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martes, 28 de junio de 2016

A su madre le decían "loca, en cambio a la mía, le decían "santa"

Mi amigo y yo tuvimos madres y maestras ejemplares vivas para siempre en nuestros recuerdos... Él me contó de la suya, y yo también le conté las maravillas de la mía.

   "A mi madre la llamaban loca -me cuenta-, pero realmente no era loca de atar, ni de encerrar. Era maestra. Y aunque los críticos al verdadero maestro lo pueden tachar de loco, ella no hacía caso de las críticas locas. Seguía hablando diferente y actuando a veces en contravía del sentido supuestamente común". En cambio la mía, -le comentaba yo- no era de palabra abundante y filosófica. Era más bien callada y de camándula. Pero por ese abundante silencio y el desgrane monjil de cuentas, bien pudimos decretar su beatitud antes que el Vaticano. 

   La madre de mi amigo, cuando éste bordeaba los diez años, en momentos de inspiración filosófica, le aseguraba que los "ojos sirven para escuchar". Por supuesto, el muchachito no descifraba todavía el lenguaje simbólico o las metáforas de un sabio sospechando en su lugar que la mente de su progenitora hacía travesuras con el significado de las palabras. En cambio la mía, no engrudaba de omnisciencia nada, era simple y directa. Nos dejaba más bien a nosotros revolcar la semántica de las cosas, como por ejemplo que las orejas también sirven para ver. Ambas, como suelen hacer todas las madres, bendecían a la vida. La mía, además, era devota, consagrada al hogar, iba a Misa y alababa a Dios por su bondad absoluta.

   "Cuando mi madre -añadía mi amigo- se despertaba de buen humor se ponía a cantar: "Hoy me he puesto mi vestido de veinte años". Si se desperezaba al revés, la endecha era: "¡Estoy revestida de tiniebla!". Las comadres si la escuchaban sonreían compasivas susurrando entre ellas: "¡Es una loquilla!". La mía, siempre madrugaba con entusiasmo, vestida de fe y paciencia y a lo mejor cantando religioso o mejicano: "¡Cuatro milpas tan solo han quedado en el ranchito que era mío...!"

   A mi amigo se le humedece la mirada cuando rememora la última escena con ella en su lecho de muerte: Lo llamó entonces a su lado, le apretó fuerte las manos y lo aconsejó a su manera, diciéndole: "No tengas pena, hijo, porque la muerte en realidad no existe". Él pensó comprensivo que ella hablaba así, sin lógica, porque ya no coordinaba los pensamientos, pero no. Había sapiencia extrema en sus palabras terminales: Pero eso lo comprendería mucho más tarde, bajo el peso de sus cincuenta años, cuando abriera el diccionario de los significados existenciales y tradujera las enseñanzas maternales de antaño:
 
   "Podríamos tener hoy 20 años felices-concluye- y al día siguiente ochenta años tristes. Todo depende de nuestro estado de ánimo que le pone color a los cristales a través de los cuales miramos la vida. Los ojos sirven para escuchar porque uno debe mirar con atención y corazón a quien nos habla. Y la muerte no existe, porque sencillamente sólo está muerto lo que ya no importa, lo que ya no sirve, lo que ya no recuerdas. Y mi madre pesa todavía un mundo en mi existencia, sus enseñanzas aún son actuales y sus recuerdos vibrantes saltarán siempre ante mi vista dondequiera que vaya.

   A mi memoria vino también el momento trágico cuando estuve con mi madre agonizante en su lecho de hospital. Tras una breve sonrisa por mi presencia, se refirió a su grave estado, sin  proferir palabras trascendentales, sin solemnidad en su adiós postrero. Me quedé allí nomás confuso, sin sílabas coherentes, sin bendecirla, sin darle gracias, sin siquiera pedirle la bendición final. 

   Sin embargo, al igual que a mi amigo, sus enseñanzas vitales han marcado mi destino. Ella aún está en mi historia, puesto que sus recuerdos elocuentes resplandecen ante mis ojos a cada paso y me inspiran a cada rato. Las dos fueron madres excepcionales y maestras ejemplares. Y hemos venido a valorarlas en su justas dimensiones, cosa que no está bien, ahora cuando ya hay asomos de nieve en nuestros cabellos. 

   Mi amigo está dedicado ahora a las metáforas: es poeta. Y yo, al tablero: soy maestro. A él lo tildan en ocasiones de loco, por herencia materna. A mí, de santurrón, obviamente por no ser bien santo o bien loco.  Dos cosas muy semejantes.

2 comentarios:

  1. Para las madres el máximo honor, independientemente de sus virtudes o defectos.

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  2. UNA MADER HACE LO QJE SEA POR SUS HIJOS NO IMOORTA LO QUE LE DIGAN NI LO QUE PIENSEN DE ELLA UN ANA MADRE SIEMPRE VA A ESTAR PARA APOYAR, VALORAR QUERER Y ENSEÑARNA SUS HIJOS LO MEJOR PARA QUE NO SE VAYAN POR EL CAMINO DE EL MAL PARA QUE SUS HIJOS SIEMPRE TOMEN LAS MEJORES DECICIONES DE SU VIDA

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