Esas manos agitándose incansables eran como el aleteo de aves antes de marcharse
Cuando el jardinero de nuestro colegio, –por el peso reglamentario de sus años de servicio–, tuvo que despedirse de nosotros para acogerse al gozo de su pensión, nos echó un cuento tierno como para amortizar la pena que inevitablemente nos iban a deparar nuestros mutuos adioses.
Nos hizo salir al patio y allí, frente a un corpulento sauce llorón –para colmo de los pesares– nos contó que una vez existió un fresco arbolito de ramas acogedoras donde anidaban y retozaban, todo el día, muchos pajaritos traviesos.
El árbol, de tanto estar con ellos, no sólo los conocía muy bien a todos, también los apreciaba y gozaba de su compañía. Y cuando llovía o hacía frío, más intimaban las aves con sus hojas, y él más las abrazaba con sus ramas. Y si el calor las molestaba, éstas se aliaban con la brisa, y entre ambos las refrescaban mejor. Si los felinos las acechaban, entonces el árbol trenzaba mejor sus guardianas hojas para reforzar la protección.
Pasaron rápidamente los días y llegaron las frías vísperas del invierno. Y todo el ambiente se tiño del gris propio de las despedidas, a la par que las emigrantes se alistaban para ir en busca de horizontes seguros.
El árbol lo advirtió. La total ausencia de sus amigas era inminente. Y, casi en seguida, una tras otra, o varias simultáneamente, fueron alzando el vuelo, en presencia del viejo árbol cuyas ramas ondeantes simulaban, ante las ráfagas del viento, los vaivenes de las manos que se agitan, graficando esos adioses que nos alteran y que nos duelen. Experimentó ciertamente un hondo pesar, pero orgullo también, como si fueran hijas listas a desposarse inevitablemente con amores por estrenar.
Al ocaso, ya estaba solo y su figura nostálgica en seguida se mezcló con las sombras.
Pero no fue el final de la historia del árbol. Al otro día, recién cobraron color las criaturas, al contacto con la aurora, resurgió acicalado, pleno de brillante rocío, más que de costumbre: “¡Qué bonito luce! –comentaron al punto los observadores– es poesía pura adornando el paisaje!” Lo que no sabían era que la despedida de las aves lo había afectado demasiado, y eso que percibían como perlas brillantes era metáfora; en verdad eran las lágrimas vertidas en conjunto por sus hojas, la tarde anterior, que se convirtieron prodigiosamente durante la noche en radiante rocío en forma de perlas. Fue como si, durante la noche, el árbol hubiera sido capaz de convertir todos los adioses tristes de las aves, en matutinas bendiciones para el mundo.
–Las grandes despedidas, –concluyó el jardinero, ya a punto de partir–, son también, en principio, grandes pérdidas que empobrecen el ánimo y afligen. Nos causan pesadumbre, como cualquier renuncia. Nos hurtan lágrimas, como cualquier congoja. Y son ineludibles ingredientes del menú ofrecido por la vida. Pero, como toda pena sobre esta tierra, tal como lo hizo el árbol, deberá permutarse por inspiración, para poder seguir viviendo exitosamente, sin depresión ni fiasco. –Tras un suspiro de pausa, sabiendo que había sonado la hora de ponerse en camino, agregó: –¡Ojalá uno pudiera remplazar el duelo de una bendición perdida, por el recuerdo feliz de haberla obtenido y disfrutado!
Luego, sujetó su maleta de viajero, no sin antes, echar un último vistazo a la fachada del edificio donde había pasado largos años de su trabajo, como intentando tatuarla en sus pupilas.
Y, por último, nos fue diciendo “adiós” a cada uno, agitando una y otra vez la mano. Y mientras multiplicaba el número de adioses, nosotros agitábamos también incansables hacia él nuestras manos. Eran como el aleteo de las aves antes de emigrar. Pero distinto al cuento, nosotros nos quedábamos, y el buen hombre se marchaba. Unos juramentaron recordarlo con afecto, agradecidos. Otros prometieron ser lindos amigos de quienes se quedaban... mientras se quedaban.
Yo, como soy tan sentimental, no prometí no llorar en las despedidas, ni en la tuya ni en la mía; bregar sí a sonreír y que tú también sonrías. (Así sabremos que hemos hecho feliz compañía). Pero la verdad es que deberíamos ser como ese árbol del cuento. Ser poesía y que tú también seas poesía: Ahora y en la hora de tu ausencia y de la mía.
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