Hacendosas llamaban las abuelas a las personas que se acomedían a la prestación de servicios varios en la casa. Eso y más eran los miembros de la generación de nuestro padre, como factor común, aunque también como ahora existían muchas excepciones; pero no se refería el término tanto a los menesteres mujeriles como trapear, barrer, restregar ollas y platos. Esos trajines no eran concebidos aptos para el consumo masculino de energías. Pero sí otros menesteres hogareños como pintar paredes y enseres, ajustar puertas; o apersonarse de ministerios artesanales como componer un perol averiado, una porcelana desportillada, un techo caído o una canal con gotera tal como lo quiso hacer Marbolleán, –así firmaba sus escritos domésticos– una mañana con poca suerte, o mejor, con poco equilibrio, porque no más cuando se aprestaba a revisar de cerca el cuerpo del delito, se vino escalera abajo, tal vez por omitir las normas básicas de mirar bien donde se pisa.
Lógicamente estallaron las alarmas en la casa, el asombro y la angustia por parte de nosotros. Nuestra madre, mujer de gran control emocional, un poco menos dramática, acudió presto en su ayuda con la diligencia visible que calificaba a las mujeres de su generación también. En contraste con nosotros que no pasamos del simple mantener la boca asombrada y los músculos completos inmóviles, característica casi exclusiva de las estatuas. (De ahí que muchas madres acuñaron la expresión para los hijos que no se acomedían a nada: "No se queden ahí como estatuas. Hagan algo").
Ella lo levantó y se lo llevó con ayuda de vecinos solidarios a la sala de emergencias del consultorio del doctor Lozano. Urgía que le revisaran toda su mumanidad, después de semejante suelazo, sobre todo una oreja por donde parecía brotar sangre aterradora.
Siguieron minutos largos transformados luegos en horas de suspenso y de espera ansiosa, hasta que por fin nuestra madre cruzó el umbral de la casa con los primeros informes médicos. Uno de nosotros, preocupado por la suerte del accidentado se apresuró a preguntarle a tan inolvidable y buena samaritana –fue una pregunta que hizo célebre entre nosotros a ese muchachito de entonces–. Y la pregunta fue: "Y ¿qué le dijo Lojano?" Vino la natural corrección de los otros que como siempre creían saber más y mejor el idioma que Cervantes: ¡Mira, chinito, no se dice LOJANO!
Pero en esas, sin haber llegado la respuesta, apareció nuestro padre con una venda exagerada a la altura de la oreja derecha si mal no recuerdo que no le impedía presentarnos una sonrisa socarrona de oreja mala a oreja buena. "¿Quieren saber –preguntó– que me hizo el doctor?"
Todos movimos de arriba abajo la cabeza y él entonces nos propinó una especie de cocotero verbal, –o sea coscorrón verbal– diciéndonos: "Me sacó veinte moscas de la oreja"
Quien había preguntado de nosotros se quedó como el estudiante que jamás estudió las figuras literarias ni esas cosas del lenguaje figurado, se quedó pasmado. Sí, literalmente pasmado: "¿Cómo así? ¿Le sacó veinte moscas de la oreja? Y ¿cómo lo hizo", Se atrevió a salir del pasmo porque ese dato entrañaba un misterio científico, profundo y desafiante.
Y otra vez los sabihondos semánticos lo estrujaron –o ¿lo estrujamos?– con nuestras rudas correcciones idiomáticas. "¡No seas tonto –creo que le dijimos– no se refiere a las moscas del comedor!"
Creo que este hermano, un poco más arriba mío, a estas alturas de la vida tampoco recuerda que nuestro padre, tomando del pelo, quería darnos a entender que el médico, por hacerle una simple curación, le había pelado veinte valiosos pesos que a la fecha representaban de pronto medio salario mínimo o cuanto él se ganaba durante toda una jornada de sudores. Pero ese era nuestro padre. Era como él mismo lo reconocía con humor: "Mamoncito, Mamoncito".
Luego, por la noche, –nosotros sentados a su alrededor y él, en el centro, sin demostrar congoja por la caída,– nos contaría la historia de un tal Valentín, el cual, una mañana de fiesta, tras una recia alborada de morteros y voladores, se dedicó a inspeccionar los alrededores de la finca:
"Más tarde –narraba nuestro padre– lo veríamos sospechoso, saliendo y entrando de la cocina, sin razones aparentes, como si estuviera tramando algún tipo de conspiración o estrategia de espionaje. Iba luego hasta una mata de plátano, donde rápidamente se camuflaba entre sus hojas. Pero, así son las cosas cuando están para suceder. Insisto en que uno no debe ser 'impávído' , es decir, no callarse y guardarse las 'vainas'. Uno debe ser comunicativo"
(Insistía en ese punto y nuestra madre lo secundaba, porque sabía que cuando los hijos hacen las cosas a escondidas –sin contarle a nadie e incluso sin cómplices– corren el riesgo de meter las patas. (Eso exactamente decía: meter las 'patas' o meter las 'quimbas', apuntaba en otras ocasiones empleando un sinónimo, algo así como meter las patas con todo y zapatos.)
"Pero también andábamos muy entretenidos nosotros –remataba la historia nuestro padre– también "impávidos" porque a nadie se le ocurrió parar al pequeño sospechoso para interrogarlo sobre sus entradas y salidas".
Hasta que por fin, el asunto misterioso literalmente reventó: Allá, en el fondo detrás de la mencionada mata de plátano, se escuchó una soberbia explosión. Y, tras ella, en medio del humo y del chispero que generó el colosal estropicio, apareció tiznado y doliente el malaventurado valentín con un pedazo de veladora en la mano.
Fue cuando la tía Josefa, cuando todos todavía estaban pasmados por el estruendo, comentó con su voz grave, lenta, mamona y detectivesca:
"Yo sí veía que Valentín entraba y salía. Pues qué iba a ser: Estaba preparando su desgracia"
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