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lunes, 29 de noviembre de 2021

¡Adiós, Mia bella!


Nos asustó su tamaño y la facha de pocos amigos. 
Era una enorme “bola de pelos”; madre hacía rato, 
de ascendencia extranjera, 
de caricias pocas, mirada intimidante. 
Aún así la hicimos parte de la familia. 

“No pueden tenerla más” –Nos contaron–, porque la dueña de la gata va a tener un hijo y las señoras de experiencia, incluso el médico, advierten que Mía Bella (así se llamaba la minina, que realmente era bella), esparce pelos por todo el mundo, –dictaminaron– y eso le puede provocar una enfermedad delicada llamada toxoplasmosis”. 

No muy exacto por cuanto el parásito que la propicia no se halla propiamente en sus pelos. De todas maneras, la futura madre, con el pesar de varias mujeres importantes de su casa, decidió buscarle a Mía Bella un digno hogar sustituto donde la adoptaran y la mimaran como a una reina, título nobiliario que no figuraba en ningún documento, pero que ella se lo había ganado por su porte, por su caminar leonino y esa mirada dominante de soberana.

Ganamos por suerte ese concurso, el de ser la mejor opción del hogar sustituto para Mia, y entonces, con la señora de la casa, nos fuimos a recogerla prontamente al apartamento donde había pasado la primera parte de sus mejores años: su infancia, su desarrollo y el proceso de su maternidad, cuyo fruto fue un cachorrito encantador, el cual obtendría poco después la nacionalidad gringa. No lo conocimos. Pero, según las noticias de la época, era fino y divino; y creo que pagaron mucho por él. Ojalá esté todavía vivo y no sepa la muerte de la mamá.

Cuando llegamos al apartamento nos tenían listo el trasteo de Mia Bella, su casa de madera, un bolso con ventana transparente, así como el resto de sus enseres personales. El tamaño de la gata nos alarmó, así como su pinta de enojo perpetuo. Era una colosal “bola de pelos”, de caricias pocas y de enorme mirada intimidante. Aún así, iniciamos el proceso de intercambio de propiedad o de paternidad, empacando en el bolso a la recién adoptada, subiéndola al vehículo con su trasteo para llevarla a su nueva residencia. Agradecimos el regalo a la primera dueña de Mia, que se quedó apesarada; mientras nosotros nos marchábamos emocionados, como si nos hubiéramos ganado un trofeo. 


Ya en casa, le organizamos su “apartamento”, con su alcoba-comedor (ver foto, ahí está en la puerta), servicios y juguetes. Y nos turnábamos para atenderla lo mejor posible, para alzarla, jugar, consentirla, –para no hablar largo– para amarla como a un lindo juguete viviente.  Desde esa fecha del 2013 hasta el 28 de este octubre, (día de su triste adiós definitivo, tras soportar los últimos meses un cáncer de huesos demoledor), contamos ocho bonitos años, durante los cuales ella nos compartió sus gustos, sus caprichos, sus costumbres, su gestos particulares de afecto gatuno y de interés por nuestras labores habituales. Le gustaba meterse en las cajas de cartón, tal vez, porque sus instintos atávicos le recordaban las cuevas de sus ancestros. Hacía respetar su territorio emitiendo un gruñido característico de rechazo a los visitantes que no eran de su agrado, quienes, primero, saltaban asustados, pero, después se sorprendían fascinados por su belleza y pagaban por verla de cerca y sobarle la cabeza. (No se podía, era temerario, las uñas afiladas y veloces  de Mia olían a peligro). Le apetecía el sol del andén para broncearse, el amor de las macetas para las siestas, subirse al sofá de la sala a retorcerse, los tapetes cálidos, las cobijas elegantes, para desparramarse ahí, despidiendo un montón de pelos rubios. Ese vicio suyo alentaba el alboroto y los regaños de la señora de la casa, frente a los cuales Mia Bella se quedaba en suspenso como si entendiera y, en seguida, escapaba a lugares más seguros. Por el contrario, mi hijo mayor que mantuvo hacia ella un afecto admirable, la invitaba condescendiente a su alcoba y le permitía subirse a la cama a dormir allí o a mirar por la ventana hacia la calle como una abuelita chismosa a ver que noticias bajaban o subían.


