Deberíamos incluir en los manuales escolares, en los reglamentos y objetivos académicos no sólo el mandato del buen trato verbal, sino también la obligación moral de dedicar frases bonitas y energizantes a los compañeros y al resto de los humanos
La palabra positiva es un gran potenciador lingüístico bueno, bonito y barato que deberíamos emplear en todo momento con las personas que nos encontramos a diario, sin necesidad de que estén cumpliendo años o sea el día del amor y la amistad o que se estén casando o que vengan de un velorio.
Toda ocasión, como lo vienen haciendo algunos usuarios de las redes, es válida y oportuna para ejercitar esa especie de apostolado de la palabra amable transmisora de energía, gracia y bendición a sus destinatarios. Si bien es cierto que el silencio tiene validez en contadas circunstancias, en la mayoría de las veces es preciso romperlo –como se rompe la indiferencia–, con palabras elocuentes, energizantes, con potestad para subirle la moral a quien lo necesita o aún cuando creemos que no lo necesitan. Aun si esto último fuera cierto, lo necesitamos entonces nosotros para hacernos bien, porque quien bendice cuerpo ajeno gana igualmente indulgencias para el propio.
El beneficio es pues recíproco. La palabra oportuna, edificante, tiene la propiedad de vigorizar la autodignidad, tanto de quien la produce como la de quien la recibe. Incluso hace algo más todavia: precipita el buen entendimiento y la convivencia productiva con nuestros pares y aun con los extraños. Y –para que rejuvenezcas– mejora la salud y te dá más años de vida. Eso es lógico porque si hablas bien, te sientes bien y te llevas bien con todo el mundo, no tendrías enemigos que te persigan, te amarguen la mente o te... acorten los años.
Con los seres que apreciamos o amamos, funciona aun mejor. Dedicarles a los amigos comentarios amenos es abonar el cultivo de esa amistad, (bien común), de una forma divertida, fácil y económica. El intercambiar palabras bonitas, sinceras y operantes, –en el círculo de quienes se aman y están juntos–, es incluso imperativo, porque mantiene prendido el interés sentimental recíproco, agiganta la atracción y predispone a la alegre intimidad apasionada.
Obviamente los enamorados mudos tendrán que hacerlo a su manera: con señales, gestos y dedos positivos. Pero el hecho de que un enamorado disponga del perfecto don de la palabra, pero no lo utilice ingeniosamente con su pareja, eso sí es definitivamente imperdonable o indicio alarmante de que sus sentimientos supuestamente verdaderos son sospechosos y habrá que investigar.
Y, por último, ya pasando al campo escolar, escuchamos unas palabras positivas y de esperanza de los estudiosos de la neurociencia, quienes afirman que el uso de un lenguaje positivo en la boca de profesores, padres de familia, directivos, de los chicos mismos, repercute directamente en el buen funcionamiento de sus cerebros. Eso es muy bueno. Lo estábamos esperando y lo seguimos esperando.
Ellos, –los observadores neurocientíficos–, argumentan que todas las palabras, tanto positivas como negativas, están cargadas emocionalmente, formando parte de la inteligencia emocional, aquélla que nos permite gestionar nuestros sentimientos y los de los demás. Agregan que las emociones hacen reaccionar a las neuronas incrementando la atención, revelando creatividad, haciéndolas trabajar más rápido y con mejores resultados. (Lo que tanta falta hace en nuestras aulas).
También el hecho de hablarles en buen tono y en buenos términos a los estudiantes para que se fermenten en ellos el ego sano y las emociones positivas favorece la capacidad ética de compartir, haciendo que el individuo se vuelva más colaborativo y disciplinado. Se trata entonces de despertar, a partir de estímulos verbales apropiados, emociones positivas que aceleren las virtudes cerebrales y aumenten la conciencia, la atención y la memoria. En teoría, se cosecharían mejores resultados académicos si con actitudes verbales positivas se lograran activar en ellos emociones tales como el entusiasmo por el estudio, la alegría de saber, las ganas de aprender, el ánimo de trabajar, de tener éxito.
O sea que, tras un largo rodeo, han llegado a la consabida conclusión de que los chicos requieren motivación para poder lograr éxitos académicos. Motivación que puede lograrse repotenciando el discurso, liberando la eficacia original de las palabras como aquellas del Génesis, pronunciadas en pleno desconcierto del caos: “¡Hágase la luz!” Y la luz se motivó. Y se dejó ver. Y dejó que viéramos todo en su verdadero color y dimensión.
Ejemplo contundente de cómo la palabra verdadera, bien construida y bien pronunciada puede acabar provocando cambios cósmicos maravillosos en el mundo y en las personas. Y en nosotros está el poder hacerlo.