El patrimonio vivencial de mi padre es elemento valioso del depósito cultural de la generación de su tiempo: vale la pena compartirlo y perpetuarlo
HUMORISMO INOLVIDABLE
El caso de los ladrones sin vergüenza
(ARTÍCULO DEL NUEVO OBSERVADOR 14, MUY PRONTO EN CIRCULACIÓN)
Por LebbNuestro padre –para sus clientes de dentisteria: don Marcos– fue un trabajador viajero incansable, del grupo de los que no esperan que los clientes los busquen; sino que más bien ellos son los que van en su descubrimiento a los sitios donde su instinto ganador les inspira. Buscan y lógicamente encuentran a quienes requieren de sus servicios. Fue así entonces como, con sus trebejos de odontólogo egresado de la Universidad de Pueblo viejo –por lo menos eso era lo que él decía– se desplazó a cantidad de pueblos y caseríos donde, tras colocar su placa en la puerta, de improvisar una sala de espera con su respectivo biombo o cancel y de armar la silla en su espacio que él llamaba la "operatoria", empezaba a sacar muelas, a tratar caries, a tomar medidas de prótesis dentales o chapas como él propiamente las llamaba.
Al principio no era nada sencillo, por ser recién llegado, desconocido y no contar con muchos amigos. Pero luego era de admirar cómo rápidamente la bondad de su profesión era reconocida y cómo los parroquianos con males de muela empezaban a frecuentar su "operatoria". Su carácter sociable, su arte comunicativo, su charla franca al momento de atender a la clientela o de relacionarse con todos allá en la pensión o en la tienda de la esquina más la indiscutible calidad de sus trabajos, le granjeaban rápidamente más encargos y más amigos.
Estuvo entonces de nómada laboral rentable por muchos sitios interesantes y valiosos sobre los cuales él nos platicaba bastante y de donde extraía comentarios y apuntes para engrosar su repertorio cuentista. Lógicamente nosotros éramos su auditorio favorito con el cul él se sentía más feliz y a gusto.
Nos conversaba pues de sus experiencias, evocaba con precisión nombres, curiosidades, nos refería anécdotas, gracias a su brillante memoria. Por ejemplo, nos contó de un tal San José de Ávila –grata voz para sus oídos– o de Sínera, de donde era oriunda nuestra gran madre, o de un tal Sarare que hoy se conoce como Saravena.
Nos refería curiosidades como aquella de que para muchos abuelos de la época el progreso de los lugares no se medía por la construcción de edificios o de vías o de puentes, sino más bien por el advenimiento venturoso de los "chinitos" –forma común en las familias de ahora y de antes de llamar a los niños sin ser de la China–.
En este orden de ideas, entonces, nos refirió una vez que dos abuelos, bien acomodados en un escaño del parque, al empezar la mañana, después del tinto, cuando las noticias aún eran frescas como el rocío, estaban iniciando precisamente su grato oficio, de comentar las últimas novedades de la comarca. Era entonces cuando el uno, con voz grave y solemne, le decía al otro:
––¡Cómo le venía diciendo, compadre, se ve hoy día mucho progreso en la región: En Carmen de Nazaret, por ejemplo, nació un "chino". Y en San José de Ávila, nació otro!
Típicos representantes de la generación según la cual, todos los "chinitos" venían al mundo por la irresistible y fecunda voluntad divina y traían el pan debajo del brazo. Sin embargo, aunque ajenos a lo que se les iba por la pierna arriba, con eso de la explosión demográfica, eran conscientes de que así hubiera espacio para tanta gente, lo que sí no había era sana ocupación suficiente para tanto hijo de vecina. O que habíendola no había suficiente gusto por parte de algunos para asumirla y ganarse el pan honradamente.
Los abuelos sentados en el parque, pasaban a reconocer que también en la comarca existía y se propagaba la inextiguible raza de los pícaros quienes mediante fraudes o engaños aspiraban a vivir gratis. Era entonces cuando el otro, con voz solemne, cansada y lastimosa, interrogaba al uno:
––¿Sí escuchó, compadre, la noticia de aquel malandro que, después de cometer unas fechorías con humildes parroquianos, se voló en el tren de las seis? Cuentan que, cuando el aparato avanzaba sus primeros metros, ya con el ladrón a bordo, los afectados alcanzaron a llegar corriendo a la estación, exhaustos, dementes, brincando, haciéndole gestos, para que la máquina se detuviera. Ante las preguntas de los pasajeros a ese sinvergüenza de porqué estaba toda esa multitud allá en el andén en ese plan tan raro, él, simulando aflicción y nostalgia, les contestó: "No se preocupen por ellos. Todos son mi familia, que es muy noble y muy numerosa. Vinieron a despedirse un poco tarde. Gritan y sufren porque me voy lejos y los dejo". Y luego volviéndose a la desesperada muchedumbre, allá en la estación, que lo querían era linchar, fingía entusiastas saludos con la mano, arrojándoles en los intermedios besos simbólicos de despedida.