Muchas más cosas podría contarles de la biografía de Mia, pero no hay aquí mucho espacio para hacerlo... Queda tarea para más adelante. Al terminar las dolientes labores de sepulturero, en la finca de mi hermano, dediqué unos segundos solemnes a observar su tumba. Creí escuchar el dulce tintineo de campanas celestiales, pero, en realidad, eran unos carillones melodiosos colgados del techo de la casa vecina que se columpiaron con las brisas de la tarde. Pero los tomé como un homenaje póstumo a la noble difunta. Recordé entonces cómo en su lecho de muerte le acariciaba la frente con la izquierda y el lomo con la derecha repitiéndole una y otra vez: ¡Gracias, Mia Bella, por haber compartido tu amistad, tu presencia, tus encantos, tu vida con nosotros! Luego, mirando hacia arriba, agregaba: ¡Gracias, Dios de la vida y de los bienes, por haberlo hecho posible! Vuelto nuevamente hacia ella, conmovido hasta las lágrimas, le susurré: “¡Adiós,  Mia Bella!” Ya sus pupilas lucían inmensamente negras.
                                                                                                                         

¡Este reloj es un paquete!

 Con aire capitalista detalló  su compra: un enorme reloj con el cual pensaba cronometrar el mejor registro del campo al pueblo y ufanarse de esa joya delante de la gente.  Horas de camino después, en la plaza, tuvo  una sorpresa: Había “volado” desde la montaña remota al parque en un solo minuto. Algo malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj.

El tío Benito fue famoso, (al menos en nuestro mundo familiar), por ser un sufrido varón, fiel a la jornada dura del campo, a los ajetreos hogareños, y por profesar una fe de carbonero en las personas, al borde de la bobada, tal como se lo criticaban con burla, cada rato, sus otros hermanos, como por ejemplo, Valentín, –hombre reseñado por las observadoras comunicativas, como muy “ofensivo”–, con quien precisamente sostenía frecuentes discordias verbales rayanas en boxeo público a campo abierto.

Una vez precisamente ese fresco lo ultrajó con sus malcriados comentarios sobre una de sus actuaciones, mientras paladeaba uno de sus habituales tintos, hasta el punto de hacerlo vociferar groserías comunes del medio, mal hábito del cual se cuidaba bastante. Aprovechó entonces el tal Valentín para reírsele feo en la cara y  amonestarlo, en tono sacerdotal: 

“¡No debes ser  tan groserito, don Benito, eso es muy malo para la fe, la salud y para los oídos del prójimo!” 

Como réplica, el tío Benito, rojo de ira, explotó  contra el suelo la taza del tinto, desafiándolo inmediatamente, a un combate cuerpo a cuerpo.

“¡Cuando quiera!” —acordó ficticiamente el guasón, porque sus secretas intenciones no eran enfrentarlo, sino más bien, evadirse con disimulo de la escena.

“¡No perdamos tiempo, Valentín! Vamos a pelear”  Porfió Benito, pero, el hermano, que no era belicoso, sino hecho para las bromas pesadas, acabó por batirse en retirada, dejándolo ahí amargado y chillando solo.

Pero tal vez la anécdota que se inscribió en los anales de la familia con rasgos indelebles fue aquélla que nos narraba jocosamente nuestro padre, con su singular estilo picaresco. 

Según él, un amigo (de los que lo quieren a uno, no para el bien, sino para tumbarlo, es decir, para engañarlo), le ofreció a lo paisa, con tintes de ganga, un reloj de amplia esfera, con manecillas amarillentas, de cuerpo igualmente dorado: “¡Bañado en oro! –le aseguró el ostentoso vendedor- importado de la USA, futurista, sólo para los ricos e inteligentes que puedan darse el lujo de comprarlo!”

No tuvo que esforzarse tanto el farsante para que el tío Benito, –que ni le preguntó qué era eso de la USA–, acabara por soltarle unos buenos billetes a cambio de semejante “joya”. 

Y entonces, ni corto ni perezoso, se lo estrenó feliz a la mañana siguiente. Lo fijo a las seis de la mañana, según el reloj campanero de la finca, lo ajustó a la muñeca, lo detalló soberbio, y emprendió rápidamente el camino hacia el pueblo. Quería establecer un nuevo record de tiempo entre la casona del Edén y la plaza de mercado donde pensaba entonces también agitar el pulso a diestra y siniestra para que a la luz del sol se encandilaran sus compatriotas con los destellos de su presea dorada.

Una vez en la plaza concurrida, con aire capitalista,  detalló  su última y costosa adquisición, a fin de  ufanarse de haber logrado el mejor registro del campo al pueblo ese día de mercado. Eso, por una parte. Y, por otra, para exhibirlo vanidoso a los espectadores. Sin embargo,  apenas giró la muñeca y miró el reloj, se quedó petrificado. Estaba frente a un misterio inaceptable: Había literalmente “volado” desde la fría montaña remota al parque en sólo sesenta segundos: Eran pues -según su preciado cronómetro- las seis y un minuto.

