuso el vecino, con amenazante acento militar—; por una sencilla razón ideológica. Para nuestro movimiento progresista, el hecho de compartir y luego quitar, se considera una grave traición al Sistema. Es lógicamente un retroceso. Un hecho doloso que puede castigarse con cárcel, con multas o cosas peores! –Y, tras decir esto, le dio con la puerta en las narices.


Don Pepe, ahí en ese instante, volvió a tener la tentación de coger piedras para vengarse del vecino, pero, se contuvo nuevamente. Recordó y confirmó las palabras de su mujer. “¡Te han tumbado!”. Acertó a dar media vuelta, atontado, para regresar afligido a su casa. Había sido víctima de lobos locuaces con piel humana, abandonando su amor civil por la bella democracia, la cual, aun con sus naturales defectos, seguía siendo muy atractiva.


Apostató entonces de la falsa doctrina del cambio petrista para devolverse a sus creencias ciudadanas, haciendo entonces un franco propósito de enmienda antes de volver a la casa, a firmar la paz con la mujer acordando comprarle otro burro con algún préstamo o empeñando su vida. Enmienda sincera que consistía en volver a caminar derecho, a no creer en falsos redentores sociales y a salir en procesión ferviente por las calles, gritando con pancartas y consignas, exigiendo que la Democracia auténtica viva y no tenga cambios de reversa.