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martes, 10 de junio de 2014

LA IMPORTANCIA de llamarse ESTUDIANTE, y de serlo realmente

El éxito está en ser fiel a la identidad

Por Lebb

  Es cuestión también de identidad, como lo afirmaría el registrador del estado civil. Sin identidad no puedes presentarte ni a reclamar un cheque. Serías anónimo, un desconocido, o como lo dice el lema de un programa: “No existes”. La identidad genera un íntimo convencimiento de que puedes ser protagonista de los hechos, de que puedes figurar, producir e intervenir significativamente en los asuntos de tu entorno social. 

  Sentirse identificado con una vocación tan interesante como la de manejar información y conocimiento, la de cultivar y desarrollar talentos a fin de ser artífices de la construcción de una sociedad mejor, es fundamental para alcanzar, no sólo el sentido de pertenencia al establecimiento que bien te acoge, sino que también es el punto de partida para comenzar a construir y a gestionar tu fundamental proyecto de vida.

  El estudiante necesita interiorizar, como dirían los motivadores hoy día, interiorizar su identidad como tal. No es suficiente firmar en el libro de matrículas, no basta el presentar un carné estudiantil, no lo acredita el solo hecho de sentarse en una silla dentro de un salón de clase. Para que realmente se denomine “estudiante” y para que auténticamente lo sea, necesita hacer un profundo y sagrado acto de consagración de todo el ser al estudio.

  Viéndolo de esta forma, la matrícula no podría seguir siendo un simple registro, sino una verdadera acta de bautismo escolar que te compromete a vivir con dignidad y eficiencia no solamente dentro de los muros institucionales, sino también donde quiera que vayas.

Esa dignidad estudiantil te impulsará a estudiar por convicción, no por obligación; a cumplir los trabajos académicos, no de cualquier forma ni remedando los ajenos. Esa dignidad no conoce la evasión ni los pretextos para irse al supuesto baño en lugar de presentarse al aula puntualmente, a participar en la construcción del conocimiento, a ser disciplinado, a obrar con orden y a convivir, entre otras virtudes, pacífica y felizmente con sus compañeros y profesores.

  Sin embargo, establecer identidad y generar dignidad académica hoy día en los estudiantes, es una tarea que bien podría descorazonar a los más corajudos. Tal producto parece estar al final de un proceso formativo que hunde raíces en el seno de los respectivos hogares. De allí brota la semilla del encanto e inclinación de los chicos por el estudio, por la cultura y la búsqueda del bien obrar y del buen vivir. Los observadores agudos cada vez que se inicia el año escolar casi automáticamente reconocen a los jóvenes con predisposición a la verdadera identidad estudiantil y se reconfortan; pero, a la vez, también detectan candidatos difíciles propensos por naturaleza a convertirse en falsos  estudiantes. 

  De todas maneras, la escuela está ahí para ofrecer las oportunidades de estudio y formación a todos. Con unos tendrán más trabajo los docentes, puesto que deberán comenzar por intentar sembrar en ellos la conciencia de la verdadera identidad estudiantil. Gastarán sin duda las mejores energías en una brega incansable por despertar o crear en ellos el  estilo propio de quienes legítimamente están respondiendo a la dignidad no sólo de llamarse simplemente estudiantes, por el hecho de sentar una matrícula, sino de serlo realmente por convicción, por hechos, por resultados.

  Los esfuerzos que se emprendan en este sentido, los capitales que se inviertan para producir tal efecto, serán siempre determinantes; pues mientras no se resuelva a satisfacción el problema de identidad estudiantil y de dignidad académica al interior de las instituciones, aun los mejores métodos de estudio o la aplicación de las mayores ayudas tecnológicas, servirán bien poco. Es el típico caso viejo de la semilla que  cae en terreno no bien dispuesto. Pero tal parece que esa antiquísima mentalidad de algunos según la cual las cargas se arreglan por el camino, de que nos casemos sin amor pero con pasión, y que más adelante el amor brotará mágicamente, seguirá predominando. Muchos conservan la ilusa creencia de que la simiente del estudio, abonada por inoperantes paños de mejoramiento académico, podrá seguir cayendo en mentes infértiles y que de todas maneras fructificarán por generación espontánea.

Así es como se alarga la lista de aquella raza de estudiantes sin identidad, sin dignidad académica, a la cual perteneció un tal Lucio Freskales. (Identidad verdadera, del nombre falso no me acuerdo). Fue llevado una vez al consultorio del doctor Eric, quien inició el tratamiento psicoterapéutico con la pregunta sobre qué estaba haciendo después de haber sido proclamado bachiller con toga y birrete el año anterior. Se quedó el psicólogo medio traumatizado apenas recibió la respuesta de Lucio, una respuesta rápida, fresca, cínica, demoledora:

  --“¡Lo de siempre: 'mamando gallo'!”.


  Lucio definitivamente había hecho perder el tiempo a muchos malgastando más de seis años de su vida, dando guerra tonta, sin identidad estudiantil, con déficit de dignidad académica, y vegetando hasta el último nivel, sin cambio ni provecho, cuando por obra y gracia de algún artículo legal lo premiaron con el título de bachiller.

