Ya había hecho la respectiva anotación del abono final del cliente en su propio libro de contabilidad, con esa cuidadosa caligrafía que había aprendido en la única escuela donde había cursado las materias elementales de los primeros niveles únicamente. Cuando algún inspector almidonado irrumpía sorpresiva y oficialmente en su consultorio para constatar el diploma de su profesionalismo universitario, él, —bromeando para sus adentros—, le respondía que lo había obtenido, con méritos suficientes, en una universidad de cuyo nombre no podía acordarse, pero que un incendio, de vieja data en el consultorio, lo había reducido desgraciadamente a cenizas.
Más tarde, a nosotros nos contaba los pormenores de la visita, agregando que le había dicho al inspector —ni corto ni perezoso— que él había estudiado en la universidad de Pueblo viejo. A veces, —argumentaba, en las visitas periódicas de esos fiscales, que el diploma había quedado bajo los escombros del consultorio por la acción devastadora del famoso terremoto de Cúcuta, que de verdad ocurrió, no solamente en esa capital, sino en todos los pueblos circunvecinos. Pocos de esos fiscales ahondaban en el supuesto pasado académico de nuestro padre, ni cuestionaban en qué universidad en verdad supuestamente se había titulado, sospechando seguramente que ejercía, tras muchos años de práctica, su profesión de dentista, heredada de algún anciano maestro. Y lo dejaban en paz por algún tiempo. Pero siempre sabía don Marcos que ellos volverían pasado un tiempo después. Y para ese entonces él ya estaría listo y sin miedo, con una excusa perfecta para impedir que le sellaran la "operatoria". Al fin y al cabo, no existían quejas ni demandas contra la calidad de sus trabajos o por ejercer como odontólogo sin las respectivas credenciales.
Además, -y eso jugaba a su favor- había obtenido sus competencias odontológicas, (como ya lo mencionamos anteriormente), no sólo por las clases privadas recibidas de aquel odontólogo patriarcal, don Bruno Escalante, sino también, por su larga y meritoria dedicación al oficio capitalizada durante tantos años productivos.
Ya lo había afirmado un reconocido filósofo cuando le preguntaron cómo se asume y perfecciona una profesión: "Es cierto -dijo- que la teoría se puede asimilar en los claustros de las universidades, a través de textos pertinentes a las materias de la disciplina deseada, (Y de hecho, los diplomas testimonian el hecho), pero siempre la experiencia será ocasión y aportará pruebas de que se es competente en ese oficio. De tal manera que, bien podríamos validar la expresión de que la práctica positiva hace al maestro".
Ese fue el caso de Marbolleán, nuestro dentista empírico, no reconocido profesional por una Facultad, sino por su condición de autodidacta, más el aval de su experiencia probada y aceptada por el medio donde se desempeñó. Pero eso ahora es lo que menos importa. Lo válido ahora y lo meritorio es que fue capaz de desempeñar con eficiencia y éxito la profesión que adoptó por legítima vocación. A ciento quince años de su nacimiento en Gramalote, en el municipio original que se desestabilizó hace unos años, damos fe de que su vida fue meritoria, productiva y digna de alabanza, a pesar de los defectos o las deficiencias que como humano normal haya tenido.
Me parece verlo ahí, en el patio de la casa, acomodándose los marcos grandes de sus gafas, para detallar mejor el producto de su trabajo, sosteniendo descuidadamente en sus labios cerrados el cigarrillo cuyo extremo se calcinaba larga e inútilmente hasta desplomarse. Cada vez que se derrumbaba la ceniza de su cigarro, se despojaba de sus gafas para dedicarnos una pausa y decirnos algo. Entonces dejaba la pieza dental sobre la mesa y se tomaba un receso para contarnos una historia o para dedicarnos alguno de sus dichos sabios que nos inculcaba también con sus actuaciones cotidianas, o sea, con su ejemplo.
"Uno en la vida no debe ser ni corto ni perezoso". ---Nos decía, por ejemplo. Para que evitáramos dos males psicológicos, que perjudican gravemente nuestra productividad: La timidez y la pereza. Y, de hecho, él no fue ni lo uno ni lo otro.
Recordaba acto seguido a nuestro tío Valentín, el hermano más adicto al cultivo de la tierra, a las faenas del Edén, como se llamaba la finca paterna donde crecieron. Tras una épica jornada de labranza, el tío, conocido por sus ocurrencias flojas, se apostaba en una de las altas colinas que dominaban la casona, para desde allí pegar un grito cuyo eco parecía resonar en el mundo entero: "¡Nacionales -vociferaba- tengan el chocolate listo!" Es de recordar que tomar chocolate era celebración. Y brindar chocolate, batido por nuestra madre en el fogón de leña, y servido por las hermanas en tazas humeantes, era ofrenda ilustre para agasajar personajes. El tío Valentín era modelo, primero, del trabajador abnegado; y, segundo, genio y figura del humor y la simplicidad. Una forma visible de proporcionar lecciones morales sin teoría sobrante, sin palabras superfluas. Había entonces, como san José, dignificar el trabajo y hacerlo con gusto, sin quejumbres. Y reunirse en familia a celebrar la unidad familiar, a dar gracias por las bendiciones cotidianas de la tierra, eran formas respirables de nuestra fe cristiana.