Don Pepe, un ciudadano de sano perfil, se dejó convencer de que
el petrismo humano era el cambio hacia la salvación bendita del país.
"¡Combatiremos—le predicaron fogosos en la campaña electoral— la corrupción y los vicios de la actual democracia: Con el socialismo de nuestro venerado presidente —agregaron, con la vehemencia de la primera línea—, vamos a tener una sociedad feliz donde todos compartiremos todo, a nadie
faltará nada, el poder será nuestro, las riquezas serán mías y tuyas. Nadie
estará arriba, nadie estará abajo. Todos viviremos sabroso”. Don Pepe, en el acto, entusiasmado hasta los huesos, se convirtió en petrista.
Lo más impactante ocurrió días después de su fanática conversión, cuando uno de los fervientes petristas se presentó risueño en la puerta de su casa, y lo saludó sospechosamente
cariñoso:
—Compañero, don Pepe,-empezó diciendo—, ¡qué bien que tú y yo pertenezcamos al gobierno del cambio! Este pueblo y la nación en
general, a la luz de la fe socialista, serán el paraíso, por cuanto aplicaremos
sus principios, uno de los cuales, establece el imperativo de
compartir con alegría lo que se posee con quien no tiene esa dicha, Y como tú
tienes dos burros —continuó diciendo mientras miraba ansioso hacia el solar—, y
yo no tengo ninguno, tú deberías compartir conmigo uno de ellos. Yo quedo muy contento. Tú quedas, el doble, porque hay 'más alegría en dar que en recibir'.
Pepe
vaciló unos instantes porque no estaba entrenado para desprenderse de sus
bienes así de fácil. Mucha plata le habían costado a él y a su mujer sus dos burros, que eran como socios claves de
su empresa familiar; pero, para probar su lealtad a la ideología del caudillo, para que hubiera paz total con su vecino, terminó accediendo a sus pretensiones:
–Si eso
es así, –le dijo dócilmente– ¡llévate uno!
Y el vecino, al instante, sonrió satisfecho, porque el socialismo había funcionado, a la perfección, para él. De inmediato, fue y enlazó feliz al mejor burro de los dos y se lo llevó corriendo a su casa, (tanto como el burro podía hacerlo, obviamente).
Al caer
la tarde, la mujer de don Pepe volvió a la casa y, como es de suponerse, se dio
cuenta de la ausencia del animal y, de una vez, puso su grito en el cielo, llamando
a descargos al primer sospechoso de la desaparición del burro:
–Pepe, —lo interpeló— ¿Dónde está mi burro? Yo dejé esta mañana aquí dos burros... (O, ¿tres?) El
tuyo está ahí, el de orejas más largas; el mío, ¿a dónde se fue?
Don Pepe,
mirándola temeroso y con la sensación de haber sido mañosamente engañado,
le refirió en detalle cuanto había pasado con el vecino socialista, de que con
su dulzonería verbal en materia de compartir, de ser iguales en tenencias y
ambiciones, lo había convencido de regalarle a él, supuesto pobre copartidario, uno de
sus burros, a fin de que el generoso sistema pudiera proclamar sus
ideales de armonía social perfecta, eliminando la explotación, superando el
desequilibrio y transformando la sociedad de menesterosa y esclava en un reino
de abundancia y libertad.
–¡Eso
es pura m... –se contuvo y se corrigió– m...mera basura de palabras! Te han tumbado.
Sin embargo, don Pepe, todavía con fe partidista no desconfiaba completamente del vecino, deseaba creer que él había obrado por claros impulsos dogmáticos políticos y no por bajos instintos de un ladrón de burros. Entonces su mujer, como buena santandereana, captó por telepatía sus ondas cerebrales encontradas, es decir, se dio cuenta de que su marido ingenuo aún conservaba esperanzas de que las intenciones del vecino habían sido cristianas, y, por eso, le propuso:
–Si tanta es tu fe en esos bellos principios socialistas, pon a
prueba entonces los dogmas petristas del vecino: Me consta que él tiene varias vacas allá en su establo, y
nosotros no tenemos ninguna. ¡Ve, pues, devuélvele las lindas palabras de
compartir con alegría y demás, y, enseguida, pídele que comparta también contigo una vaca!
Y así convino don Pepe, con la moral en alto, por efecto de sus ilusiones petristas. Fue entonces en seguida hasta su casa, lo saludó potencialmente cariñoso desde la puerta y, acto
seguido, comenzó su discurso:
—¡Copartidario
socialista! ¡La paz total esté contigo! —procuró ser muy convincente—,Como tú invocas los sueños de igualdad, los imperativos de compartir
y otras pautas del bien común, quiero hacerte la solicitud de que, como tú posees varias vacas y yo
no tengo ninguna, compartas conmigo, por lo menos, una de ellas.
Fue entonces cuando el vecino dejó escapar una risita burlona, y cínicamente le contestó:
–¡No,
compañero don Pepe! Es que no te había
explicado completamente de qué manera se manejan íntimamente algunos principios
dentro del sistema. Por ejemplo, —ahondando más en la ideología de nuestro estado socialista—, ese principio de compartir con
quien no tiene, solamente funciona cuando se trata de burros. Por eso a mí me funcionó. Pero para ti no funciona, porque yo, por una parte, soy miembro importante del partido; y, por otra, tengo vacas y, por lo tanto, no estoy obligado a compartirlas.
Don Pepe se
llevó entonces con frustración las dos manos a la cabeza como para contener un fuerte trauma en su cerebro. Quiso por un instante coger piedras para arrojarlas contra la casa del vecino mostrando con destrozos su descontento, como lo hacen las primeras líneas belicosas del partido. Pero se contuvo. Decidió que volverse delincuente no era opción para él. Prefirió más bien masajearse iracundo los pocos pelos de la cabeza, desconsolado:
—¡Mucho burro yo, y este tipo tan vaca! —Murmuró. Y a continuación, agregó, en un intento desesperado por achicar el problema—. Entonces, amigo, hagamos una cosa. Por lo menos, devuélveme el burro, porque ese le pertenece a mi mujer. Y ella no es petrista.
—¡Eso
tampoco se va a poder! —le repuso el vecino, con amenazante acento militar—; por una sencilla razón ideológica. Para nuestro movimiento progresista, el hecho de compartir y luego quitar, se considera una grave traición al
Sistema. Es lógicamente un retroceso. Un hecho doloso que puede castigarse con cárcel, con multas o cosas peores!
–Y, tras decir esto, le dio con la puerta en las narices.
Don Pepe, ahí en ese instante, volvió a tener la tentación de coger piedras para vengarse del vecino, pero, se contuvo nuevamente. Recordó y confirmó las palabras de su mujer. “¡Te han tumbado!”. Acertó a dar media vuelta, atontado, para regresar afligido a su casa. Había sido víctima
de lobos locuaces con piel humana, abandonando su amor civil por la bella democracia, la cual, aun con sus naturales defectos, seguía siendo muy atractiva.
Apostató entonces de la falsa doctrina del cambio petrista para devolverse a sus creencias ciudadanas, haciendo entonces un franco propósito de enmienda antes de volver a la casa, a firmar la paz con la mujer acordando comprarle otro burro con algún préstamo o empeñando su vida. Enmienda sincera que consistía en volver a caminar derecho, a no creer en falsos redentores sociales y a salir en procesión ferviente por las calles, gritando con pancartas y consignas, exigiendo que la Democracia auténtica viva y no tenga cambios de reversa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario