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lunes, 2 de septiembre de 2013

OPTANDO POR LOS AUMENTATIVOS

Con el propósito de incrementar la autoestima, ––potenciador de los logros humanos–– y apreciar mejor las gracias de la vida 


Por lebb (Editorial de El Observador 22)

  Entre las mañas buenas y curiosas de un inolvidable párroco, que legaron herencia de sonrisas y buen ánimo a las " ovejas" de su grey, recuerdo ahora una que nos ayudó a modificar jocosamente la forma de valorar la gente y al mundo a nuestro alrededor.

  Poco amigo de los diminutivos, nada permisivo con los gestos de apocar a las personas y a cuanto a ellas se refería, bregaba siempre por aplicarle a todas las cosas, así sonara a veces chistoso, la lupa de los aumentativos.

 Línea similar de actitud optimista trazó mi padre. Y la observábamos como factor de aprendizaje nosotros sus naturales discípulos cuando, recostado en un taburete junto a la puerta de la casa, a merced de la seductora brisa vespertina, pronunciaba una de sus habituales frases dotadas de buen genio: "¡Ah, ––suspiraba risueño––, esto no es vida, esto es un VIDÓN" (No confundir con "Bidón").

  Indudablemente, eran lecciones breves de un maestro sencillo, convincente, que nos empujaban a valorar en su magnitud práctica las opulentas gracias de la vida.

  Y, (sin salirme del tema), algo semejante y fabuloso pasó en aquella asamblea amistosa de legumbres (Esto sí es cuento), legumbres tiernas y muy positivas, quienes movidas por un disparatado amor propio, bromeaban haciendo planes para un futuro genial, si acaso lo permitía la ensalada del día o la del siguiente. Uno de ellos, el tomate, de mayor iniciativa, brincaba entonces hasta el borde de la ensaladera donde se hallaban platicando, y vociferaba: "Yo tengo un sueño: cuando sea grande,  seré un tomatón!" En el acto brincaba también a su lado la lechuga, fresca como es lógico pensar, la cual, con vocecilla inferior, declamaba: : "¡Yo también tengo un sueño: Yo seré un lechugón!" Su compañero, el tomatón en potencia, silbó fuerte en señal de aprobación.

  Pero abajo, en el fondo de la fuente, se quedaba sin ganas de saltar nada menos que el huevo. Sus compañeros desde arriba lo interrogaron con la mirada. El huevo, entonces, entre amargado y sin corazón, se quejó diciendo: "¡No sean tan pingos, mano, --él era santandereano-- mejor juguemos a otra cosa!"

  Los comentaristas del episodio anterior se divierten opinando que la autoestima de los primeros (manifestada en los aumentativos) se constituía no sólo en resorte de sus saltos presentes, sino también en potenciador de sus posibles proyectos futuros. Mientras que para el tercero, o sea el huevo, la falta de fe y confianza en sí mismo le impedían no sólo brincar, sino que también vaciaban su interior prematuramente de sus justos ideales de grandeza.

  Y a propósito de grandeza: recuerdo que recién publicado uno de los primeros números del OBSERVADOR, un colega a quien se lo ofrecí personalmente, hizo que le facilitara un ejemplar. Tomándose todo el tiempo del mundo empezó a tentarlo con la yema de sus dedos, hoja tras hoja. Al término del conteo, devolviéndome brúscamente el periódico, me miró con ojos de experto economista y sentenció: "¡Este periodiquito vale por ahí, bien pago, unos setenta pesitos!"

  Desde luego aquella valoración con diminutivos incluidos fue un arma química que arremetió contra mi autoestima,  pero sin lograr envenenar mis pretensiones de sacar adelante el proyecto. Por el contrario, sirvió de entrenamiento y de "motivación" para poder soportar después otros muchos sinsabores que no es del caso citar en este instante.

