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miércoles, 27 de agosto de 2025

UN PADRE SABIO DE FELIZ INMORTALIDAD (4) El trauma del funeral

Aún hoy recuerdo el drama de aquella noche, cuando mi padre, por primera vez, me llevó a un concurrido funeral en una casona importante de un pueblo vecino donde trabajaba los fines de semana. 

Para la época no existían locales exclusivos para velar y despedir a los muertos, por lo tanto, el velatorio se llevaba a cabo en la propia casa o en la de quien quisiera hacer la caridad a sus parientes o rendir homenaje póstumo al difunto.

Rondaba este modesto viviente que les escribe, los siete años, y mi padre estimó normal y hasta necesario que lo acompañara hasta el mismo cuarto de velación, porque seguramente el extinto era un personaje de la región, ya que muchas personas acudieron en masa a expresarle el último adiós y a ofrecerle el pésame a la familia, agolpándose frente al portón de su casa. 

Se viene a mi memoria esa experiencia impactante no sólo por ser la primera vez que me acercaba a la ventanita de un féretro, a mirar la cara de un cadáver, sino por la angustia que, momentos antes, me produjo el encargado del portón, quien, dejando pasar rápidamente a mi padre, al notar mi presencia, se puso delante mío, en un intento por impedir mi entrada. Ante lo cual, quise entrar a la brava, con la mala suerte que el fulano fue más rápido que yo, dejándome atorado entre la hoja de la puerta y el marco, mientras me advertía con voz agresiva que tenía órdenes expresas de no dejar pasar a menores. Mi terror fue causado entonces por la viva imaginación de que estaba preso, perdiendo a mi padre, y quedándome solo entre desconocidos, por culpa de querer velar a un muerto. 

Por suerte, la tragedia inventada por mí duró poco, por cuanto mi padre giró rápidamente sobre sus pasos y le aclaró al portero que yo era su hijo, que me dejara pasar. Sentí mucho alivio y rápidamente me aferré a su mano para ir en busca del ataúd. Una vez ahí, examiné sin parpadear, a través del pequeño cristal rectangular, el rostro pálido de aquel hombre inerte, atisbando el más imperceptible movimiento de sus párpados entornados o el temblor más leve en la comisura de sus labios. Concluía al cabo de largos segundos que la muerte era precisamente eso, quedarse en absoluto quietismo, en inercia irrevocable, a merced de la inminente corrupción en una bóveda o bajo la tierra del cementerio.

Algún tiempo después, mi madre, de común acuerdo con mi padre, permitió a otra madre y a los suyos, velar en nuestra casa a su angelito, (como se le dice a un muertecito bebé), víctima de un misterioso defecto congénito. Prepararon entonces una sala, con una pequeña mesa en el centro, cubierta con un mantel blanco, donde colocaron al bebé, todavía sin ataúd; rodeado por cuatro cirios encendidos. Entonamos las respectivas oraciones, los responsos, los rosarios y, al final, siendo ya tarde de la noche, todos se fueron a dormir. Menos yo, porque me dediqué, a hurtadillas, desde la puerta cercana al diminuto difunto, entornando una y otra vez el batiente de la puerta, a espiar al bebé, bajo la luz trepidante de los cirios, a ver si de pronto, detectaba en su cara un sutil gesto, bien fuera en sus ojos o en sus labios, tratando de sorprenderlo travieso ensayando una sonrisa minúscula.

 Fue en vano. No tan tarde comprendí, aletargado por las sombras palpitantes de la habitación, ante el temblor mortuorio de los cirios, que ese bebé, así aparentara dormir con placidez, ya definitivamente no era parte de este mundo. 

Poco a poco el asunto de la muerte se me fue haciendo algo así como un tema normal. Y cuando lo cuestionábamos expuestos a sentirnos medio trágicos y desesperados, nuestro padre nos tranquilizaba argumentado que ese era uno de los tantos trances que las personas debían pasar, tarde o temprano, sin excusas ni excepciones. "Eso ha sucedido", nos advertía cuando alguien rehusaba aceptar que una persona enferma y de edad avanzaba falleciera inevitablemente. Agregaba ese consejo de que "Al mal paso darle prisa", queriéndonos inducir a convivir poco tiempo con un conflicto, a no alargar una pena más de lo necesario, a no ser perezosos en la aplicación de las soluciones a los problemas que nos afectan. "A veces, —nos recomendaba también—, hay que ser impávidos ante el infortunio, sea de cualquier naturaleza", donde impávido significaba sereno o impasible. Y de hecho, él lo fue y lo demostró a lo largo de su vida, teniendo que presenciar los funerales relativamente tempranos de su padre y de la madre, sumados a los periódicos entierros de todo el resto de sus numerosos hermanos, así como de tantos contemporáneos suyos. Además, de unos tan importantes y dolorosos como el de mamá, y los dos de sus hijos mayores. Guardadas las distancias, se asemejaba a Job, el sufriente sabio que asentía, alentado por su fe, que el Señor les había dado a sus seres queridos, y se los había quitado, porque era su voluntad. Y así convino.

