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miércoles, 17 de abril de 2013

No tantos conceptos, interesa más bien...

“APRENDER A QUERER Y A VIVIR”

Cuando la "ministra" del interior de la casa donde una vez estuve anidando mi sueño de ser religioso, me preguntaba sobre mi apetito intermedio entre el desayuno y el almuerzo, yo le respondía con ganas alegres: “Quiero Te”. Y la bondadosa señora cuya imagen hoy yace en las flores aromadas de mis recuerdos, me respondía con fingido acento conquistador:
--“Dímelo al revés, me suena mejor”.

   Y ambos emprendíamos el ejercicio de la amistad con sonrisas joviales importando para nada –como sí lo fue después para nuestro profesor de Español– el equívoco, esa figura de dicción que tanto quiso enseñarnos, según la cual hay palabras que pueden interpretarse con humor en varios sentidos.
 
   La “Ministra” en mención –título honorario en razón de la dignidad de sus grandes funciones domésticas– jamás estudió esas tales figuras literarias, ni se le pasaron por la imaginación sus definiciones. No disponía tampoco de la retórica propia de un poeta. Sin embargo, fue siempre una experta en la aplicación de la palabra cordial, ingeniosa y pertinente con todas las personas y en cada circunstancia. Al revés de los poetas que batallan por usar frases bonitas para expresar sus inspiraciones, mi interlocutora y yo a la sazón, simplemente disfrutábamos del juego de las frases para darle cariño y adobo a nuestras vidas, sin el agravante mental de profundizar en el arte lingüístico. Y aunque tal vez rezagados en el plano conceptual, se nos quedó algo de sal innata y de picardía de nacimiento cuando de alternar con otras personas se trataba.
 
   Y no es que sea malo volverse un duro en procesar datos infinitos en cualquier campo de la ciencia, –ojalá tú fueras un sabelotodo–. Lo que pasa es que a niveles individual o institucional siempre resulta más provechoso para nuestro presente y futuro que les asignemos preferencia a las áreas primordiales de nuestro formación humana como son las de aprender a querer y a vivir. 

   Si aprendemos a querer cuanto nos rodea: las cosas, la naturaleza, las personas, la familia, la patria, el colegio, la gracia de Dios de existir en el mundo, estamos cultivando el valioso sentido de pertenencia y de valoración. A la par estamos asumiendo actitudes positivas frente a la historia y caminando hacia la realización personal por cuanto el arte de amar ya es el método óptimo de manejar las cosas en este mundo.

Pero también el querer significa –según el equívoco de la anécdota de arriba–  tener ganas de algo, tener apetito de... –en el restaurante–; estar motivado, apuntaría un profesor; estar ansioso, diría una abuela. Y este querer hacer las cosas, querer o desear con mayúscula sí que nos está haciendo falta en las instituciones educativas. Existen chicos que ni quieren abrir un libro, otros casi ni quieren copiarle ya las tareas a sus compañeros. Tan importante es la voluntad de querer ser y hacer en los humanos que contra ese mal de no querer no parece existir remedio alguno en el universo. 

Por suerte ese mal no va con nosotros. Por el contrario, el querer nos da el poder de aprender a vivir con una concepción práctica similar al del samaritano bíblico, –el cual se rajaría en la prueba Saber de Religión pues no había memorizado el mayor mandamiento de la Ley de Dios–. No pasarías, por lo tanto, de largo frente a las necesidades de tus congéneres. No serías un inmovilizado frente a las realidades negativas que puedes modificar, ni una estatua frente a las cosas que se deben emprender. El saber vivir nos lo enseñaron muchos ancestros quienes, –aunque escasos en títulos enciclopédicos–, tuvieron a bien aplicarle sentido común, amor natural y fe palpable a los quehaceres familiares y sociales. 

Es más. Saber vivir te propone el ideal original del Evangelio, la dinámica franciscana de armonizar con los amaneceres, con las criaturas, con el hermano sol, la hermana luna, con los vecinos difíciles inclusive. Cuando al fundador del Opus Dei le preguntaron cómo practicar el saber vivir respondió entusiasmado: “Quiero que ustedes siembren la paz y la alegría por todos lados; que no digan ninguna palabra molesta para nadie; que sepan ir del brazo de los que no piensan como ustedes. Que no los maltraten jamás; que sean fraternales con todos, dispensadores de paz y alegría”.

La estadía de nosotros en una institución educativa, secundaria o universitaria, debería servirnos no sólo para progresar socialmente, consiguiendo amigos, novios o novias, deberíamos también utilizarla como medio de entrenamiento humano, a fin de contestar correctamente los  interrogantes cruciales sobre el rumbo y el uso  de la vida, (Tarea: revisar proyecto de vida, antes que las preguntas teóricas de la prueba Saber)

De otra forma, --por carecer de esta especie de estándares vitales--, nos exponemos a reprobar temas existenciales claves como la toma de decisiones primordiales, la solución de conflictos, la gerencia de las relaciones interpersonales, la comprensión del puesto en el mundo, el sentido de los sentimientos, de nuestros esfuerzos, de los actos cotidianos... En el peor de los casos, podría uno perder –no sólo el año– sino incluso la razón de vivir, como por desgracia ha sucedido con tantos compañeros colegiales o universitarios quienes, habiendo transitado en vano por las aulas de muchos colegios, acabaron por evadirse trágicamente de la vida. 

De aquí se deriva la necesidad de que los proyectos educativos institucionales, más que buenas hipótesis humanistas de formación integral, deberían ser capaces de crear ambientes prácticos de vida, donde la espiritualidad se traduzca en obras y no en solo rezos o en meditar estéril; donde se aclimaten valores sinceros de equilibrio interior, de compasión, de alabanza y aprecio, de alegría por aprender, por compartir, por transfigurar los esquemas injustos del entorno. 

Sólo de ese modo, despertando en los jóvenes las pasiones por querer al máximo y por vivir en exceso desde ya en los mismos claustros académicos, la educación cobraría su sentido mesiánico de arte y vida, y los educadores no solo cobrarían bien el sueldo sino que también serían artífices de un mundo nuevo. Al menos en eso pensaba aquel famoso escritor cuando dijo: “La Educación no es simplemente una preparación para la vida; la educación es la vida misma”. 

(Ya para terminar, te diré aquí entre paréntesis, que el verso “hay que aprender a querer y vivir” pertenece a una célebre canción de la mejicana Consuelo Velázquez, quien compuso además la famosa “Bésame mucho”. 

Dicen que ésta última la cantó a los dieciséis años, cuando ningún pretendiente había besado ni poquito sus labios virginales. Claro que después recuperó con entusiasmo el tiempo perdido: se enamoró bien, le dieron hartos besos, tuvo en consecuencia hermosos bebés, compuso y entonó muchas otras canciones lindas, hizo grandes cosas con sus talentos, –para no hablar largo– ella aprendió a ser feliz compartiendo con quienes la rodearon sus bienes y sus mejores sentimientos.  

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