El amor continúa siendo la energía fundamental de la persona, sin la cual, su vida carecería de sentido válido, de atractivo, de productividad y sobre todo de verdaderos placeres.
Cuenta una chancera y tal vez imaginaria leyenda que una vez existió en una región desconocida un hombre muy dedicado la mayor parte del tiempo a la teoría del amor, y en menor tiempo también a la práctica. Todos, en especial las mujeres, –por eso tenía tantos envidiosos– acudían a él para consultarle sobre ese asunto tan apasionante como trascendente para la vida, sin el cual, según su misma opinión, la existencia de las personas podría padecer de grave falta de sentido, de atractivo, de productividad y sobre todo de verdaderos placeres.
Y de hecho, venían a visitarlo personas ansiosas de llenar vacíos existenciales, hombre y mujeres que bien podrían tener bienes de otra naturaleza, pero que, sin embargo, adolecían de la presencia del amor verdadero en la profundidad de sus corazones. O que amando mucho recibían poco o no recibían nada en correspondencia; o recibían, para deshonra y furia, solamente ingratitudes o, lo que es peor, cachos. Iban, pues, en busca de su palabra, y no de quereme, de sortilegios o de rezos; porque, a decir verdad, la palabra acertada y a tiempo del sabio es más poderosa que cualquier polvillo mágico de la bruja Celestina o de cualquier otra.
Pronto fue conocido, en la comarca, no se sabe si en son de broma o tal vez en serio, como el gurú alegre del amor. Y, de hecho, bien pudo haber sido las dos cosas, porque –tal como lo explicaba en sus charlas– el amor es un vocablo de mil y más sinónimos que no es capaz de registrarlos diccionario alguno. A veces es chanza. A veces, mandamiento. A veces, exigencia. Otras, licencia. A veces, es piropo azucarado directo al corazón. O, por el contrario, es mirada elocuente directa a los ojos. A veces se declara con sonrisas bellísimas escapadas del alma, allí en el quicio de una puerta o desde la reja de una ventana. Otras veces, habla demasiado. O lo opuesto: se calla. La mayoría de las veces se materializa y se hace feliz y efectivo a través de las obras, los gestos, las ofrendas...
Pero mejor volvamos a la leyenda del gurú chancero del amor, del cual quedaron anécdotas interesantes que trataremos de contar y de aprovechar. Como, por ejemplo, aquella según la cual en cierta ocasión una mujer joven, muy agraciada y digna obviamente de ser amada, se presentó a compartir con él las furtivas penas de amar sin ser igualmente amada. Una vez en su presencia el maestro se le quedó mirando y ––como era muy enamorado, no podría ser de otra forma, al fin y al cabo era el gurú del amor–– le dijo:
––Aguarda un momento y me pongo las gafas"
Ella le preguntó que para qué necesitaba las gafas. A lo cual respondió en seguida:
––!Ah, mujer linda, pues para VERTE MEJOR"
Y listo ya con las gafas se le quedó mirando alarmado y luego prorrumpió gozoso:
––Oh, mujer, ahora sí veo claro: Eres excepcionalmente divina.
El rostro de la chica entonces se iluminó con una de sus más fascinantes sonrisas. Y de allí arrancó toda una disertación sobre las cualidades de la consultora, las maravillas de su personalidad hecha para amar y sobre los augurios felices que la vida le tenía reservados tan pronto tocara a su puerta el amor auténtico de un príncipe que seguramente vendría en camino. (De pronto en un Mercedes Benz).
En otra ocasión, en una de sus breves conferencias bromistas sobre la importancia de mantener encendida la lumbre de los sueños en la vida, les contaba a sus discípulos que había tenido precisamente la noche anterior un hermoso sueño:
––Soñé que estaba en el paraíso, –les dijo– bajo una luz destellante y al ritmo de una música tan preciosa como imposible en esta tierra. Lógicamente estaba rodeado de ángeles. Uno de ellos, con la mejor sonrisa que he disfrutado en mi vida, al igual que su mirada celestial––, era, nadie menos que mi dulce y bella secretaria. Lo único aburrido y aguafiestas fue que en ese momento lamentablemente me desperté.
Al salir del recinto, junto a la puerta, juiciosa, sentada en su pupitre, descubrió a una chica que había estado pendiente de su presencia y de sus palabras y fue cuando el gurú del amor, le preguntó:
––Yo te conozco de antes. ¿Cierto? Estoy seguro.
Y ella, medio seria y con los ojos fijos en él le respondió que no era posible.
––¡Ah, ya recuerdo, –contestó el maestro– te conocí en mi sueño: Tú eras mi secretaria.
El amor entonces se hizo en ella sonrisa. Sonrisa intensa y especial como ningún gurú del amor o de cualquier otra materia haya visto en este mundo. Este es precisamente, como él lo explicaba, otro sinónimo del amor por la vida que tanta falta hace en las relaciones interpersonales para que los engranajes laborales funcionen mejor y los miembros de las comunidades se sientan más entusiasmados y a gusto.
En otra ocasión, revisando las calificaciones de sus estudiantes, otra chica se le acercó y le preguntó:
––Maestro, ¿qué le debo? Y él, hurgando su bolsa, haciendose el muy buscador, sacó la respectiva carpeta de notas e hizo que miraba concienzudamente entre líneas, mientras iba diciendo:
––Esto no, esto no, esto tampoco. Esto menos...Ah, ya sé...
Se detuvo y la miró fijamente a los ojos como si estuviera enamorado ––eso es deducible, al fin y al cabo era el gurú del amor–– y le respondió:
––Solamente me debes el corazón.
La chica sonrió brevemente y a la vez le replicó:
––Se lo quedaré debiendo para siempre.
A lo cual el gurú chancero del amor respondió, aparentando cara de lamento y despecho:
––He ahí el gran problema de mi vida. La ausencia de tu corazón en el mío.
Pasó a comentarle entonces que jamás el corazón debería estar vacío de amor y ocioso de practicarlo. Un ser humano perezoso de amar y solo a la espera de que lo amen gratis es terreno abonado y fértil para las amarguras, las decepciones y para la atrofia de todas sus grandes capacidades y valores.
Agregó que llenar de amor en esta vida a tantos seres vacíos de afecto, llenos de necesidades y ansiosos de aceptación, es todo un excelente proyecto de vida.
Terminaba diciendo a sus discípulos, tan capaces de dar y compartir, que nadie, ni por chanza, debería decirle hoy a la sociedad, presa de males y hartos desamores, esa frase tan odiosa:
"Le quedaré debiendo mi corazón para siempre".
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