Ese "fresco", en concepto de Marbolleán, –el seudónimo de nuestro padre– pertenecía a un grupo numeroso de jóvenes que aún hoy día no suelen sentir demasiado afecto por estudiar, esforzarse y prepararse para ser útiles a la sociedad. Los abuelos sentados en el parque, reconocían también esa creciente problemática de los muchachos tan tentados al facilismo existencial.
Era entonces cuando el uno, con voz grave y solemne, le contaba al otro:
–Una cosa, compadre. Ése pertenece al bando de los muchachos vagos que se juntan en el parque de más abajo. Son de los que cuando alguien llega con un radio que no habían visto antes, le preguntan: "¿Cuánto le costó, hermano? Y él, como si hubiera logrado una pequeña hazaña le responde: "Me costó una carrera" Y si la "proeza" había sido más exigente y el trofeo mayor, entonces le preguntan: "¡Hola, hermano, y ese lujo de cartera ¿cuánto le valió?" Y el fresco a renglón seguido le contesta: "¡Huy, esa sí me costó muchísimo más: Me tocó correr a toda casi diez cuadras. Y casi me agarran".
A ese mismo elenco de malandrines menores ––nos contaba nuestro padre–– pertenecieron precisamente los hijos de don Clodomiro ––para apuntar cualquier nombre–– a quienes los vecinos ya tenían reseñados por sus malas artes y creyeron conveniente poner al tanto de sus actos a su padre, a tenor del Evangelio sobre la corrección fraterna, a fin de que les dijera algo para que dejaran de cometer fechorías. Pero terminaron frustrados, fritos dirían otros, cuando el viejo Clodomiro, encogiéndose de hombros, sin sonrojo alguno, les objetó: "Pero yo qué les voy a decir, si ellos están ayudando con eso para la casa"
"¡Ah, viejito alcahueta! ––comentaba al punto nuestra madre–– Pero puede tomarse de ejemplo como hecho social para una clase de ética sobre cómo los papás deben enseñar, con palabras y al mismo tiempo con la vida, normas de buen comportamiento ciudadano". Entonces, Marbolleán, sonriente ante sus cristianas palabras de difícil cumplimiento, sellaba la charla con una de sus típicas frases: "¡Muchas, muchas, muchas gracias, por la atención prestada!"
En seguida pasábamos al comedor y allí el principal de la mesa, nuestro cuentero favorito, comenzaba a tomarse la sopa. Confieso que nunca aprendió a tomársela con la cortesía y el tino que enseñaba Carreño en su famosa Urbanidad. Yo, personalmente lo perdono para siempre. El caso era que, tan pronto la cuchara sopera rozaba sus labios, el líquido enrumbaba hacia el estómago rápido y furioso. En el comedor nuestro, sin invitados, no sentíamos angustia alguna. Pero afuera o con convidados nos sentíamos incómodos. Nunca intentamos llamarle la atención al respecto o hacer algo para corregirle el defecto. Cuando mucho en una ocasión que quizá nadie recuerde hicimos mención de la conveniencia de emplear los buenos modales en la mesa, de vestir a lo decente, de saludar a lo bien. Él siguió meticulosamente eso de vestirse bien porque lo hacía de traje y corbata constantemente. Y en lo de saludar y festejar un encuentro era un maestro. En cuanto al estilo de tomarse la sopa, aseguran los folclóricos ––por tomadera de pelo–– que seguramente la aprendió en las mesas de un modesto hospedaje que todavía exhibe su nombre en una de las calles de una hermosa ciudad a la cual nuestro padre le hizo el honor de morir en su regazo.
Ahora, a mis hijos y a los jóvenes a mi cargo que no quieren practicar buenos modales en los manteles o en cualquier otro lugar, suelo amenazarlos jocosamente, a la luz del ilustre recuerdo de mi padre, con estas palabras: "Ya no los puedo llevar al hotel Hilton. Cuando mucho los puedo llevar a la pensión Saravena". Sonríen los picarones, porque saben perfectamente a qué me refiero.
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