Por (el fiel) Lebb
Hubo expectativa hasta la madrugada por saber el contenido de uno de los
regalos más voluminosos enviado por alguien especial que no había podido estar
presente. Era una caja pesada recubierta de papel brillante, cuya cinta roja a
su alrededor remataba en un espectacular florón rojo.
Bertha Espinel se casó con honores militares con uno de los
hombres más destacados del regimiento. Y lo hizo feliz y enamorada, segura de
haberse ganado la lotería en amores y en fortuna. Ella era joven y bella, morena chispeante, jovial y, como muchas
chicas se ponía firme y se excitaba cuando estaba al frente de uniformados. Y
por eso tal vez le consagró su pensamiento y lógicamente el corazón al oficial
cuyos compañeros marcharon en la iglesia, desenfundando sables y haciendo calle de honor, entre otras rutinas marciales.
Pero a diferencia de los cuentos de hadas cuyas princesas
empiezan la dicha al matrimoniarse con sus príncipes, para Bertha, aquella
noche con tan funesto obsequio, comenzó una vida de incertidumbres, de miedos y
de sospechas. El teniente de su corazón, por su parte, parecía carecer de
explicaciones y de nada servía su inteligencia militar para descubrir a la
bromista que les había enviado una cabezota de res, de filosos cachos aun
sangrantes, escoltados por tres gruesos plátanos verdes.
Cuentan los observadores que ni en las telenovelas habían
presenciado una escena tan salvaje como aquella. Pero diferente a las
telebobelas, Bertha no se desmayó ni se entregó a morir. Esa misma noche hizo
desaparecer los cachos y los plátanos, dio por terminada la fiesta y se fue a
dormir sola. Y procuró olvidarse del asunto y llevar una vida lo más normal
posible con su nuevo esposo a pesar del fatídico simbolismo de aquel regalón el
día de su matrimonio.
Un año después, vino a tener otra gran sorpresa al parecer
relacionada con la primera. Estando atareada en las labores naturales de las
amas de casa, sintió golpes apresurados en la puerta y el sonido alborotado
propio de zapatos como cuando alguien escapa asustado. Halló en el portal,
sobre un tapete donde se leía en inglés Welcome, un bebé de pocos meses en un
canasto, envuelto en “pobres y humildes pañales”.
Bertha Espinel entonces,
conmovida y con la caridad maternal disparada, resolvió acoger en su casa el
pedido no solicitado de la cigüeña: conversó con el teniente de su corazón, le
expresó su deseo de adoptarlo y, una vez cumplidas las formas legales, el chico
aparecido misteriosamente como los cuernos aquellos de la noche de bodas, entró
a formar parte de la casa.
Y aunque suplió una necesidad familiar por cuanto Bertha no
podía tener hijos y el teniente lo deseaba mucho, el matrimonio entró en una
fase de deterioro y en vías de extinción. Aseguran las comunicadoras populares
que por fin la señora de los cachos, ––es decir, la señora que había recibido
de regalo unos cachos––, había atado cabos llegando a la conclusión de que en
la vida del teniente existía lógicamente una mujer de cuernos tomar que se
había propuesto acabar con su matrimonio.
No había contado al respecto que durante los años de
convivencia con el teniente de su corazón, la joven señora había venido
recibiendo llamadas de mujer alertándola sobre las supuestas infidelidades del
marido. No se sabe si por quererlo mucho, o porque no deseaba armarle escándalo
ni pelea, no le reclamó nada, mantuvo la compostura, guardó las apariencias. Al
fin y al cabo, ese teniente prolongaba la fama ganada por el común de los
militares según la cual ellos son machistas, se las dan de guapos e imponen su
dominación y capricho con sable, bolillo y pistola. Otras comunicadoras
independientes, es decir, que no pertenecían a ninguna agencia de noticias,
alcanzaron a informar que le habían visto a Bertha rastros de sable en las
costillas y resto de bolillo en las espaldas. Pero nada confirmado.
De todos modos, el matrimonio terminó pronto. Él se fue con
otra y ella le entregó el corazón a otro señor, el cual no había conocido para
nada su historial. Nuestras informantes nos dijeron que no era raro que el
teniente se hubiera quedado de pronto con la autora intelectual del chasco
aquel. Por su parte, el chico hoy ya muy crecido y con imagen y semejanza de
teniente, vive con su supuesto padre
adoptivo.
En un encuentro inesperado, a la salida de una Misa,
encontramos a Bertha Espinel, después de muchos años. Parece haber recuperado, (así tenga el colesterol un poco alto), la chispa de la vida, pues nos saludó con una sonrisa amplia dejando al
descubierto aquella buena dentadura que le admiramos cuando todavía no le
marchaba al teniente. Su hablar había vuelto a ser rápido y entusiasta. Sus
ojos habían recobrado gran parte del brillo original y su caminar hacia el
vehículo que la esperaba fue atlético y llamativo. Todavía le quedaba mucho de
sus grandes atributos como bailarina y morena expresiva. Eso era lo más
importante. A pesar de haber quedado, en cierto modo, convertida en escombros
por la infidelidad y el desamor, había sido capaz de volver a levantarse para
amar otra vez y hacerlo mejor.