Por Lebb
Salimos vivos de aquellos regímenes escolares cuyos maestros asumían a la letra sus roles de segundos padres con licencia para exigir y castigar a la moda, como hacían nuestros mayores en las casas, y aun "mejor"
Mi espigada maestra, de rostro crítico y pupilas severas, entró al salón como un rayo y saltando a la tarima, junto a su escritorio, delante del tablero, alzó su voz aguda exigiendo la atención de todo el mundo.
Como por embrujo, el recio barullo de nosotros se transformó en un silencio de muertos. Muertos que nos pusimos firmes allí, al lado de los bancos, pendientes de la continuación de sus palabras.
Tomando entonces con la derecha una regla corpulenta que estaba sobre la mesa, empezó a darle pausados golpes contra su izquierda. Luego pasó a hacerle caricias con su tacto refinado a los huequitos que tenía en su superficie mientras iba recalcando a semejanza de un dictador las normas escolares que debíamos saber bien de memoria y que, sobre todo, debíamos obedecer so pena de ser aleccionados a la brava, con regaños, penitencias, incluso con los abrasivos golpes de esa temible férula que sostenía entre sus manos.
Ciertamente nuestros maestros habían asumido muy en serio la licencia de disciplinarnos como unos segundos padres, y, en consecuencia, se apersonaron de los instrumentos correctivos que nos aplicaban cada vez que nos desviábamos un poco. Era común entonces probar los coscorrones, los pellizcos, aguantar gritos o hacer penitencia, reparación y expiación. Nos tocó arrodillarnos encima de los pupitres con los brazos en cruz, o en la mitad del patio, barrer el salón o recoger papeles.
En aquella terrible ocasión, para escarmiento mío y de mis compañeros, la maestra, una vez acabado el sermón, pronunció mi nombre, no con el cariño que yo esperaba ni con la alegría contagiosa de una buena nota, sino con el tono propio del juez severo que vocifera una sentencia de muerte:
"¡Pase aquí adelante––me ordenó–– Ha fomentado la indisciplina en las clases, jugando y hablando. Parece que no entiende las normas. Pero yo sé --y aquí agitó la férula-- de un método muy efectivo para que las entienda mejor"
El salón se impregnó de un temor profundo, pues era inminente la ejecución de un castigo metodológico sobre mi apellido que me "explicaría" mejor la importancia de la disciplina en la Escuela y serviría de ejemplo. Para colmo de males, en ese curso había un chico gordito, tenaz en insultos y obstinado en buscarme pleito en todas partes, que seguramente iba a disfrutar, risueño y feliz, mi tortura frente a la clase.
Una vez al frente, mi supuesta segunda madre, me pidió que extendiera una tras otra las palmas de las manos para recibir el pago por mis delitos escolares que, normalmente, en casos benignos, eran dos solemnes ferulazos. Cuando extendí la primera mano mis compañeros en pleno fijaron sus ojos más que todo en mi cara a ver qué muecas hacía, creo que con sentimientos humillantes de compasión como seguramente abriga una multitud por un pobre delincuente en el patíbulo. Fue cuando en una súbita decisión delincuencial retiré la palma cuando ya la regla venía en su carrera, pasando de largo y casi golpeando las rodillas de la maestra. Furiosa como es de imaginarse me dobló la ración de ferulazos.
Y otra vez, se repitió el acto: Se elevaron entonces por los aires, unas tras otras, las violentas notas de la férula al contacto con mis manos, sin que yo expresara el más mínimo ¡ay! o arrugara levemente la cara. No iba a darle gusto a nadie con gestos de mal mártir, menos a ese gordito aplicado a fastidiarme a toda hora.
Los "casposos" como nosotros, por tradición y ejemplo, no llorábamos ni hacíamos visajes de dolor, de debilidad ni de contrición frente a la reprimenda. Por más que ardieran nuestras manos, volvíamos al puesto frescos y con la frente en alto. Sabía Dios, sin embargo, que por acción de la férula las palmas hervían a cien grados centígrados y que nuestra autoestima, (lo que más dolía), andaba cabizbaja.
Pero la historia que iba a contar comienza aquí. Después de almuerzo, hacia las dos, el mencionado chico gordito perseguidor, aprovechó la tarde deportiva de la escuela en la cancha del pueblo, para satirizar mis pesares y
mis escasas bellezas exteriores.
Tanto me mortificó, tanto se excedió conmigo que, en un arranque revolucionario, en un éxtasis de libertador, fui consciente de que yo era capaz de cambiar el mundo, por lo menos mi mundo. Fue entonces, cuando, impactado por su último empujón, eché hacia atrás mi brazo para almacenar la mayor adrenalina posible. Acto seguido, la descargué en su humanidad, en forma de gancho con la violencia de un proyectil, tan demoledor, que el gordito acosador, a pesar de sus muchos kilos, trastabilló hacia atrás desplomándose aparatosamente sobre el pasto.
Y ahí se quedó tirado mi antiguo acosador, rodeado de mis asombrados compañeros, gimiendo como un bebé desvalido, pidiendo a Dios que no le siguiera pegando. Y así de sencillo, fue como YO MISMO ME LIBERÉ DEL MATONEO.
Días más tarde, al cabo de los diálogos protocolarios coordinados por la maestra, el gordito y yo terminamos firmando la paz y siendo muy buenos amigos.
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