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miércoles, 23 de noviembre de 2016

“¿QUÉ PENSARÁ ESTE CHINITO DE LA VIDA?”

Por Lebb


Según el veredicto de mi tío Valentín a ese muchachito le hacía falta un ajuste técnico de tuercas  existenciales o la calibración total de los tornillos neuronales... 

“Pues le atormentaba –según el pensar de nuestro tío Valentín, de inmortal memoria-, una variedad de carranchín mental que lo empujaba a cometer travesuras extremas, como la de aquella vez cuando con una vela encendida salía múltiples veces de la cocina hacia la intimidad de un pequeño establo y volvía a entrar múltiples veces también con la misma vela apagada. Por sus temidos antecedentes ese “chinito”, (modo de referirse genéricamente a los pequeños no necesariamente oriundos del imperio chino), permanecía de continuo bajo la observación de las cámaras espías de sus hermanos, padres, y tíos y hasta vecinos con el propósito nacional de prevenir de su parte hasta atentados demoledores contra la casa o contra el medio ambiente. Más de una vez alguno de ellos, sintiéndose responsable de su destino, con aire de preocupación y de sabiduría, solía repetir para sus adentros haciendo eco por telepatía con los demás: “¿Qué pensará este chinito de la vida?”
Aquella vez, por lances bromistas del destino, falló el sistema íntegro de seguridad total, porque -no nos digamos mentiras- uno se cansa de estar encima de la gente, a la pata de lo que hace y no hace, así que sin querer, cualquiera se descuida y lo sorprende no sólo la delincuencia profesional o común, sino también los infalibles pecados veniales de cualquier cristiano o no cristiano. Y es que, además, hay que considerar que en este mundo, por lógica, los problemas no faltarán nunca, como los pobres y los tontos. Si no se presentaran habría que inventarlos, porque sin ellos a la vida de los humanos le faltaría sazón como a la comida el picante...”
Tuvimos entonces que interrumpir con un reclamo sonoro al narrador por irse por las ramas en vez de contar la historia del chinito travieso de una buena vez. Nos hizo caso con un “lo siento” y entonces retomó el hilo del cuento:
“Ya entonces, -volviendo a la narración- por enésima vez el “chinito” (cuyo nombre se reserva el anonimato) salió fugaz de la cocina con su vela encendida bregando a preservar el nervioso fuego con su manita derecha a ver si por fin lograba llevarlo con vida hasta el establo donde tenía, allá en lo más recóndito posible, un guardado explosivo. La noche anterior había sido una noche de pólvora y voladores y como siempre pasa hay algunos que caen a la tierra sin haber reventado en el cielo. Y el chico era por vocación uno de  los buscadores mañaneros de estos proyectiles abortivos que los recolectaban para darse el gusto de hacerlos estallar a su manera dándose sus propias mañas.
Pero no para todos pasó inadvertido el hecho de que el jovencito saliera y entrara de la cocina con su vela encendida y apagada. Había cerca de allí, sentada en su mecedora secular, la abuela, quien a través de sus cristales profundos, seguía al pequeño Prometeo en sus afanes por llevar fuego de la cocina a otra parte no precisamente para que sirviera como en la mitología al bien de los humanos, sino más bien para que se prestara a satisfacer el desvarío de un pequeño pirómano. Al verlo tan activo en su propio universo, ajeno a los consejos y guía de sus mayores, a la deriva como un gato callejero, se le quedaba mirando con ojos trascendentales aspirando a redentores, interrogándose a sí misma: “¿Qué pensará este chinito de la vida?”
No había disfrutado muchos vaivenes de su mecedora ni tampoco habían transitado muchos pensamientos veteranos por su cerebro cuando de pronto una tremenda explosión, allá a lo lejos, en el pequeño establo, estremeció la tierra y cuanto había en ella. Enseguida, un tropel aterrado de lugareños partió hacia el lugar del siniestro deteniéndose expectante al frente de la puerta del establo donde a los pocos y eternos segundos empezó a dibujarse ahí en el marco, en medio de una densa nube oscura de polvo y de humo una impresionante figura negra de lo que parecía un niño con pelo revuelto y enormes ojos blancos. Y, en el acto, los rescatistas lo tomaron en brazos y lo llevaron a las revisiones de rigor, las cuales por fortuna determinaron que el muchachito había resultado ileso del percance porque había tenido una suerte absoluta, de esas que no se repiten en la vida. Los investigadores también se ocuparon de averiguar qué había pasado con los protocolos de seguridad, quién había sido también responsable de que el “chinito” hubiera destruido el establo. La abuela tuvo que testificar en el caso, aduciendo que ella ciertamente lo había visto entrar a la cocina y salir muchas veces con una vela, pero que no estaba en condiciones de irse como un policía detrás suyo y que, a pesar de ser ignorada, trató de poner en alerta a otros, desde su mecedora, pero que éstos, sonriendo, pensaron que por ser viejita sólo estaba chocheando y no le pararon bolas. “¡Yo sí veía –fueron parte de su declaración que pasó a ser famosa en los expedientes históricos- que el chinito entraba y salía de la cocina. Pues qué iba a ser: estaba preparando su desgracia!”
Una vez sacudido del polvo, bañado y cepillado, con ropa remendada pero limpia tuvo que presentarse ante el  tribunal de la familia, a recibir las reprimendas de rigor y los sermones severos de la madre, del padre, de la abuela y de los hermanos mayores. Al concluir todo ese ceremonial que bien poco servía al muchachito para enmendarse de su saltarina vida, la abuela remataba la charla con la consabida frase: “Yo definitivamente no sé, ¿qué pensará este chinito de la vida?”
Poco tiempo después entraría a la escuela y como es de imaginarse, por su espíritu retozón, por su mentalidad   juguetona, por dedicarse a hacer de todo menos a estudiar, perdería su primer año. La abuela otra vez –por suerte estaba viva y tenía hasta buena salud- se quedaría oscilando en su mecedora secular, pensando como antaño y hablando en voz alta para sí misma: “¿Qué pensará este chinito de la vida?”.
Una y otra vez sería reprendido y le darían variedad de escarmientos. Sin embargo, así el párroco, los catequistas y hasta los profesores en la escuela lo adoctrinaran sabiamente en las buenas costumbres, los buenos hábitos, en la importancia de ponerle seriedad a la vida para tener éxito y ser feliz, el “chinito” no mostraría actitud de comprender ni disposición para cambiar sus descuadernados hábitos.
 Cuando perdió el segundo año, durante el cual fue suspendido, sermoneado, en vano, infinidad de veces por la coordinadora y psicorientado, en vano, por una experta psicóloga tras un proceso de seguimiento, la profesora directora de grupo heredó la consabida preocupación de la abuela que ya no se columpiaba más en la mecedora: “¡Yo no sé, -les comentaba entonces, secándose el sudor de la frente, con aire de cansancio extremo, a los sufridos padres- Yo, definitivamente, no sé ¿qué pensará este chinito de la vida?”