Algo muy malo pasaba pues con el tiempo o... con el reloj. “Yo creo que con el reloj más bien. –pensó para sus adentros–. Comprobó al instante, indignado, que las manecillas del reloj estaban, igual que él, paralizadas, no por la emoción que lo embargaba, sino porque su mecanismo chino no era compatible con la dinámica imparable del tiempo. Fue entonces cuando, desconsolado y maldiciendo la malicia humana que se aprovecha de los ingenuos, definió con realismo lo que el capitalismo le había hecho comprar: 

“Lo que realmente pasa -se dijo  dolorido en su conciencia- es que ¡este reloj es un paquete! (Para decir: Puro tamaño pero nada que trabaja).

Luego fue a refugiarse a la sombra de una banca solitaria del parque a rumiar su pena y a esperar que se le iluminara el seso sobre qué hacer con “el paquete”, o sea con esa cosa costosa que le dijeron que marcaba exactamente la hora pero que en realidad ni siquiera fue capaz de andar más de un minuto. 

Mientras él piensa ahí sentado un momento, les cuento que nuestro padre solía repetir mucho sus historias y las mezclaba unas con otras -o mi mente tal vez lo hace-pero lo cierto es que, al parecer, el tío Benito, después de serenarse y de pensar un rato ahí en el escaño, como no podía sujetar del cuello al estafador para estrangularlo, acudió más bien pacíficamente al relojero del pueblo para que le revisara el reloj y se lo pusiera a andar de nuevo, si era posible. (Eso fue lo que decidió ahí en la banca). 

Cuenta mi padre que cuando entró Benito al taller del tiempo, aquel artista de arreglos, tomó el reloj con elegancia y lo destapó magistralmente. Tras un minucioso examen ocular mediante una lupa gruesa, se lo llevó a los labios para aplicarle el remedio: un severo soplo. 

De una, como en los viejos tiempos del Génesis, cuando el barro cobró vida con el soplo divino, el rutilante reloj reanudó sus tareas naturales de marcar el tiempo. Quedó Benito otra vez buenamente pasmado con el suceso y de nuevo con el alma en el cuerpo le preguntó al relojero cuánto le debía. Imaginaba que de pronto el buen hombre sonreiría amable y generoso y le diría: “¡Nada! Y él contestaría suspirando de satisfacción: “¡Muchas Gracias!” Pero no fue así. El relojero, mientras reorganizaba los utensilios de su mesa de operaciones, le respondió como un profesional: “¡Son cien pesos!” (Plata para la época). Perplejo entonces el tío Benito le reclamó:

“¿Tanto por un simple soplo?

“Te cobro no tanto por el soplo, -Le aclaró el soplador-, cualquiera puede soplar. Te cobro porque yo sabía que debía soplar, y dónde soplar, cómo y en qué dirección soplar. Yo estudié bien ese arte de soplar como relojero, mi soplo, contenía el dinamismo que resucitó al reloj. ¿Por qué entonces no cobrar?

Una vez más le pareció al tío Benito estar frente a un noble hablador, que, así no más, con un simple soplo, le había reparado el reloj. Le dió entonces los cien pesos, se reajustó de nuevo el gran reloj en la muñeca y, tras darle las gracias al predicador, se fue rumbo a la plaza de mercado. Pero allí ya no tuvo la alegría y las ganas de exhibir su monumental presea dorada a sus conciudadanos. (Dudaba ya de su amor por ella). Ojeó una vez más las manecillas y supo que estaba andando. Y así se la pasó ese día atisbando ansioso a cada paso la cara del reloj no fuera a pedir otro soplo. No supimos si algún día después se encontró de nuevo con su amigo vendedor. Y si al reloj le siguieron gustando los soplos para seguir viviendo.

Aprendimos, como seguramente lo hizo el tío, que siempre habrá sobre la tierra presas fáciles para las redes de los arácnidos humanos, bromistas que gocen a costa nuestra; pero que siempre habrá la forma de no morir en sus redes y de aprender de todas esas experiencias flojas. 

En eso ayudan los psicólogos de esta época estresante; (Y ganan billete) se la pasan “soplando”, impartiendo alientos de vida a quienes buscan bienes para sus males y escape a las trampas de sus prójimos. 

Pero, sobre todo, querrán dejar de ser “paquetes” para la sociedad: 

Pura fachada.. pero de servicio y eficiencia, pocón, pocón.