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lunes, 14 de abril de 2025

¡TE HIZO A TI!

  "Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; ¡dadles vosotros de comer!"

 De pie, frente al Sagrario, un discípulo elevaba a Dios sus últimas quejas, casi a punto de abandonar su fe. Como un jeremías irreverente se lamentaba, a viva voz, de la supuesta inoperancia del corazón bondadoso de Dios, en estos términos: 

 "A mí me parece que tú, ¡Oh Dios misericordioso! ―gemía para sus adentros―, te muestras sordo y ciego ante tantos males, abusos y conflictos que abruman este mundo". 

"Con seguridad ―siguió murmurando ante el Santísimo―, si bajaras reencarnado otra vez del cielo y te ocuparas personalmente de obras imposibles para nosotros, como, por ejemplo, las de sanar enfermos, la de resucitar muertos, la de saciar con peces y panes a las multitudes; o la de imponer la paz total por toda la faz de la tierra, se acabaría la indiferencia hacia ti y aumentaría la fe en tu existencia". 

"Si así lo hicieras, —parecía concluir triunfante el devoto, con su osada propuesta— lógicamente, nuestra fe sería muy grande, te alabaríamos mejor y, además, predicaríamos entusiastas tu evangelio de vida eterna a todas las personas que, de inmediato, se volverían fieles devotos tuyos".

Sucedió entonces que Dios, (habituado desde siempre a las necias quejumbres de sus criaturas), le envió, como en los tiempos de los profetas, un emisario suyo, en la persona de otro seguidor de Cristo; al cual nuestro primer discípulo lo tenía en alta estima por ser buena gente, por sus altas virtudes, como, por ejemplo, la de gozar de buen oído y la de mantener gran curiosidad informativa por la conducta humana. Emergiendo entonces de entre las altas cortinas que rodeaban el Sagrario, desde donde venía espiando, se aproximó al hombre, que permanecía de pie, como el fariseo del templo y, tras saludarlo religiosamente, le comentó en tono comprensivo:

"Me doy cuenta de que estás muy indignado por la supuesta ineficacia de la omnipotencia de Dios ante el creciente número de desgracias y penalidades que asedian a la humanidad”.

Extrañado por la inesperada intromisión de su amigo, el hombre le preguntó en seguida si estaba de acuerdo en que Dios, "en quien hemos depositado toda nuestra fe, calla, permite y deja pasar, sin intervenir para mejorar el mundo".

Su amigo, sin responder a su pregunta y sin abandonar el buen genio, lo invitó a salir del templo, con ánimo de hablar sobre el asunto mientras daban un paseo y disfrutaban de la frescura y belleza del paisaje. Aceptando la invitación, alzó un pequeño morral donde llevaba viandas para su casa, se persignó de rapidez, y, tras media vuelta, buscó la salida. Camino a la puerta, en términos conciliadores, su amigo retomó la charla, diciéndole: 

“Creo que más bien tú supones que Dios calla, permite y deja pasar, sin intervenir para mejorar el mundo, como lo imaginaron aquel día los discípulos en la barca durante la tempestad en el mar de Galilea, mientras Jesús dormía. 

Una vez en el atrio del templo, creyeron estar seguros de las gracias de un sol pleno y de las bendiciones de la creación entera; pero, las cosas no se veían nada inspiradoras, porque el día estaba levemente lluvioso y sombrío. No obstante, los dos peregrinos recorrieron inicialmente unas calles angostas y empedradas de la aldea y, luego, enfilaron sus pasos peregrinos por un sendero ancho y espacioso, flanqueado unas veces por chozas, otras por árboles, a veces por nada. 

Al cabo de unos minutos de marcha, descubrieron en la nada del camino, a una niña desgreñada, andrajosa, hecha una sopa, que extendía sus manos suplicantes a quienes pasaban implorando de ellos el "amor de Dios" para salvarse de su miseria mortal. Pero, nadie se conmovía, nadie le ofrecía nada, todos pasaban de largo, sin reparar en ella. Fue una experiencia aterradora para el peregrino, el cual, con el corazón a punto de infartar, codeó al compañero, gritando: 

“¡Abre los ojos, amigo, y dame la razón: Estás observando cómo Dios, que lo ve todo, parece no importarle que la gente rehúse proporcionarle ropa, comida, albergue a esta niña que se está muriendo de hambre: debería enviarle desde el cielo, por lo menos, un ángel caritativo con un manto repleto de alimentos, ¡con un vestido para que...! —Y se interrumpió desfallecido por la decepción— ¡Definitivamente el caso de esta niña es humanamente insoluble, y él, consciente de eso, no hace nada! En cambio, si quiere que creamos en Él, en su amor, ¡en su Providencia!”.

Hubo un silencio tan profundo que hasta las gotas de la lluvia retumbaban al chocar contra el suelo. Fue cuando el amigo, como el profeta que "denuncia a su pueblo sus delitos y a la casa de Jacob sus pecados", le empezó a explicar las verdaderas exigencias de la misericordia divina ante la cual se doblega un corazón creyente. Pasó a decirle cómo la fe no se demuestra con meras palabras o puras oraciones ante el Santísimo, sino que asume forma y sustancia mediante la realidad de las obras. "Muéstrame tu fe muerta sin obras —le citó a Santiago—, que yo con mis obras, te probaré mi fe".

Pero el discípulo seguía enfadado y terco, sin atender razones teológicas, que no fueran las del apóstol Tomás, que exigía ver las obras de Dios para creer. Para él era Dios el que antes debía actuar directamente, cuando el prójimo experimentaba necesidades extremas que no podían seguramente satisfacer sus otros prójimos, como en el caso de la multiplicación de los panes, o de la resurrección de Lázaro o del hijo de la Viuda. Y alzando el rostro hacia el cielo, desafiante y rudo, exclamó al Infinito, al Omnipotente:

"¿Qué has hecho en el caso de esta niña y de su familia a punto de perecer?" Y se quedó como a la espera de una respuesta. Mientras tanto, le iba siendo oneroso el peso del morral con el mercado para la casa, e intentaba como descargarlo. Repitió de nuevo la pregunta, por si acaso la divina Providencia estuviera aparentando indiferencia. Fue cuando, inspirado providencialmente su amigo, le respondió en su lugar, diciéndole: "¡Claro que ha hecho algo! Ha hecho mucho: ¡Te ha hecho a ti!" 

El Espíritu que estuvo presente en la santificación del caos, el mismo que protagoniza las teofanías, que hace sabios a unos, y héroes a otros, que “llama a las cosas que no son para que sean”, hizo el resto en el corazón del discípulo.

Apenas oyó la frase “¡Te ha hecho a ti!”, regresó presuroso al lado de la chica, se despojó del morral, y lo depositó emocionado en sus brazos suplicantes. Con una sonrisa y sin palabras ella le expresó un gracias profundo, y, además, lo granjeó con un gesto de admiración hacia él primero; y luego hacia el Cielo que se iluminó con un relámpago.
 
Cuando sobrevino el trueno, el amigo del discípulo comprendió que Dios seguía “trabajando”, mediante las buenas acciones de sus embajadores, como lo ha hecho siempre y lo seguirá haciendo. En cuanto a su amigo, es seguro que no volverá a permanecer soberbio quejándose ante el Sagrario, sino más bien, de rodillas, "bendiciendo su nombre y cantando sus alabanzas", porque sus obras lo acompañan.
 

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