Por Lebb
Según
el veredicto de mi tío Valentín a ese muchachito le hacía falta un ajuste
técnico de tuercas existenciales o la
calibración total de los tornillos neuronales...
“Pues le atormentaba
–según el pensar de nuestro tío Valentín, de inmortal memoria-, una variedad de
carranchín mental que lo empujaba a cometer travesuras extremas, como la de
aquella vez cuando con una vela encendida salía múltiples veces de la cocina hacia
la intimidad de un pequeño establo y volvía a entrar múltiples veces también con
la misma vela apagada. Por sus temidos antecedentes ese “chinito”, (modo de
referirse genéricamente a los pequeños no necesariamente oriundos del imperio
chino), permanecía de continuo bajo la observación de las cámaras espías de sus
hermanos, padres, y tíos y hasta vecinos con el propósito nacional de prevenir de
su parte hasta atentados demoledores contra la casa o contra el medio ambiente.
Más de una vez alguno de ellos, sintiéndose responsable de su destino, con aire
de preocupación y de sabiduría, solía repetir para sus adentros haciendo eco
por telepatía con los demás: “¿Qué pensará este chinito de la vida?”
Aquella vez, por lances bromistas del destino, falló el sistema
íntegro de seguridad total, porque -no nos digamos mentiras- uno se cansa de
estar encima de la gente, a la pata de lo que hace y no hace, así que sin querer,
cualquiera se descuida y lo sorprende no sólo la delincuencia profesional o
común, sino también los infalibles pecados veniales de cualquier cristiano o no
cristiano. Y es que, además, hay que considerar que en este mundo, por lógica,
los problemas no faltarán nunca, como los pobres y los tontos. Si no se
presentaran habría que inventarlos, porque sin ellos a la vida de los humanos le
faltaría sazón como a la comida el picante...”
Tuvimos entonces
que interrumpir con un reclamo sonoro al narrador por irse por las ramas en vez
de contar la historia del chinito travieso de una buena vez. Nos hizo caso con
un “lo siento” y entonces retomó el hilo del cuento:
“Ya entonces, -volviendo
a la narración- por enésima vez el “chinito” (cuyo nombre se reserva el
anonimato) salió fugaz de la cocina con su vela encendida bregando a preservar
el nervioso fuego con su manita derecha a ver si por fin lograba llevarlo con
vida hasta el establo donde tenía, allá en lo más recóndito posible, un
guardado explosivo. La noche anterior había sido una noche de pólvora y
voladores y como siempre pasa hay algunos que caen a la tierra sin haber
reventado en el cielo. Y el chico era por vocación uno de los buscadores mañaneros de estos proyectiles
abortivos que los recolectaban para darse el gusto de hacerlos estallar a su
manera dándose sus propias mañas.
Pero no para
todos pasó inadvertido el hecho de que el jovencito saliera y entrara de la
cocina con su vela encendida y apagada. Había cerca de allí, sentada en su
mecedora secular, la abuela, quien a través de sus cristales profundos, seguía
al pequeño Prometeo en sus afanes por llevar fuego de la cocina a otra parte no
precisamente para que sirviera como en la mitología al bien de los humanos,
sino más bien para que se prestara a satisfacer el desvarío de un pequeño
pirómano. Al verlo tan activo en su propio universo, ajeno a los consejos y
guía de sus mayores, a la deriva como un gato callejero, se le quedaba mirando
con ojos trascendentales aspirando a redentores, interrogándose a sí misma:
“¿Qué pensará este chinito de la vida?”
No había
disfrutado muchos vaivenes de su mecedora ni tampoco habían transitado muchos pensamientos
veteranos por su cerebro cuando de pronto una tremenda explosión, allá a lo
lejos, en el pequeño establo, estremeció la tierra y cuanto había en ella. Enseguida,
un tropel aterrado de lugareños partió hacia el lugar del siniestro deteniéndose
expectante al frente de la puerta del establo donde a los pocos y eternos segundos
empezó a dibujarse ahí en el marco, en medio de una densa nube oscura de polvo
y de humo una impresionante figura negra de lo que parecía un niño con pelo
revuelto y enormes ojos blancos. Y, en el acto, los rescatistas lo tomaron en
brazos y lo llevaron a las revisiones de rigor, las cuales por fortuna
determinaron que el muchachito había resultado ileso del percance porque había
tenido una suerte absoluta, de esas que no se repiten en la vida. Los
investigadores también se ocuparon de averiguar qué había pasado con los
protocolos de seguridad, quién había sido también responsable de que el
“chinito” hubiera destruido el establo. La abuela tuvo que testificar en el
caso, aduciendo que ella ciertamente lo había visto entrar a la cocina y salir
muchas veces con una vela, pero que no estaba en condiciones de irse como un
policía detrás suyo y que, a pesar de ser ignorada, trató de poner en alerta a
otros, desde su mecedora, pero que éstos, sonriendo, pensaron que por ser
viejita sólo estaba chocheando y no le pararon bolas. “¡Yo sí veía –fueron
parte de su declaración que pasó a ser famosa en los expedientes históricos-
que el chinito entraba y salía de la cocina. Pues qué iba a ser: estaba
preparando su desgracia!”
Una vez sacudido
del polvo, bañado y cepillado, con ropa remendada pero limpia tuvo que
presentarse ante el tribunal de la
familia, a recibir las reprimendas de rigor y los sermones severos de la madre,
del padre, de la abuela y de los hermanos mayores. Al concluir todo ese
ceremonial que bien poco servía al muchachito para enmendarse de su saltarina vida,
la abuela remataba la charla con la consabida frase: “Yo definitivamente no sé,
¿qué pensará este chinito de la vida?”
Poco tiempo
después entraría a la escuela y como es de imaginarse, por su espíritu retozón,
por su mentalidad juguetona, por dedicarse a hacer de todo menos
a estudiar, perdería su primer año. La abuela otra vez –por suerte estaba viva
y tenía hasta buena salud- se quedaría oscilando en su mecedora secular, pensando
como antaño y hablando en voz alta para sí misma: “¿Qué pensará este chinito de
la vida?”.
Una y otra vez
sería reprendido y le darían variedad de escarmientos. Sin embargo, así el
párroco, los catequistas y hasta los profesores en la escuela lo adoctrinaran sabiamente
en las buenas costumbres, los buenos hábitos, en la importancia de ponerle
seriedad a la vida para tener éxito y ser feliz, el “chinito” no mostraría actitud
de comprender ni disposición para cambiar sus descuadernados hábitos.
Cuando perdió el segundo año, durante el cual
fue suspendido, sermoneado, en vano, infinidad de veces por la coordinadora y
psicorientado, en vano, por una experta psicóloga tras un proceso de
seguimiento, la profesora directora de grupo heredó la consabida preocupación
de la abuela que ya no se columpiaba más en la mecedora: “¡Yo no sé, -les
comentaba entonces, secándose el sudor de la frente, con aire de cansancio
extremo, a los sufridos padres- Yo, definitivamente, no sé ¿qué pensará este
chinito de la vida?”