 Hay un dato más. Era excelente con los guayos. Varias veces puso en alto el nombre del colegio. Salió en los diarios. El problema era que su identidad en el colegio no era precisamente la de futbolista, sino la de estudiante. Concluyo entonces diciendo que, en un sistema educativo, el ideal de hacer excelentes personas a sus estudiantes, de crearles conciencia de su dignidad profesional, de infundirles hasta los tuétanos la identidad bautismal de ser realmente estudiantes, es de suma prioridad. Todo lo demás es linda añadidura.

jueves, 5 de junio de 2014

Sobre la deuda personal con la sociedad

   Que cada uno con los valores recibidos se ponga al servicio de los demás

Por Lebb

Al nobel que se acaba de ir de este mundo le han llovido a raudales las justas ovaciones y los homenajes terrenales, porque tuvo a bien ejercer exitosamente uno de los talentos más influyentes y valiosos que pueda ostentar un ser humano, como lo es el de saber escribir. Pero a la vez, como llovizna, también han humedecido su tumba las críticas sobre cuanto materialmente pudo haber hecho de bueno por sus conciudadanos y por la sociedad que lo albergó, y no lo hizo.

   Dicen por ejemplo que Aracataca, su patria chica y fuente determinante de su inspiración laureada, hoy continúa en la soledad de la dejadez y del atraso primitivo, sin que él hubiera movido un dedo por su prosperidad pudiéndolo hacer generosamente. 

   Dicen que hubiera sido altamente influyente su palabra poderosa y sus potentes oficios medianeros en la solución del conflicto interno del país, dada su simpatía por la Izquierda y su amistad entrañable con Fidel. Sin embargo, por razones de seguridad personal, tal vez; o por ahorrarse preocupaciones, no hizo tan necesaria tarea.

   Agregan además, algunos jueces mundanales que Marquez, por haber vivido tantos años en México, su nacionalismo tricolor, o los propios amores patrios, por la ausencia y la distancia, se habían convertido en mera energía potencial, ausente y lejana, sin uso alguno en  obras de cambio y solidaridad en pro de sus compatriotas.

   Sus fervientes seguidores, como es de imaginarse, saltan en seguida, como resortes, en defensa de su santo literato, argumentando algo así que al cojo genial hay que ponderarlo más por su genialidad que por su cojera, dejando entrever que ciertamente la vida de García Márquez, bajo la óptica del arte por el arte, es una maravilla única, un prodigio para aplaudir de rodillas. Y, en consecuencia, al reconocer la genialidad y la grandeza como hombre de letras, le rinden el culto respectivo. Pero cuando ya se trata de sopesar las obras de sus manos en beneficio de la sociedad que lo hospedó, se quedan un poco pensativos por cuanto, si bien es cierto que quien crea literatura de calidad humana da inspiración a sus devotos para cambiar las cosas, para mejorar su vida, no genera los créditos pertinentes que justifiquen o santifiquen su paso por el mundo a los ojos de la Historia.

   Se requiere entonces más que eso. Más que palabras escritas, obras de vida. Aún hoy día las perentorias propuestas de caridad del Catecismo siguen contemporáneas por cuanto todavía es menester contribuir de manera sólida y visible a la calidad de una sociedad óptima, no sólo a través de la palabra, oral o escrita, por muy bella y creativa que ésta sea, sino también mediante la inversión solidaria, en cuanto nos sea posible, de todo nuestro patrimonio material y espiritual en el remedio o mitigación de tantas pobrezas y pesares humanos concretos.

   Es más. Por simple lógica económica uno espera intereses de los capitales asignados. Es de elemental gratitud devolver al medio social parte del mundo de todos los bienes materiales y personales que hayamos recibido. El perenne llamado paulino de ponernos al servicio de los demás con las capacidades que nos adornan es siempre moderno. Eso es para nosotros como una cláusula del contrato personal, contrapartida del derecho a ser miembros de una sociedad.

   Hay que contribuír pues a su evolución, a su vitalidad, a su prosperidad, a su florecimiento colectivo con el empujón de nuestros valores personales. Pero si, a lo corrupto, --como está de moda hoy día en nuestro país-- anulamos ese deber y codiciamos a cambio el mero beneficio propio a costillas de quienes nos rodean, automáticante configuramos un individualismo violento y destructor y, por ende, una sociedad pobre, agresiva, enrarecida e infeliz.

   En cuanto a Márquez, supongo que está en el cielo de los literatos, --si es que hay cielo aparte para esa gente de alto nivel--, gozando para siempre del Premio, al lado de su Macondo y del realismo mágico. Desde el punto de vista cristiano, supongo que los fieles rezan por él y exclaman, sacándose el sombrero o calándose el rebozo, igual que las comadres de camándula, ante el parroquiano difunto, pagano confeso, que no iba a Misa, que no se confesaba ni comulgaba, ni practicaba convencido las obras de misericordia: "¡Ojalá Dios lo haya perdonado y lo tenga en su Gloria!"