  Y ya para concluir debo remitirme al comienzo de este artículo cuando me refería al párroco que abusaba cariñosamente de los aumentativos. Pues bien. Resulta que una noche, para poder resaltar las calidades de una película en el último día de su presentación, tomó entusiasta el micrófono y pregonó desde la torre de la Iglesia: "¡Gancho y más gancho para ayudar a la construcción del templo: dos personas con una boleta. Para que no se pierdan esta extraordinaria PELICULONA!".

  Lo comprendimos entonces, lo perdonamos y lo quisimos, porque resaltar valores, bendecir la vida, emocionarse con los bienes del universo comportan ciertos riesgos y tentaciones, pero ameritan amor. Pero bien vale la pena, amigos lectores, asumir resueltamente la actitud redentora de optar por los aumentativos. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

TODAS LAS MUJERES SON BELLAS


Por Lebb

   Cuentan que una vez don Sórdido Ardila hablaba con Sórdino Villadiego sobre temas comunes de la vida popular cuando en esas  una señora muy aseñorada pasó por el frente de ellos llevando de la mano una doncella volantona de belleza incipiente pero forzada, escena ante la cual don Sordino le comentó a la señora refiriéndose a la chica y haciéndose el admirado y en son de piropo:

--"¡Cuídele la señora!". Fórmula que caló bien en el ánimo de aquella, tanto que acarició a don Sordino con una sonrisa orgullosa.

    Pero como nada puede ser perfecto en este mundo, a don Sordino le picó el gusano de hacer un comentario adicional e inapropiado.  Y lo hizo en tono bajo para que lo escuchara el Secreto:

  --"Sí, claro, para que no se vuelva más feíta"

  Para su desgracia, también escuchó la tal señora aseñorada la blasfemia del impertinente, y entonces, volviéndose furiosa se le acercó como un huracán y, en defensa de la honrosa belleza de la hija, le plantó sonora la mano en la cara con la ira más bestial.

  Don Sordino no se sintió ya más de este mundo. Alcanzó sin embargo a proferir entre rezos una promesa de cuyo contenido supieron las paredes:

 "¡Jamás volveré a decirle feíta a mujer alguna, así se lo merezca. Y mucho menos a una hija delante de la suegra!

UNA "INOCENTE" PECADORA SE CONFIESA


El mayor pecado es el de OMISIÓN


Por Lebb

Una vez llegó al confesionario una linda penitente sin fe y sin remordimiento de nada que le manifestó al sacerdote que ella, además de pura belleza, no tenía ningún pecado porque no había hecho nada malo a nadie.

 Fue cuando, para su sorpresa, el confesor le replicó que precisamente no hacer nada por los demás es uno de los mayores pecados que pueda cometer el ser humano: "porque quien pudiendo hacer el bien y no lo hace, comete pecado por omisión", le aclaró citando a un célebre apóstol.

La muchacha se quedó pasmada un instante pero en seguida respondió que no estaba obligada a dar porque en su vida había recibido bien poco de sus padres y hermanos. Pero el cura la atacó de nuevo citando palabras de otra celebridad según las cuales todos estamos obligados a ponernos al servicio de los demás con los talentos multiformes que hayamos recibido. Pero la chica alegó otra vez que no le constaba haber recibido gracias o dones de nadie y que por lo mismo y tanto no estaba obligada a ayudar a nadie.

Pero el cura, como obstinado guerrero espiritual, contraatacó diciéndole a la falsa penitente que también su Maestro había curado a los ciegos que no veían nada bueno a su alrededor ni personas, animales o cosas que les hubieran hecho más grata y feliz la vida. La joven por fín guardó silencio y se sintió más bien ciega y paralítica, pecadora y moribunda. Poniéndose entonces la mano en el pecho bajó la vista y exclamó: "¡Yo pecadora me confieso..."

 El cura enseguida trazó en el aire una gran cruz orando para sus adentros: "¡Señor, haz que tus hijos veamos!"