Ya hacia el final de sus 95 años comentaba con aires de preocupación y desconsuelo que se sentía harto de haber velado tantos muertos en su vida. Fue cuando, con terror, comprendí que, a pesar de valerse todavía por sí mismo, de poder incluso trabajar para mantenerse y de contar todavía con varios hijos vivos, ciertamente lucía aburrido y, así suene terrible, con ganas también de partir.

Cuando conversábamos casualmente de varios asuntos, siempre terminábamos refiriéndonos a los muertos. Era cuando expresaba su admiración de que fuera tan radical el paso de este mundo a la eternidad, hasta el punto de que ya no hubiera posibilidad de retorno, de comunicación o de información leve de su suerte. Siempre estarían presentes en su recuerdo, las muertes importantes ocurridas a lo largo de su historia. Seguramente, la trágica de su sobrino Elí Cobos, la aterradora del tío Marcelo, las sangrientas de los suegros en la finca La Reforma, a causa de la violencia política.

Sin embargo, también incluiría el tema en el repertorio de sus cuentos e historias necesarias para aprender y aprovechar la vida. Más que nadie entendía que este mundo es como una representación durante la cual, muchos actores entran al escenario un rato con sus guiones propios y luego se bajan de él. Y no vuelven a subir; no obstante, la función debe continuar seguramente con nuevos actores y otros roles. Sabía que la vida en la tierra es como una contienda donde los participantes disponen de cierto tiempo para jugar, pero que, por reglamento, unos tienen que salir y otros entrar a la cancha. Los primeros, se han de despedir con honores y gracias. Y a quienes se incorporan, se les da la bienvenida y se sigue jugando, hasta que a uno también le toque  salir. Pero antes de que eso fatal ocurra, estás invitado a desempeñarte a fondo durante tu espacio de partido. Si alguien sale antes, es justo despedirlo con lágrimas y aplausos, pero, enseguida, tú debes seguir jugando y jugando bien, con todo tu ser, con los jugadores que se quedan contigo. 

Eso lo aprendimos de nuestro agudo cuentero favorito que, de hecho, había incorporado a su repertorio narraciones con respecto al tema que nos ocupa, sobre vivos y muertos, como el de "La muerte lo aguarda en Samarcanda

la muerte lo aguarda en

 –¿Se acuerdan de un tal Anselmo? ––nos preguntaba en esa misma sesión memorables de chistes y cuentos, para que no respondiéramos–– ¿Se acuerdan de ese hombre diminuto, fatal, encaprichado con la muerte, sin instantes para vivir en paz? Cada vez que debía marcharse de viaje, se trepaba en su tarima, un montículo a la salida del pueblo, a pronunciar su discurso de despedida, que remataba de esta manera:

 ––¡Me voy muy triste, amigos míos, adiós... porque no sé si volveré! ––y concluía  con la frase:
––La muerte es tan tirana que no sé si volveré. 

Pero aparecía de nuevo la semana siguiente. Y todos se le reían en la cara. Ese era todo el chiste. Sin embargo, sobrevino un día gris, húmedo, obviamente sin público, quizá por tanta repetición, por simple broma de la misma muerte, en el cual no echó el sermón protocolario. Y se fue así, callado, sin ceremonia alguna. En esa ocasión, don Anselmo, el hombre mortuorio, de neuronas recalentadas por el licor, efectivamente no volvió jamás.

Eso más o menos pasó con nuestro padre, a principios de ese funesto julio del 2005. Una vez terminados sus trajines de ese día, temprana la noche, se enfundó en sus cobijas pamplonesas, para marcharse al universo de los sueños. Estábamos acostumbrados a que volviera, a que temprano dejara el catre a preparar su imperativo caldo de papas para el desayuno. Pero, esta vez, ya no lo hizo. Su corazón no lo dejó despertar más.