Comprobado que nadie está contento con lo que tiene. Con todo, las historias repetidas enseñan que cada quien posee el capital preciso para triunfar
A mi tio Valentín, sin haberlo conocido personalmente, lo he elevado en mi mente a la gloria de los grandes personajes, según lo que de él contaba mi padre. Nada letrado, todo sencillo y natural, como las aves del cielo o las cabras del monte; nada afanado por escuela, ni por arte, ni por prestigio ni por tesoros mundanales; todo dedicado a los sentidos rectos y a los afectos campechanos. Precisamente por esto, por su forma espontánea de ser, instauró un estilo peculiar en la familia. Muestra de ello, esa maña suya, al atardecer, tras una jornada extenuante de sol y de surcos, la de apostarse allá arriba en una de las lomas que miraba hacia la casa de campo, a gritar a pulmón abierto: "¡Nacionales, tengan el chocolate listo!"
Por su palabra rápida y ocurrente, quizá por su pasión de protagonizar las charlas familiares en torno a la mesa, bajo la luz oscura de lámparas de aceite, lo consideramos el narrador elegido para que nos entretenga con historias de vida simples e interesantes, como ésta de un conejito que vivía en el bosque, con todos los demás animales, todo lindo él y tal vez inteligente, pero que tenía un grave trauma psicológico: no era feliz.
Pero dejemos que sea él, mi inolvidable y fabuloso tío Valentín, quien continúe el relato.
Hubo una vez, como les venía diciendo, -y sorbía de la taza con denso placer campesino el chocolate espeso, (un enorme pedazo de queso de hoja y una arepa que se salia del plato esperaban su turno)- hubo una vez un lindo conejito en un bosque lejano que se encontraba muy triste y deprimido porque era chiquito y no podía defenderse de los demás y porque también había nacido, en un claro contraste con la naturaleza, con las orejas muy cortas. Un defecto que, cuando él se miraba en los espejos de un arroyo cristalino que por allí fluía lentamente, le recordaba un complejo de inferioridad insuperable desde que tenía uso de razón. (Los conejos y demás animales en este cuento ya cuentan con uso de razón).
Al conejito orejicorto le hubiera encantado ser un león con sus zarpas, su melena y su fuerza. Soñaba en vano también con haber sido un tigre con su rapidez y destreza. Ansiaba con el hocico salpicado de lágrimas, llegar a ser un oso monumental, ante el cual el bosque se postrara respetuoso a su paso. Pero en vez de eso, -y golpeaba despechado el pasto con sus felpudas traseras-, era un minúsculo conejo indefenso al cual quien quisiera podía lastimar.
Por solidaridad natural todos los animales que lo conocian y apreciaban andaban alarmados con su comportamiento que ya rayaba en lo neurótico según el psiquiatra del bosque, un viejo búho que se la pasaba meditando arriba de un árbol no haciendo nada pero fijándose en todo el mundo.
Pero como en este tierra no faltan los consultores gratuitos un azulejo se le acercó en esos momentos, cuando el conejito acariciaba furioso el pasto con sus pezuñas, y le preguntó cuál era la causa de su berrinche. El conejito le respondió que estaba muy triste y decepcionado con la vida, que nadie lo quería, que estaba solo e indefenso en el mundo y que más bien, para solucionar sus problemas, se iba a botar al arroyo.
El azulejo volteó la vista hacia el tímido arroyuelo y sonrió para sus adentros (porque si lo hubiera hecho para afuera el conejito lo hubiera matado. Tanto era su coraje). Mientras sonreía entonces para sus adentros, el ave fingió comprensión y ternura, y como hacen los psicólogos, empezó a preguntarle por la mamá conejo, el papá conejo y toda la familia conejo, hasta que el paciente, a punta de respuestas, describió no sólo su genealogía conejil sino también la de sus vecinos y todos sus internos males. Ya al final, cuando el conejito estaba cansado de hablar, el azulejo que algo había aprendido en su corta vida, le aconsejo que no se quedara ahí desplomado, que más bien fuera a buscar ayuda profesional donde un sabio mago que vivía, subiendo y bajando varias montañas, a varias lunas de allí, para que él tratara de orientarle la vida o por lo menos le aplicara una inyección contra la depresión.
Ni corto ni perezoso, el conejito se secó las lágrimas, se sonó las narices, respiró profundo y se puso en marcha hacia la supuesta montaña donde residía el supuesto mago. Al dar el primer brinco, se volvió hacia el azulejo y lo miró con ojos agradecidos, pero también con dudas y pereza, como diciéndose. "¿Yo... subir una, dos, tres montañas? ¡Ni porque fuera un canguro!"
Ya para entonces casi toda la comunidad de animales rodeaba a la avecilla que había asesorado certeramente al conejito acomplejado. Éste, viendo entonces a esa multitud que respaldaba sus intenciones de ponerse en camino, sin darle largas al asunto, retomó sus brinquitos hacia el norte, hacia donde se recortaba contra un cielo muy azul con pintas blancas una escalera de montañas impresionantes que parecían colgar del infinito.
Como le advirtió el azulejo, el conejo tuvo que brincar muchos días y muchas noches, tuvo que padecer lunas insomnes y resistir soles calcinantes, hasta que por fin, acabadas todas las montañas, arribó a una caverna oscura y silenciosa donde habitaba en su sabia soledad y en su divino silencio un mago supuestamente todopoderoso, ante él cual, sin mediar protocolos o descansos, el conejito se inclinó a modo de saludo y le expuso el motivo principal de su visita.
Para su sorpresa el mago no pareció detallar su presencia ahondando todavía más el complejo de inferioridad de nuestro angustiado conejito. Se acercó entonces al mago y le alzó las pezuñas hasta la cara logrando que el hombre reaccionara como cuando a uno se le para una mosca en la cara.
Una vez concluida la enumeración de sus males el mago sonrió para sus adentros. Y como quien quiere quitarse de encima a alguien tedioso le dijo que para hacerle el milagro de convertirlo en tigre, en oso, o en cualquier otro imponente animal tendría que regresar al bosque de donde había venido y traerle las pieles de un cocodrilo, de una serpiente y de un mono. "Esto le llevará todo el resto de su vida, sin ocuparse de complejos tontos" -imaginó el mago-. Imaginó mal porque apenas acabó de hablar se puso en camino de regreso.
De nuevo entre los suyos el conejo les expuso las exigencias del mago. Fue entonces cuando, para sorpresa suya, el cocodrilo, el mono y la serpiente le dijeron al conejito que, por la amistad y el aprecio que le tenían, le prestaban sus respectivas pieles para que se las llevara al mago.
Cruzó nuevamente las montañas y se presentó ante el mago que no podia creer lo que veía. Pero como debía cumplir su parte, le contó el cuento del ratón que él había cambiado en gato, en perro, en tigre y nuevamente en ratón, en vano, porque las transformaciones verdaderas suceden al interior de los corazones. Finalmente se le acercó, le impuso las manos, le dió un brebaje para que le crecieran las orejas, pero no lo hizo tigre, ni oso ni león. "¡Tú eres bueno -le dijo- pequeño pero adorable. Tienes amigos que te aprecian y sacrifican por ti. Pronto tendrás orejas largas como alarmas contra tus enemigos. Pero realmente tienes lo necesario para ser feliz como eres y con lo que tienes!" Al conejito se le aguaron los ojos felices y agradeciendo al mago volvió brincando donde los suyos ya sin penas y sin complejos.